sábado, 29 de abril de 2017

FRANCISCO DE ASÍS.- CAP. 12: CLARA


Mientras que los hombres, con demasiada frecuencia, se contentan con un ideal del todo teórico, bien se puede afirmar que la práctica, incluso despojada con frecuencia de toda teoría, es el dominio propio de la mujer; y nadie realiza más plenamente el ideal concebido por un hombre, que la mujer cuyo corazón se ha conquistado ese hombre.
Lejos de mí afirmar que Francisco de Asís no haya puesto en práctica el Evangelio que él predicaba. Cabalmente la originalidad de su genio consiste en haber seguido de cerca al Maestro divino. Pero si buscamos la vida franciscana en su especial y característica perfección, despojada de agregados extraños, buenos o malos, en nadie encontraremos una imagen más perfecta de ella que en la ilustre discípula e hija espiritual de Francisco, Santa Clara de Asís. Justamente, Clara se preciaba de llamarse «plantita del bienaventurado padre Francisco». Ella, en efecto, fue y es aún la flor del jardín franciscano, flor cuyo perfume, de exquisita fragancia y pureza, sigue manando del huertecillo donde fue plantada.
Clara nació en Asís en 1194, probablemente el 11 de julio. Su padre se llamaba Favarone de Scifi, y Ortolana, su madre, era descendiente de una ilustre familia de Sterpeto, los Fiumi. Ambos eran igualmente nobles, y en especial los Scifi pertenecían a la más encopetada aristocracia de Asís. Favarone tenía el título de Conde de Sasso-Rosso, nombre de una montaña roqueña que se levanta sobre la ciudad de Asís. Aún se ve en el día de hoy el palacio fortificado que le servía de mansión en Asís, muy cerca de Puerta-Vieja y no lejos de la iglesia de Santa Clara.
Cinco hijos le nacieron de Ortolana: un hombre, Boson, y cuatro mujeres, Renenda, Clara, Inés y Beatriz. Era Ortolana mujer de mucha virtud y piedad, como lo manifestó llevando a cabo varias peregrinaciones, que en aquel entonces eran muy peligrosas, señaladamente a Bari y a Tierra Santa. Se cuenta que, poco antes de nacer Clara, el Señor le prometió en la oración que la hija que iba a alumbrar sería una brillante luz que alumbraría al mundo entero, y es fama que por esto la niña recibió en el bautismo el nombre de Clara, el cual significa a la vez luminosa y famosa.
Creció la niña en su casa de Asís en medio de aquel orden y bienestar que tan benéfico influjo suele tener en la formación de una piedad sólida. Desde su más corta edad sobresalió Clara en virtud entre niñas de su clase. Sin duda desde entonces conocería las leyendas de los Padres del Desierto, las que, antes de aparecer la Leyenda Dorada, eran la lectura predilecta de aquellos tiempos. Como quiera que fuese, se cuenta que de muy niña se mortificaba duramente usando a raíz de su delicado cuerpo ásperos cilicios de cerdas, y que (como se refiere del ermitaño Pablo de Fermo en la Historia Lausiaca), rezaba todos los días tan gran número de oraciones, que tenía que valerse de muchas piedrecillas para contarlas. Dicho se está que, a imitación de todas las personas piadosas de la Edad Media, juntaba Clara la práctica de la caridad a las mortificaciones.

Así pasaron los primeros años de Clara hasta la edad en que fue una gallarda y hermosa joven. Tuvo muchos pretendientes de su mano; pero uno entre todos fue del agrado de sus padres. Hablaron de esto a su hija; más con no poca sorpresa encontraron en ella una tenaz resistencia: ni siquiera oír hablar de matrimonio quería, y como su madre la importunaba preguntándole el porqué, ella le contestó que se había consagrado a Dios y había resuelto no conocer jamás a hombre alguno.
Este nivel de virtud era incomprensible para Favarone y Ortolana. En aquellos tiempos, como en los presentes, el cristianismo mediocre tenía viva preocupación en contra de todo lo que llamaban «exceso de celo». Muchas veces en el curso de la historia de aquella época se nos ofrecen dolorosas luchas entre padres e hijos o hijas, cuando éstos, movidos del temor de Dios, querían salirse del camino trillado.
Tal aconteció a la joven Clara Scifi a la edad de dieciséis años. Dios empero no la dejó sola en el combate. Casi por este mismo tiempo había vuelto de Roma, con autoridad pontificia para predicar, el joven Francisco, cuya conversión tan hondamente había conmovido a la ciudad entera; de modo que muy fácilmente pudo oírle Clara, como en efecto le oyó predicar en la iglesia de San Rufino, sita muy cerca del palacio de los Scifi, y en la de San Jorge. Desde el primer momento que le vio, Clara comprendió que la forma de vida observada por el Santo era la que a ella le señalaba el Señor. Entre los discípulos de Francisco había dos, Rufino y Silvestre, que eran parientes cercanos de Clara, y éstos facilitaron el camino a sus piadosos deseos. Cierto día, acompañada de una de sus parientas, a quien la tradición le da el nombre de Bona de Guelfuccio, fue a ver a Francisco. Este había ya oído hablar de ella y desde que la vio tomó la resolución, como nos dice la leyenda, de «quitar al malvado mundo tan precioso botín para enriquecer con él a su divino Maestro». Le aconsejó, pues, que, despreciando los vanos y caducos bienes del mundo, resistiese a las instancias que sus padres le hacían para casarla, que guardase su cuerpo como un templo para sólo Dios y no tuviese otro esposo que Jesucristo.
