domingo, 23 de julio de 2017

AL ENCUENTRO CON EL MAESTRO: PEDID AL PADRE


La Tierra no se detuvo y el alba de un nuevo día llegó. Abrí los ojos, vi a María y a Pedro junto al Maestro sentados con la mirada perdida, con un gesto me pidió que me acercara a ellos, así lo hice, parecía que me esperaban.
Entonces el Maestro comenzó a hablar:

«Cuando os encontréis desanimados o alegres; alterados o tranquilos; sin rumbo o con esperanza; en cualquier estado de ánimo o actitud mental: buscad un tiempo en soledad, no importa donde, ni a qué hora, si al alba o al anochecer. Entonces en silencio, en voz baja o en alto, orad así: “Abbá”… Y hablad con el corazón, con verdad. Expresaos con humildad.
Compartid vuestro dolor, vuestro llanto y desesperación si así lo
necesitáis. Entregádselo a Él y os lo devolverá convertido en Luz
y Esperanza.
Tened por seguro que Él os escucha y no caen en saco roto vuestras súplicas.

AL ENCUENTRO CON EL MAESTRO.- TODO TIENE SU TIEMPO Y SU MOMENTO


Paseando por los restos del Templo, lo que hoy llamamos el
Muro de las Lamentaciones volví al pasado, siglos atrás…
Dentro del Santuario del Templo el Maestro se sentó y nos
invitó a seguirle en su actitud. En silencio permanecimos un
tiempo hasta que de pronto unos sacerdotes, fariseos y saduceos, vociferaban discutiendo acalorados sobre sus diferentes creencias sobre la inmortalidad del alma; ya nada les importaba, ni siquiera el lugar en que se encontraban. El Maestro les observó en silencio, se levantó y salió del Templo, algunos le acompañamos y otros se quedaron escuchando a los sacerdotes.

Dejamos el Templo atrás y atravesando varias callejuelas
llegamos a las afueras de Jerusalén. José de Arimatea, ―miembro destacado del Sanedrín y seguidor de las enseñanzas del Maestro muy a pesar de la inmensa mayoría de sacerdotes―, nos esperaba frente a su morada. El Maestro se adelantó fundiéndose con él en un efusivo abrazo, nos pidió adentrarnos en su casa y así lo hicimos. Su vivienda era muy amplia, hecha con piedra caliza, sin adornos.

AL ENCUENTRO CON EL MAESTRO.- EL ROSTRO DE UN NIÑO


El griterío de los niños me retornó una vez más a la vivienda de José de Arimatea. Esa mañana el tiempo parecía haberse detenido…
Unos niños entraron al patio de la casa corriendo y saltando, María les conminó a estarse quietos, ninguno parecía hacerle caso e incluso comenzaban a gritar.
Se giró el Maestro hacia ella diciendo:

—¡María! ¡Déjalos que jueguen!
Se levantó y se puso a corretear con ellos.
Estábamos varios discípulos observándoles en silencio.
Yo no paraba de pensar en sus últimas palabras: “Muchos rostros has de mostrar…un solo Espíritu les alienta”. ¿Qué querría decir?
El Maestro se volvió hacia mí sin dejar de jugar, pareció leerme
el pensamiento.

AL ENCUENTRO CON EL MAESTRO.- MARÍA DE MAGDALA


El día amaneció caluroso en Jerusalén. En el hotel el aire
acondicionado brillaba por su ausencia, nada parecía funcionar, quizás la metralla de la bomba que un suicida palestino explotó el día anterior afectó la instalación eléctrica. La sangre inocente seguía derramándose a cuentagotas un día sí, otro también.
Me asomé al balcón esperando que alguna ráfaga de viento
desviara su camino y me refrescara. Un rayo de luz me
deslumbró. Mi mente recorrió en un instante los casi dos mil años que me separaban de otro tiempo, otra Jerusalén, otra morada…
Desde la ventana de la estancia donde dormimos vi al Maestro en el patio interior de la vivienda de José de Arimatea. Un viejo olivo en el centro y un pozo era todo lo que había en él. Extraía agua María. El Maestro contemplaba en silencio sentado junto al olivo la escena, ella se le acercó con un cántaro lleno de agua:
—Rabí —le preguntó con su cálida voz—, ¿quieres un poco?
—Sí —le contestó Él—, hoy va a ser un día caluroso.

AL ENCUENTRO CON EL MAESTRO.- EL TEMPLO DE JERUSALÉN


El camino hasta Jerusalén transcurrió con relativa calma, los
controles del ejército israelí hacían que la puntualidad no fuera
más que una bonita palabra en el tablón de horarios de la estación
de autobuses.
Otro ejército aparecía en mi mente, soldados romanos vigilaban
la calzada observando a todos los que nos aproximábamos a
Jerusalén. Aunque esos días éramos tantos los que nos
acercábamos que no podían impedir que los “enemigos” de Roma
entráramos con facilidad.
Hoy, palestinos y judíos, transitan recelosos unos de otros, el
“veneno” del odio está inoculado en cada uno de ellos. Cada gesto, cada movimiento les delata. El miedo parece gobernar la Ciudad Santa. Algunos políticos y dirigentes religiosos han hecho a la perfección su labor en ambos bandos. Se respira un ambiente de calma tensa, frío y desolador.

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