domingo, 23 de julio de 2017

AL ENCUENTRO CON EL MAESTRO.- EL ROSTRO DE UN NIÑO


El griterío de los niños me retornó una vez más a la vivienda de José de Arimatea. Esa mañana el tiempo parecía haberse detenido…
Unos niños entraron al patio de la casa corriendo y saltando, María les conminó a estarse quietos, ninguno parecía hacerle caso e incluso comenzaban a gritar.
Se giró el Maestro hacia ella diciendo:

—¡María! ¡Déjalos que jueguen!
Se levantó y se puso a corretear con ellos.
Estábamos varios discípulos observándoles en silencio.
Yo no paraba de pensar en sus últimas palabras: “Muchos rostros has de mostrar…un solo Espíritu les alienta”. ¿Qué querría decir?
El Maestro se volvió hacia mí sin dejar de jugar, pareció leerme
el pensamiento.

—¡Juan! —exclamó—. Observa a los niños, sus rostros van cambiando según van creciendo; llegarán a ser hasta irreconocibles si durante un largo tiempo no les ves; irán reflejando la madurez de sus almas, sus cicatrices, sin embargo el mismo Espíritu les habitará. Mas no dejes de mirarles a los ojos, sabrás reconocerlos, pues son el contacto de dos mundos que viven en uno sólo.
Continuó señalando:
«¡Fíjate en sus almas inocentes, limpias! Aun así, en ellas llevan
latente el conocimiento adquirido. El grado de amor que sienten es innato en ellos. Son las lecciones aprendidas con otros rostros en otros caminos recorridos. Nada se pierde para el Espíritu que les alienta.
Mi Padre nos hizo semejantes a Él, eternos. Y eterno es el aprendizaje de sí mismo.
El rostro del Hijo es el rostro del Padre, porque Uno es su Espíritu e infinitas sus manifestaciones. Cuando yo me vaya al Padre, algunos de vosotros permaneceréis aquí y tendréis nuevamente rostros de niñas y niños, de mujeres y hombres.
Subiréis con cada rostro que mostréis un peldaño en la escala que os conduce a mi Padre, a vosotros mismos.»

—¡Rabí! —le pregunté―. ¿Cómo sabremos qué hacer, qué
itinerario tomar? Tú nos hablas con sabiduría, y sin embargo,
nosotros nada sabemos.
Sonrió. ¡Siempre su eterna sonrisa! Me desconcertaba, me sentía
como una partícula de arena en el desierto.
Prosiguió:
«¡Pequeño Juan! ¡Confía! Su Espíritu permanecerá en vosotros y
sabréis cómo actuar en cada momento. Recordad quienes sois en
realidad, sólo debéis amar y recordar.
La Presencia Divina os irá iluminando según os vais desprendiendo de la herrumbre que os cubre.
La oscuridad, la sombra, es sólo una ilusión, pero eso has de descubrirlo por ti mismo.
Debes volver a ser un niño otra vez, porque sólo en los niños y en los que son como ellos se encuentra pura su Presencia.
Nunca perdáis la sonrisa y la alegría del niño que lleváis dentro.»

Con un chiquillo a hombros el Maestro conminaba a los demás niños a alcanzarle. Parecía completamente ajeno a la situación del mundo en que vivíamos, a la seriedad del peligro que corría y nosotros con Él. Sin embargo sólo lo parecía, una vez más me leía mis pensamientos.
Me miró y dijo:
—Nada temáis, nada ocurre bajo la capa del cielo sin que lo permita nuestro Padre, si yo quiero que algunos de vosotros permanezcáis, estáis cumpliendo su Voluntad. Ésta la aceptaréis libremente pero antes habréis de morir para el mundo. Yo os enseñaré el camino, vosotros le habréis de andar. Volveréis a nacer no sólo de la carne y la sangre sino en Espíritu.

Una vez más debía tomar aliento, el recuerdo de sus palabras me
dejaban aturdido y siempre me recalcaba: “Confía”.
Sin lugar a dudas confiaba en su Palabra. Me demostró sin vacilación la certeza de la realidad de la que nos hablaba a lo largo del tiempo vivido.
El que fue al Padre no dejaba de insistir en que permanecería con nosotros, y así lo cumplió, ya que realmente nunca se fue.

EL ANCIANO JUAN

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