Desde entonces Francisco fue el guía espiritual de Clara, la cual, bajo la dirección de tan calificado maestro, se sentía cada día más fuertemente inclinada a dar el paso decisivo, sin consideración alguna a todo lo que fuera ajeno a su deber para con Dios. Porque ella comprendía que este deber se oponía a que ella siguiera los deseos de sus padres, los cuales sólo pensaban en darle un marido terreno. En esta disposición se encontraba su alma en la Cuaresma de 1212. Predicaba Francisco, y entre sus oyentes estaba Clara. Tan «maravillosamente habló el predicador del menosprecio del mundo, de la penitencia, de la pobreza voluntaria, del cielo, de la pobreza, humillaciones y dolores de Jesús sacrificado», que el corazón de la joven ardió en vivas ansias de despojarse inmediatamente de sus vestidos preciosos y de vivir en adelante como Jesús y Francisco, en el desasimiento, en el trabajo, en la oración, en la paz y en la alegría.
 

Tanto la apretó este deseo, que no pudiendo ya contenerlo dentro de sí, resolvió poner término al género de vida que había llevado hasta entonces. Al saberlo Francisco, le señaló la noche del Domingo de Ramos, como plazo en que debía «trocar los placeres de este mundo por el luto de las penas del Salvador».
Todo aquel domingo (18 de marzo de 1212) lo ocupó Clara en despedirse del siglo del modo más solemne. Aderezada de sus más preciosos vestidos, «campeando entre las matronas y doncellas de Asís por su gracia y hermosura, se encaminó a la iglesia en compañía de su madre y de sus hermanas».
La Iglesia celebra en este domingo de Ramos el recuerdo de la entrada de Cristo en Jerusalén. El sacerdote bendice ramos de palma, de olivo o de boj, y los distribuye a los fieles, que van en seguida en procesión por la iglesia, en tanto que el coro canta la hermosa antífona: Pueri Hebraeorum, portantes ramos olivarum obviaverunt Domino clamantes et dicentes: Hosanna in excelsis! «Los hijos de los Hebreos salieron al encuentro del Señor con ramos de olivos, clamando y diciendo: ¡Gloria a Dios en los cielos!»
Al comenzar la distribución de los ramos y cuando todas las personas que estaban en la iglesia avanzaban hacia la reja de la comunión a recibir una palma de manos del Obispo Guido, sólo Clara Scifi permaneció inmóvil en su puesto. Sin duda la joven se debió de sentir confundida y agobiada por el pensamiento de la grave determinación que estaba a punto de tomar. ¡Cuántas veces Clara en años anteriores se arrodilló en la misma iglesia y asistió al santo sacrificio al lado de su madre y de sus hermanas sin pensar tal vez que algún día pudiera terminar para ella tan santa práctica! ¡Y aquél era el último! En pocas horas más tenía que despedirse de los suyos, o por mejor decir, abandonarlos para siempre, sin poder despedirse de ninguno, en aquella tarde que iba a ser la última que pasara en la tierra donde habían transcurrido los serenos días de su infancia y de su juventud. El recuerdo de las amorosas ternuras de su madre y de la cariñosa confianza de sus queridas hermanas se apoderaría sin duda del alma de la joven, y en aquellos solemnes momentos experimentaría todo el poder de los fuertes y a la vez suaves lazos que, sin advertirlo, forman los años entre los que viven al calor de un mismo hogar.
Sin duda entonces, mujer como era, derramaría lágrimas, como las que derrama la desposada cuando ve llegar el momento de separarse de sus padres.
En cualquier caso, lo cierto es que Guido vio que había permanecido inmóvil, la cabeza inclinada y con muestras de haber llorado, y, como probablemente Francisco lo había prevenido, comprendió el estado de aquella alma. Con paternal solicitud asió el ramo que Clara no se había acercado a recibir y fue en persona a dárselo en el fondo de la iglesia.
La noche siguiente Clara llevó a cabo su fuga. Saliendo de su casa por una puerta falsa, que estaba obstruida por pesados maderos y piedras y que ella abrió fácilmente con sus propias manos, se encontró en la calle, donde la esperaba Bona de Guelfuccio, y acompañada de ella, se encaminó a la Porciúncula. Allí la aguardaban los religiosos Menores con antorchas encendidas. De inmediato, habiendo entrado a la capilla, se arrodilló ante la imagen de María y ratificó la renuncia hecha al mundo «por amor del santísimo y amadísimo Niño, envuelto en pobrísimos pañales y recostado sobre el pesebre». Puso en manos de los religiosos las relumbrantes vestiduras, y recibió en cambio una anguarina tosca, semejante a la que usaban ellos; trocó el cinturón de ricas joyas adornado, por una sencilla y nudosa cuerda, y cuando Francisco, tijera en mano, derribó la blonda cabellera, en vez de adornar la cabeza con el primoroso bonetillo que había traído, la cubrió con un espeso velo negro, y descalzándose los borceguíes de seda, los mudó por sandalias de madera bajo los pies desnudos. Hizo en seguida los tres votos monásticos y, como lo habían hecho los religiosos, prometió obedecer a Francisco en todo. Así, transformada la noble dama Clara Scifi en la humilde hermana Clara, la condujo Francisco aquella misma noche al convento de las benedictinas de San Pablo, villaje cercano a Isola Romanesca (hoy Bastia), donde con anticipación le tenía preparado un albergue.
