Un día de abril de 1207, Pedro Bernardone estaba en su tienda detrás del mostrador. De repente llega a sus oídos una extraña algazara, voces de auxilio, gritos y carcajadas ruidosas; el estrépito crece y se acerca por instantes, hasta repercutir en la tienda; el mercader ordena a uno de sus dependientes que se asome para ver qué pasa; vuelve éste diciendo: «Es un loco, señor don Pedro; un loco perseguido por pilluelos y rapaces»; pero se detiene el empleado un poco a la puerta y, mejor informado, palidece: ¡acaba de reconocer al loco! Sale don Pedro de inmediato; se para en el umbral, mira hacia la turba azorado y ansioso y descubre entre la multitud alborotada a su propio hijo, a su caro Francisco, a su gentil primogénito, al objeto de sus más halagadores ensueños, de sus más hermosas y magníficas esperanzas. ¡Ahí viene Francisco vestido de andrajos, lívido, demacrado, desgreñado el cabello, marchitos los ojos, todo ensangrentado y sucio por las pedradas e inmundicias que le han arrojado en el camino los implacables pilletes que le acompañan!
¡Pobre Pedro, ahí viene tu Francisco, tu tesoro y orgullo, el báculo de tu vejez, el gozo y consuelo de tu vida! ¡Hele ahí, adonde le han traído esas malditas ideas que se le han metido en el cerebro!
Pedro Bernardone se siente desfallecer bajo el peso del dolor, de la vergüenza y de la cólera; porque los gritos y burlas, lejos de mermar, ahora se dirigen a él personalmente: «¡Oh Bernardone! ¡Aquí te traemos a tu hijo, tu lindo mozo, tu apuesto y famoso caballero! ¡Mírale como vuelve de la guerra de Apulia cubierto de gloria, desposado con una princesa y señor de la mitad de un reino!»
Don Pedro no puede más; entre la rabia y el dolor, que riñen tremenda batalla en el fondo de su pecho, opta por la primera y se lanza a la calle hecho un tigre de la selva, y para abrirse camino reparte a diestro y siniestro mojicones y puntapiés con tan desatada y poderosa furia, que el corro de maleantes que rodea a Francisco no tiene más remedio que retroceder, romperse y darle paso; él, sin proferir palabra, se apodera de su hijo, le levanta en sus robustos brazos y, jadeante y rabioso, vuela con él para adentro, le arroja en lóbrego aposento, cierra con llave la puerta y se vuelve a la tienda a reanudar la tarea. (Aquí, como en los capítulos I y V, he procurado desarrollar y completar escenas que los biógrafos narran con extremado laconismo. En general, hay que guardarse de tomar muy a la letra el retrato que ellos nos han legado del carácter de Pedro Bernardone, en que han andado severos en demasía: es lo que pasa siempre que se colocan enfrente dos tipos opuestos, de los cuales el uno encarna la perfección del idealismo, y el otro la vida común y prosaica, aunque legítima, de este bajo mundo).
El bueno de D. Pedro esperaba que con aquel encierro lograría poner término a las nuevas locuras de su hijo, y para más asegurar el éxito añadió al encierro un riguroso ayuno a pan y agua, que no podía menos que doblar la obstinación del preso, dada su antigua intemperancia y gula. En efecto, el mismo Francisco confesó años después muchas veces que, de joven, comía con frecuencia manjares exquisitos y bien condimentados, y se abstenía de los malos y sosos.
Pero los tiempos habían cambiado, y los gustos de Francisco también, y pronto iba a llegar éste hasta el extremo de mezclar ceniza a los manjares sabrosos, alegando, para disimular su penitencia, que «la hermana ceniza es casta».