Como es natural, el retiro de Clara no tardó en ser descubierto. Favarone y sus demás parientes fueron a buscarla en el convento con el propósito de inducirla a que volviese a su casa; mas la joven permaneció inquebrantable en su resolución: de nada sirvieron ni los ruegos ni las promesas. Intentaron por fin su padre y sus tíos emplear la violencia. Entonces Clara, encerrándose detrás de la reja del altar de la iglesia, les mostró la cabeza rapada en señal de su adiós al mundo. Como la familia prosiguiese luego en la pretensión de hacerla desistir de sus propósitos, juzgó prudente Francisco trasladarla a otro convento más seguro, y ese fue el del Santo Ángel de Panzo, que también pertenecía a las benedictinas.
Mas la indignación y enojo de Favarone subió de punto cuando dieciséis días después de la huida de Clara, otra de sus hermanas, Inés, huyó también al convento del Santo Ángel a compartir con su hermana el mismo género de vida. De Inés se había forjado Favarone una de las más halagüeñas esperanzas; estaba ya comprometida en matrimonio y fijo el día de las bodas; mas, ¡hétela aquí tocada también de la misma locura! Irritado Favarone, pidió a su hermano Monaldo que con doce hombres armados se apoderase de Inés a viva fuerza.
Las religiosas del Santo Ángel se aterrorizaron en presencia de tal aparato y, cediendo a la violencia de las armas, prometieron entregar a la fugitiva. Esta, empero, aunque apenas había salido de la infancia, se apercibió a resistir con denuedo. La golpearon inhumanamente con pies y manos; la asieron de los cabellos, esforzándose por sacarla del convento. «¡Clara, Clara, ven en mi socorro!», exclamó entonces la desgraciada Inés, en tanto que los rizos de su cabellera y los jirones de sus vestidos iban quedando enredados en las zarzas del camino. Viéndose Clara impotente para socorrer a su hermana, se retiró a su aposento a invocar el auxilio del Señor. El auxilio vino al punto: los doce robustos hombres quedaron de repente sin poder avanzar una pulgada con el leve cuerpo de Inés, que se tornó tan pesado como si fuera una roca.
«No parece sino que esta rapaza hubiera comido plomo toda la noche», dijo riendo uno de los hombres. «Sí -dijo otro-, estas monjas saben lo que son buenos bocados». Aquel hecho, empero, de tal modo encolerizó a Monaldo, que, alzando la mano enguantada de hierro, intentó de un solo golpe aplastar la cabeza de aquella, para él, mal aconsejada niña. Mas le cupo la misma suerte que a sus doce hombres: quedó sin movimiento, como petrificado, la mano levantada y paralizada. En el ínterin llegó Clara, y quieras que no, Monaldo tuvo que entregarle a Inés casi muerta.
Desde entonces, la familia de Clara renunció a la pretensión de impedir a las dos jóvenes que siguieran el género de vida que habían elegido. Más tarde fue a unírseles otra hermana, Beatriz, y en pos de todas ellas, su madre, la piadosa Ortolana, después de la muerte de Favarone.
El convento del Santo Ángel no fue más que una morada provisional para Clara e Inés. Al no vestir el hábito de San Benito ni observar su Regla, las dos jóvenes no pertenecían a la Orden benedictina. Por esto Francisco trató de buscarles otro convento, para lo cual se dirigió a sus antiguos bienhechores, los Camaldulenses del monte Subasio. Grande tuvo que ser el regocijo del Santo cuando estos monjes, que ya le habían cedido la Porciúncula y acababan de donar a la ciudad de Asís el antiguo templo de Minerva, transformado en la iglesia de la Santísima Virgen, le comunicaron que estaban dispuestos a cederle la iglesia de San Damián con el conventito anexo. Acompañada de un reducido número de hermanas, Clara fue a vivir en aquel convento. Encerrada dentro de sus muros por espacio de cuarenta y dos años, iba Clara, según nos refiere su biógrafo, «a quebrar con los golpes de la disciplina el alabastro de su cuerpo, para llenar la Iglesia con el suave perfume de su alma».
Y en verdad, allí, en aquel convento de San Damián, germinó y se desenvolvió la vida de oración y de trabajo, de pobreza y de alegría, que es como la flor del movimiento franciscano, y los ejemplos dados por aquellas santas mujeres hicieron eco a larga distancia.
Además, parece que un gran número de mujeres de aquel tiempo habían experimentado en su corazón, más o menos conscientemente, la aspiración a una vida superior a la de los sentidos, muy bien simbolizada en las blancas paredes de una celda claustral. Y así Clara no tuvo más que transformar esa latente aspiración en un querer consciente. Muchas doncellas que aún estaban libres de lazos que podían detenerlas en el mundo, corrieron a San Damián a vivir en su compañía; y muchas otras a quienes las obligaciones de familia les impedían imitar su ejemplo, vivían en sus casas esforzándose por seguir cuanto les era posible la vida claustral. Matronas nobilísimas gastaban sus caudales en edificar monasterios, a los cuales entraban ellas mismas en seguida para hacer penitencia de su vida pasada. Fueron muchos los que, estando ligados por el matrimonio, abrazaron voluntariamente la continencia y pasaron los maridos a encerrarse en un convento franciscano y las mujeres en algún monasterio de clarisas.
La condición exigida para que una postulante fuera admitida en San Damián era la misma que exigía Francisco en la Porciúncula: repartir entre los pobres todos los bienes. El convento no podía recibir donación alguna, sino que debía permanecer siendo siempre «la torre fortificada de la altísima pobreza», según frase de Clara, en que se nota el espíritu guerrero de aquel tiempo. Los medios de vida que tenían las monjas, como los religiosos, eran el trabajo y la limosna. Mientras unas hermanas trabajaban dentro del claustro, las otras iban a mendigar de puerta en puerta. Celano refiere como Clara recibía a las hermanas que llegaban de fuera. Siguiendo puntualmente lo que Francisco hacía con los religiosos cuando volvían al convento después de mendigar, la santa abrazaba a las hermanas y les besaba los pies. Más tarde, cuando la Orden se redujo a rigurosa clausura, los monasterios se valieron de limosneros para mendigar.
Estas pocas normas constituyeron, más o menos, los párrafos de la forma vivendi o regla de vida que Francisco escribió poco después para las hermanas, regla cuyo principal mandato era la obligación de guardar la pobreza evangélica. Sin duda las hermanas, por medio de Francisco, obtuvieron del Papa Inocencio III la confirmación de esta regla, confirmación más formal que la que antes había concedido a la de los religiosos. Suponen algunos que dicha confirmación no tuvo lugar hasta 1215, porque solamente aquel año fue cuando por orden expresa de Francisco aceptó Clara el título de abadesa de San Damián, y esta suposición es muy verosímil. Hasta entonces Francisco había sido jefe y director de las dos órdenes; mas después que el Papa les aprobó su regla, las monjas debían tener una superiora que las gobernase, así como Francisco gobernaba a los religiosos. Se cuenta también que Inocencio escribió con su propia mano las primeras líneas de aquel singular y memorable privilegium paupertatis, «privilegio de pobreza» (tan diferente de los que suelen solicitarse a la corte romana), que aseguraba a Clara y a sus hijas el derecho de ser y permanecer pobres.
Clara no sólo participaba de la idea que tenía Francisco acerca de la pobreza, considerándola como el fundamento de la perfección cristiana, conforme a las palabras del Evangelio: «No podéis servir a Dios y a Mammón», sino que también estimaba singularmente, como él, la utilidad del trabajo para la vida religiosa. A pesar de ser Superiora, tenía costumbre de servir la mesa y de suministrar el agua a las religiosas para que se lavasen las manos, y cuidaba solícitamente de todas ellas. Más que echar cargas sobre las otras, le gustaba llevarlas sobre sí misma. Cuidaba especialmente de las enfermas, a las que no rehusaba prestar cualquier servicio por repugnante que fuese. Cuando las hermanas limosneras regresaban al convento, se apresuraba ella a lavarles los pies. Sin atender a la salud propia, se levantaba todas las noches por si acaso alguna religiosa estuviera destapada. Francisco muchas veces le envió enfermos a San Damián, y Clara los sanaba con sus prudentes y solícitos cuidados.
Ni siquiera estando enferma, lo que era frecuente, omitía el trabajo manual. Así que se sentía un poco aliviada, se dedicaba en la misma cama a bordar corporales, que mandaba en seguida en cajas de seda a las iglesias pobres de las montañas del valle. El corporal es el lienzo que se extiende en el altar, encima del ara, para poner sobre él la hostia y el cáliz. Veremos más adelante como, después de la estigmatización de Francisco, la Santa le hacía calzas para los pies llagados, y le preparaba paños y vendas con que se cubriese las llagas.
Así como en el trabajo era ejemplo para sus religiosas, lo era también en la vida de oración. Después de las completas, que es la última parte del Oficio divino del día, permanecía largos ratos sola en la iglesia ante aquel Crucifijo que habló a Francisco en otro tiempo y a la luz de la lamparilla solitaria que en todas las iglesias arde y brilla día y noche ante el altar del Smo. Sacramento. Allí se daba a la quieta meditación de los dolores de Cristo y rezaba el «Oficio de la Cruz» que había compuesto Francisco, de quien ella lo había aprendido. Estas prácticas no le impedían levantarse por la mañana muy temprano, la primera de todas; despertaba a las demás, encendía las lámparas y tocaba la campana para la misa primera.
De su cuerpo, naturalmente sano y robusto, no se cuidaba mucho ni poco. Su cama en los principios eran haces de sarmiento con un tronco de madera por almohada; después la cambió en un pedazo de cuero y por almohada un áspero cojín; por orden de Francisco se redujo después a dormir en un jergón de paja. En los ayunos de Adviento, de Cuaresma y de San Martín, Clara no se alimentaba sino tres días en la semana, y eso con sólo pan y agua. Francisco y el obispo Guido le mandaron que comiera todos los días por lo menos onza y media de pan. Tal vez para reemplazar esta mortificación observó por largo tiempo la práctica de usar a raíz del cuerpo una camisa de cuero de cerdo con la parte velluda hacia adentro. Después consintió en mudar este vestido por un cinturón lleno de ásperos nudos.
Al volver de la iglesia después de haber orado allí por largo rato, su rostro irradiaba felicidad y sus palabras estaban henchidas de alegría. Un día, habiendo oído decir que el agua bendita era símbolo de la sangre de Jesús, quedó tan impresionada, que no cesó hasta la noche de rociar con agua bendita a todas las religiosas, exhortándolas a no olvidar jamás el saludable raudal que mana de las llagas del Salvador. En la tarde de un Jueves Santo fue transportada en éxtasis, del cual no volvió sino pasadas veinticuatro horas. Al volver en sí el viernes por la noche y ver la candela que había encendido una hermana preguntó: «¿Qué necesidad hay de luz? ¿No es de día?». Una noche de Navidad, estando enferma en cama y no pudiendo por este motivo acompañar en la iglesia a las demás religiosas, oyó todo el Oficio divino que se cantaba en la iglesia del nuevo convento de San Francisco y vio al Niño Jesús reclinado en el pesebre que se había hecho en el fondo de la iglesia.