Salió, pues, fallido D. Pedro en su esperanza. Pocos días después del suceso antes narrado, tuvo que hacer un nuevo viaje, y Pica, aprovechando su ausencia, bajó a la prisión a ver si obtenía de su hijo con ruegos y lágrimas lo que su marido no había logrado con castigos y rigores; pero halló al joven penitente tan firme como antes en su resolución, y aun gozoso de haber, por causa de ella, padecido aquel martirio. Francisco declaró terminantemente a su madre que por nada del mundo renunciaría a su nuevo método de vida, con lo que Pica abandonó su empresa y, además, dio libertad al inocente prisionero, quien al punto la aprovechó para correr a refugiarse a su querido retiro de San Damián, como vuela a su nido el pajarillo al desatarse el lazo con que le amarró la astucia del cazador.
Cuando Bernardone volvió de su viaje, halló desierta la prisión; pero, en vez de acudir a San Damián en busca del delincuente, resolvió perseguirle por la vía judicial; en consecuencia, pidió a los cónsules de la ciudad el desheredamiento y expatriación del hijo pródigo y, además, que se le obligase a entregarle todo el dinero que tuviera en su poder; porque para él era seguro que Pica, al darle la libertad, le había llenado de oro la bolsa, y, quizá, el dinero entregado al sacerdote de San Damián para la reparación de la iglesia no era todo el que había producido la venta de Foligno.
Pedro Bernardone era, al decir del cronista Mariano, reipublicae benefactor et previsor, uno de los principales bienhechores de la ciudad, y los cónsules no podían menos de acoger favorablemente su solicitud; y en efecto, despacharon a San Damián el heraldo de la ciudad con orden de traer a Francisco a la presencia del tribunal; a lo que nuestro joven se negó resueltamente, alegando que «por la gracia de Dios era ya un hombre libre y no estaba bajo la jurisdicción de los cónsules, porque era siervo del solo altísimo Dios», respuesta que Sabatier juzga inexplicable a menos de suponer que Francisco había recibido ya las órdenes menores, entrando de lleno en la vida religiosa, lo que le habría puesto en todo a disposición de la autoridad eclesiástica, eximiéndole de la acción del brazo secular.
Seguramente Bernardone se quedó en el palacio comunal esperando la vuelta del mensajero; pero pronto hubo de convencerse de que los cónsules se veían, bien a su pesar, obligados a inhibirse en aquel asunto. Él, sin embargo, lejos de cejar ante el fracaso con los cónsules, resolvió recurrir al jefe espiritual de la ciudad, y acto seguido se fue al palacio episcopal a interponer su demanda ante el Obispo, quien le dio lugar en el acto, citando a su presencia, para día y hora determinados, al padre y al hijo. No era difícil prever de parte de quién estarían las simpatías del Prelado, el cual ordenó a Francisco entregar a su padre todo el dinero que tuviese consigo; pero se dijo en términos que necesariamente hubieron de desplacer al comerciante, y fueron éstos: «Si tu intención irrevocable es consagrarte al servicio de Dios, debes comenzar por restituir a tu padre su dinero, que tal vez ha ganado por medios injustos y, en tal caso, no estaría bien emplearle en provecho de la Iglesia». Semejantes palabras, que escucharon numerosas personas venidas allí a presenciar el extraño proceso, no eran, por cierto, muy aptas para apaciguar al airado mercader, objeto de las escrutadoras miradas de los circunstantes. Francisco, sentado al lado del Obispo enfrente de su padre, ostentaba el más rico de sus trajes. Entonces acaeció uno de los hechos más admirables que registran los anales eclesiásticos, un suceso nunca visto antes ni después y que durante siglos ha sido tema inagotable de inspiración para la pintura, la poesía y la elocuencia cristiana. Francisco se levanta, tranquilo al parecer, pero en realidad presa de intensa emoción que se revela en el brillo juvenil de su mirada, y dirigiéndose al Obispo, le dice:
«Señor, yo voy a entregar a mi padre, no sólo el dinero suyo que tengo, sino todos los vestidos que me ha dado». Dicho esto, y antes que ninguno de los circunstantes se diese cuenta de su intención, se entró en la pieza contigua, de donde volvió un momento después completamente desnudo, ceñidos los lomos con un cinto de pelo, y trayendo en el brazo los vestidos que había llevado puestos. Todos los asistentes, como movidos por un mismo invisible resorte, se pusieron de pie. Bernardone y su hijo se miraron un instante sin hablarse. De pronto Francisco rompe el silencio y, con voz trémula pero segura, fijos los ojos en un objeto lejano, exclamó: «¡Oíd todos lo que voy a decir! Hasta hoy he llamado padre mío a Pedro Bernardone; ahora le devuelvo todo su dinero y hasta los vestidos que me cubren, y, en adelante, en vez de ¡mi padre Bernardone!, diré: ¡Padre nuestro que estás en los cielos!».