Francisco, a pesar de su humildad, no podía dejar de reconocer cuán grande era la estima en que le tenían Clara y las demás religiosas, y que una parte de sus sentimientos religiosos estaba más o menos vinculada a ese afecto hacia su persona. Con el fin, pues, de ir deshabituando a las Hermanas de esa afección hacia él y para apartar su corazón de todo lo que no era Dios, determinó alejarse de ellas poco a poco e insensiblemente. Sus visitas a San Damián, que al principio habían sido frecuentes, fueron siendo cada vez más raras. Tal proceder chocó a los mismos religiosos, quienes parece que vieron en esto una falta de caridad para con las Hermanas. Francisco entonces les manifestó las razones que a esto le movían y cómo deseaba que de allí en adelante no hubiera intermediario alguno entre Dios y las religiosas.
Toda su vida y por todos los medios trató de evitar que en el corazón de la mujer se mezclase alguna afición personal hacia el sacerdote con el puro amor de Dios. «Carísimos -les dijo-, no creáis que no las amo de veras. Pues si fuera culpa cultivarlas en Cristo, ¿no hubiese sido culpa mayor el haberlas unido a Cristo? Y si es cierto que el no haber sido llamadas, para nadie es injuria, digo que es suma crueldad el no ocuparse de ellas una vez que han sido llamadas. Pero os doy ejemplo para que vosotros hagáis también como yo hago».
Con todo, un día les prometió que iría a predicar a San Damián. Le gustaba mucho a Clara oír la palabra divina. Sucedió que andando el tiempo el Papa Gregorio IX prohibió a los franciscanos que predicaran en San Damián. A tal prohibición respondió Clara despidiendo a los religiosos que, desde la clausura definitiva prescrita a las clarisas en 1219, se ocupaban en mendigar de puerta en puerta para ellas. «Si podemos privarnos -dijo Clara- del pan espiritual, podemos también vivir sin sustento del cuerpo». Con lo cual el Papa se vio forzado a retirar la prohibición.
Así pues, el día en que Francisco, cumpliendo su promesa, iba a predicar a San Damián, las Hermanas estuvieron muy contentas, «no sólo porque iban a tener la dicha de oír la palabra de Dios, sino también porque volvían a ver a su Padre y guía espiritual». Francisco entró a la iglesia y se mantuvo de pie algunos instantes en oración con los ojos elevados al cielo. En seguida, dirigiéndose a la hermana sacristana, le pidió un poco de ceniza. Después, con la misma ceniza trazó un círculo a su alrededor y derramó sobre su cabeza el resto. Sólo entonces rompió el silencio, mas no para predicar, sino para rezar el salmo 50, el Miserere, el salmo de la penitencia. Terminado el rezo, salió de la iglesia y abandonó el monasterio, feliz por haber podido enseñar a las religiosas que él no era más que un miserable pecador vestido de saco y cubierto de ceniza.
En este mismo orden de ideas se debe contar quizá la escena siguiente que refieren las Florecillas, en la cual aparece como Santa Clara comió con San Francisco y sus compañeros:
«Cuando estaba en Asís San Francisco, visitaba con frecuencia a Santa Clara y le daba santas instrucciones. Ella tenía grandísimo deseo de comer una vez con él; se lo había pedido muchas veces, pero él no quiso concederle ese consuelo. Viendo, pues, sus compañeros el deseo de Santa Clara, dijeron a San Francisco:
-- Padre, nos parece que no es conforme a la caridad de Dios esa actitud de no dar gusto a la hermana Clara, una virgen tan santa y amada del Señor, en una cosa tan pequeña como es comer contigo; y más teniendo en cuenta que por tu predicación abandonó ella las riquezas y las pompas del mundo. Aunque te pidiera otro favor mayor que éste, deberías condescender con esa tu planta espiritual.
-- Entonces, ¿os parece que la debo complacer? -respondió San Francisco.
-- Sí, Padre -le dijeron los compañeros-; se merece recibir de ti este consuelo.
Dijo entonces San Francisco:
-- Puesto que así os parece a vosotros, también me lo parece a mí. Mas, para que le sirva a ella de mayor consuelo, quiero que tengamos esta comida en Santa María de los Angeles, ya que lleva mucho tiempo encerrada en San Damián, y tendrá gusto en volver a ver este lugar de Santa María, donde le fue cortado el cabello y donde fue hecha esposa de Jesucristo. Aquí comeremos juntos en el nombre de Dios.
El día convenido salió Santa Clara del monasterio con una compañera y, escoltada de los compañeros de San Francisco, se encaminó a Santa María de los Angeles. Saludó devotamente a la Virgen María en aquel mismo altar ante el cual le había sido cortado el cabello y había recibido el velo, y luego la llevaron a ver el convento hasta que llegó la hora de comer. Entre tanto, San Francisco hizo preparar la mesa sobre el suelo, como era en él costumbre. Y, llegada la hora de comer, se sentaron a la mesa juntos San Francisco y Santa Clara, y uno de los compañeros de San Francisco al lado de la compañera de Santa Clara; y después se acercaron humildemente a la mesa todos los demás compañeros.
Como primera vianda, San Francisco comenzó a hablar de Dios con tal suavidad, con tal elevación y tan maravillosamente, que, viniendo sobre ellos la abundancia de la divina gracia, todos quedaron arrebatados en Dios. Y, estando así arrobados, elevados los ojos y las manos al cielo, las gentes de Asís y de Bettona y las de todo el contorno vieron que Santa María de los Angeles y todo el convento y el bosque que había entonces al lado del convento ardían violentamente, como si fueran pasto de las llamas la iglesia, el convento y el bosque al mismo tiempo; por lo que los habitantes de Asís bajaron a todo correr para apagar el fuego, persuadidos de que todo estaba ardiendo. Al llegar y ver que no había tal fuego, entraron al interior y encontraron a San Francisco con Santa Clara y con todos los compañeros arrebatados en Dios por la fuerza de la contemplación, sentados en torno a aquella humilde mesa. Con lo cual se convencieron de que se trataba de un fuego divino y no material, encendido milagrosamente por Dios para manifestar y significar el fuego del amor divino en que se abrasaban las almas de aquellos santos hermanos y de aquellas santas monjas. Y se volvieron con el corazón lleno de consuelo y santamente edificados.
Al volver en sí, después de un largo rato, San Francisco y Santa Clara, junto con los demás, bien refocilados con el alimento espiritual, no se cuidaron mucho del manjar corporal. Y, terminado que hubieron la bendita refección, Santa Clara volvió bien acompañada a San Damián».
Empero, si Clara, en presencia de Francisco, manifestaba la debilidad propia de la mujer, que necesita consuelo y aliento, ante sus hijas era la madre revestida de fortaleza para defenderlas y protegerlas. La sangre de los antiguos guerreros que corría por sus venas quizá influía no poco en el temperamento de Clara.
De esta invencible fortaleza dio pruebas las dos veces que San Damián fue sitiado por el ejército de Federico II. Como este malicioso y astuto príncipe mantuviese guerra con el Papa, lanzó a los Estados de la Iglesia sus arqueros mahometanos, sobre los cuales no tenían ningún poder las excomuniones del Papa. Desde la cima de la fortaleza de Nocera, a corta distancia de Asís, aquellos sarracenos cayeron sobre el valle de Espoleto como «un enjambre de abejas» y fueron a embestir contra el convento de San Damián. La entrada de los musulmanes en el monasterio significaba para las Hermanas no sólo la muerte, sino también la más vergonzosa de las ignominias. Afligidas en extremo se acogieron en torno de Clara, quien en aquellos momentos se hallaba (lo que ocurría con frecuencia en sus últimos años) en cama postrada por gravísima enfermedad.
Mas ella, sin perder un momento la calma y el valor, se hizo trasladar a la puerta del convento, ofreciéndose la primera al peligro; mandó que le trajesen la cápsula de plata, encerrada en una caja de marfil, donde se reservaba el Santísimo, y cayó de rodillas delante de él, pidiendo amparo al cielo para sí y sus hijas. De repente oye que desde dentro del sagrado vaso sale una voz «como de niño» que le dice: «Yo os guardaré siempre», y en seguida, llena de fe y confianza, se alzó de la oración. El evento confirmó en el acto la promesa divina, porque en el mismo instante los sarracenos levantaron el sitio del monasterio y se fueron a otra parte a continuar su vandálica obra. En recuerdo de este suceso, acaecido en 1230, se representa con frecuencia a Clara con una custodia en la mano. Más tarde la leyenda exornó considerablemente el primitivo relato, según se ve aún hoy día en un fresco medio borrado que se venera en San Damián y que representa a Clara con el Santísimo avanzando resuelta al encuentro de los sarracenos, y a estos bajando precipitadamente las escalas y huyendo despavoridos. Cuatro años más tarde (junio de 1234), un milagro parecido impidió que las tropas de Federico, capitaneadas por Vital de Aversa, se apoderasen, no ya sólo de San Damián, sino de toda Asís, acontecimiento cuyo aniversario han celebrado siempre los asisienses como fiesta nacional.
También en otra circunstancia demostró Clara su ánimo resuelto y varonil. Cuando en 1220 llegó a Italia, procedente de Marruecos, la noticia de la muerte de los cinco primeros mártires franciscanos, la Santa quedó tan impresionada que resolvió ir ella también entre los infieles y recibir allí con sus hermanas la palma del martirio; y fue necesaria la prohibición expresa de Francisco para impedirle que llevara a cabo ese proyecto.
 

Pero en lo que se manifestó más enérgica e inflexible fue en la lucha que sostuvo durante años, incluso con el Papa mismo, para poder permanecer fiel a su voto de pobreza. Constantemente, su devoto amigo Hugolino, que llegó a ser papa en 1227 con el nombre de Gregorio IX, animado ciertamente de los mejores propósitos, se esforzaba en convencerla de que debía aceptar, para sí y su convento, algunos bienes temporales que les permitiesen vivir en calma y en paz, como lo hacían las religiosas de otras órdenes. Pero ella se opuso obstinadamente a todos esos esfuerzos. Por fin, cuando Gregorio IX llegó a decirle: «Si temes por el voto, Nos te desligamos del voto», ella replicó con santa intrepidez: «Santísimo padre, absolvedme de mis pecados, pero no de la obligación de seguir a nuestro Señor Jesucristo». Sólo dos días antes de morir tuvo Clara la gran alegría de obtener de Inocencio IV y a perpetuidad, para sí misma y para sus hermanas, el derecho de ser y permanecer siempre pobre.
Al revés de Francisco, y a pesar del extremado rigor de su vida, Clara estaba destinada a vivir larga vida: murió a los sesenta años, después de cuarenta y dos de vida monacal, la mayoría de los cuales estuvo afligida por el triste recuerdo, siempre fresco en su memoria, de la muerte de su seráfico maestro, acaecida en 1226. Cuando Francisco estaba ya para morir, tendido en su lecho, en su pobre celda de la Porciúncula, adonde acababa de hacerse trasladar presintiendo su fin, envió Clara un mensajero a decirle que deseaba mucho verle, ya que iba a ser la última vez, al cual contestó Francisco: «Ve a decirle a la hermana Clara que, por el momento, no es posible que ella venga acá; pero que se alegre, porque ni ella ni sus hijas morirán antes de haberme visto otra vez, y que tal vista las consolará en gran manera».
Pocos días después voló al cielo Francisco, y los habitantes de Asís bajaron a la Porciúncula para llevarse el sagrado cadáver, lo que hicieron en compañía de los frailes, en solemne procesión, en medio de himnos y cánticos de alabanza, con palmas y antorchas encendidas y al son de trompetas. Era una de esas mañanas en que el sol de octubre dibuja una neblina en el valle de Umbría con colores de violeta que se extienden por todo él como un mar sosegado y sin orillas. El devoto cortejo no tardó mucho en llegar al monasterio de San Damián, a cuyo frente se paró. Los portadores de la preciosa carga penetraron con ella en la iglesia, la colocaron junto a la reja de las hermanas y éstas pudieron así contemplar por última vez el rostro ya inanimado de su padre y maestro. Dice el Espejo de Perfección: «Removida la reja de hierro por donde las monjas solían comulgar y escuchar la palabra de Dios, los hermanos levantaron del ataúd el santo cuerpo y lo sostuvieron en sus brazos ante la ventanilla por buen espacio de tiempo, mientras la señora Clara y sus hermanas se consolaban con verlo, aunque llenas de pena y de lágrimas al verse privadas de los consuelos y exhortaciones de tan gran padre». Al contemplarlo, añade Celano, rompieron en continuos suspiros, en profundos gemidos del corazón y copiosas lágrimas, que inundaban todos los ámbitos de la pequeña iglesia y se contagiaron a todos los presentes, pues «era casi imposible que pudiera cesar el llanto cuando aquellos ángeles de paz tan amargamente lloraban».
 

Muchos años sobrevivió Clara a Francisco, durante los cuales nunca dejaron de visitarla los más íntimos amigos del Santo. León, Ángel, Junípero, iban a la continua donde ella a recrearse con su conversación y con los dulces recuerdos de su común maestro. Lo mismo hacía, aunque con menor frecuencia, Fray Gil, de quien solía decir Bernardo de Quintaval que permanecía constantemente encerrado en su celda como una virgen en su cámara. En una de esas visitas pasó en San Damián un caso que merece mencionarse por el espíritu franciscano que lo informa.
Coincidieron en San Damián el maestro Fray Alejandro de Hales y Fray Gil. Clara, a quien le gustaban los sermones doctos y bien hablados, le pidió a Alejandro que hablara para sus hermanas. Llevaba ya algún tiempo el doctor inglés predicando un sermón que, sin duda, rebosaba ciencia y erudición, y distaba, por ende, toto coelo de las sencillas pláticas que tantas veces había predicado Francisco desde aquella misma cátedra. De repente se levanta Fray Gil en medio de la iglesia y, con extrañeza de todos, exclama dirigiéndose al orador:
-- Cállate, maestro, que quiero predicar yo.
Y el maestro Alejandro se calló. Y el hermano Gil, sin cultura y sin complejos, pronunció unas cuantas frases férvidas y sabrosas. Luego le dijo al teólogo:
-- Hermano, completa ahora tu sermón.
Y el hermano teólogo retomó el hilo de su prédica hasta el fin. Y la hermana Clara, que había presenciado la inesperada escena con sus hermosos ojos abiertos por el gozo del asombro, dijo al final:
-- Ahora he visto cumplido el deseo de nuestro muy santo padre Francisco, el cual me dijo una vez: «Deseo ardientemente que mis hermanos clérigos lleguen a tanta humildad, que un maestro en teología interrumpa su sermón si un hermano sin letras le dice que quiere predicar». Os digo, hermanos y hermanas, que me ha causado este maestro más admiración que si le hubiera visto resucitar a un muerto.
Pero volvamos a nuestra historia. Por fin llegó para Clara el término de la mortal carrera. Veintiocho largos años había pasado entre los tormentos de crueles enfermedades, que en el otoño de 1252 pareció que iban a acabar con su santa existencia, no sin alguna pena de parte suya, por cuanto no había logrado aún el cumplimiento de su más íntimo anhelo: la confirmación decisiva y completa de su «privilegio de pobreza».
Por aquel tiempo volvió Inocencio IV a Italia procedente de Lyón en Francia, donde se había visto obligado a refugiarse huyendo de los ejércitos de Federico II. Muerto este emperador en Fiorenzuola en 1250, en septiembre de 1252 pudo ya el Papa establecerse tranquilamente en Perusa, y el Cardenal Rainaldo, sostén y defensor de las clarisas y futuro Alejandro IV, trasladarse a San Damián a administrar la comunión a la santa enferma, que aprovechó la ocasión para suplicarle con las más vivas instancias que le obtuviese del Papa dicho ansiado privilegio.
 

En el verano del año siguiente, 1253, vino a Asís el Papa en persona acompañado de toda su corte, y su primer cuidado fue visitar a Clara, que yacía postrada en el lecho del dolor. Ella al punto le pidió la bendición apostólica y la absolución de todos sus pecados, a lo que contestó suspirando el Pontífice: «¡Ojalá no tuviera yo más necesidad que tú de la indulgencia de Dios!» Cuando Inocencio se retiró, como aquel día había recibido la comunión, dijo Clara a sus hermanas, reunidas sobre su lecho: «Hijitas mías, alabad al Señor, ya que Cristo se ha dignado concederme hoy tales beneficios, que cielo y tierra no se bastarían para pagarlos. Hoy -prosiguió- he recibido al Altísimo y he merecido ver a su Vicario».
Desde aquel instante ya las monjas no se separaron más de la presencia de su madre. Su hermana Inés, que por treinta años rigiera el monasterio de Monticelli, cerca de Florencia, estaba también allí, arrodillada, sollozante, solícita. Pasaron días, y la enferma en el mismo estado. En dos semanas no pudo tomar ningún alimento, pero las fuerzas no le faltaban. El confesor la exhortaba a la paciencia, y ella respondía: «Desde que conocí la gracia de mi Señor Jesucristo por medio de aquel su siervo Francisco, ninguna pena me resultó molesta, ninguna penitencia gravosa, ninguna enfermedad difícil de soportar».
Después mandó rogar a sus amigos de la Porciúncula: León, Ángel y Junípero, que viniesen a leerle la historia de la Pasión del Señor; ellos acudieron en seguida. Y entonces fue cuando Fray Junípero le ofreció aquella mística provisión de «saetas de Dios», mientras León, arrodillado junto a su lecho, besaba lloroso el saco de pajas que le servía de colchón, y Ángel se esforzaba por consolar a las tristes y gemebundas hermanas.
De repente los interrumpió la enferma, diciendo quedamente a su alma: «¡Ve segura, porque llevas buena escolta para el viaje. Ve, porque aquel que te creó te santificó; y guardándote siempre, como la madre al hijo, te ha amado con amor tierno. Tú, Señor, seas bendito porque me creaste». Dicho esto, se calló y quedó inmóvil, con los ojos abiertos, como quien espera una respuesta. «¿Con quién hablas?», le pregunta una de las hermanas. «Con mi alma», contesta Clara en tono solemne, y luego añade: «¿Ves tú, ¡oh hija!, al Rey de la gloria, a quien estoy yo contemplando?»
Todos los ojos, arrasados en lágrimas, se fijan en la moribunda; pero ésta ya no ve a nadie; sólo mira hacia la puerta de la celda, y he aquí que de repente la puerta se abre, y Clara ve entrar por ella muchedumbre de vírgenes vestidas todas de blanco, ceñida de franjas doradas la frente luminosa; vienen a llevarse a su hermana a la nueva patria. Una de ellas sobresale entre todas por su hermosura y gentileza, y esparce por la modesta estancia tal resplandor, que con él fuera sombra el brillo del más claro día. La soberana Señora avanza radiante de belleza por entre las filas de sus compañeras hacia el lecho de la moribunda, se inclina hacia ella y la cubre con su manto de luz.


En el mismo instante y en los brazos maternales de la Reina del cielo vuela Clara hacia las moradas eternas. Los circunstantes no lo advirtieron sino cuando notaron el santo cuerpo yerto sobre el lecho, pero flexible y hermoso, y en sus manos la bula, fechada dos días antes, en que el Sumo Pontífice le concedía a ella y a sus hijas formal y definitivamente el derecho de vivir de todo en todo conforme al ideal franciscano. El convento de San Damián se conserva aún casi en el mismo estado en que lo habitaron Clara y sus compañeras: allí está el mismo estrecho coro en que ellas rezaban el divino oficio, con sus asientos de primitiva y tosca hechura, y en medio el apolillado facistol con su vetusto antifonario abierto en la fiesta del día. En otra parte se exhibe la campana de que Clara se servía para llamar a sus monjas a la oración; el cáliz en que bebía después de recibir el Santísimo Sacramento; el breviario de su uso, escrito de su puño y letra de Fray León, y un relicario que le había regalado el Papa Inocencio IV. Allí está también el mismo refectorio donde Gregorio IX fue comensal de Clara, y donde aquél mandó a ésta que bendijese los panes, y, como ella los iba bendiciendo, se dibujaba sobre ellos milagrosa cruz. Allí, por fin, después de visitar la pequeña y baja estancia donde habitó y murió la santa virgen, se pasa al que aún se llama «su jardín», que no es más que un estrecho terrazo plantado de flores y cercado de altos parapetos; pero a vueltas de su estrechez es un magnífico mirador, desde el cual se domina y contempla todo el opulento valle umbriano con sus ciudades y viñedos y olivares, con sus torcidos arroyuelos y blanquecinos senderos; desde allí se divisan perfectamente Rivotorto, Bettona y la Porciúncula.
El jardincito semeja un canastillo de flores. Cuenta la tradición que Clara no cultivaba en él sino tres clases de plantas: la azucena, símbolo de la pureza, la violeta, de la humildad, y la rosa, del amor a Dios y al prójimo.

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