Acto continuo se inclinó para depositar a los pies de su padre sus vestidos junto con una pequeña cantidad de oro que aún conservaba. Todos los presentes lloraban dominados de profunda emoción, incluso el Obispo; sólo Bernardone estuvo impasible; y en acabando de hablar su hijo, se inclinó también fríamente a recoger las prendas que éste le entregaba, y rugiendo de cólera se marchó sin articular palabra. Entonces el Obispo se adelantó hacia el joven y, extendiendo su manteo, le cubrió la desnudez, no sin apretarle cariñosamente contra su pecho. Desde aquel momento quedaron ampliamente satisfechos los anhelos de Francisco de ser hijo de la Iglesia y verdadero siervo de Dios.
Terminada la conmovedora escena, solo ya Francisco con el Obispo, pensó éste en buscarle otros vestidos; había por allí un manto viejo, propiedad del hortelano, y se lo dio; lo aceptó Francisco rebosando gozo, y antes de vestírselo dibujó en él con tiza una gran cruz, para cumplir más a la letra el consejo evangélico de dejarlo todo, tomar la cruz y seguir a Jesucristo. Era el mes de abril de 1207.
El mes de abril es en Umbría lo que en nuestros países, más fríos [el autor es danés], el mes de mayo, y aun como el de junio. Los días son claros y brillantes, el cielo azul y alegre, la atmósfera fresca y salubre, purificada como está por los chubascos del invierno; todavía no hay mucha tierra en los caminos y se puede transitar por ellos a pie sin el menor inconveniente; las campiñas se muestran plateadas por los olivares y, en los trechos que éstos dejan libres, cubiertas de verdes y lozanos trigales, bastante crecidos ya y esmaltados de innumerables encendidas amapolas. Abril es, sin disputa, la estación más hermosa en toda Italia, y nada tiene que ver con ella el abrasado y malsano otoño.
En una de esas doradas mañanas de abril fue, pues, cuando el hijo de Pedro Bernardone salió del palacio episcopal de su ciudad, vestido con deshechos de jardinero, a recorrer el mundo, hecho uno de esos «extranjeros y peregrinos» de que nos habla la santa Escritura.
La vida del hombre no es más que el producto de sus íntimos anhelos. Francisco es una prueba de esta verdad: a despecho de tantos y tan poderosos obstáculos, vino a alcanzar lo que por tanto tiempo había deseado, lo que había buscado en Roma, lo que con tan vivas ansias había pedido a Dios en la soledad de las grutas umbrianas: la facultad de seguir, en desnudez y dolor, a Jesucristo desnudo y dolorido. Alejóse, pues, de la patria de su infancia y de su juventud, de sus padres, de sus amigos y compañeros, volviendo las espaldas al pasado, a todos sus halagüeños recuerdos, y se marchó de Asís, mas no ya, como antes, a la iglesia de San Damián ni a la capilla de la Porciúncula.
Hay instantes en la vida en que el hombre anhela los más grandiosos espectáculos de la naturaleza, y sólo le satisfacen el mar y las montañas. Francisco salió de Asís por la puerta que da a la falda del Subasio y tomó el camino que sube a la montaña y no paró ni miró hacia atrás hasta que perdió de vista los techos y torres de la ciudad y se halló en la cumbre bajo el bosque de encinas que la sombrea, aun inexplorado, o entre las abruptas rocas que le sirven de salvaje corona: sin duda, iba revolviendo en su mente la sentencia evangélica que prohíbe levantar la mano del arado en que se ha puesto y mirar hacia atrás, so pena de no merecer el reino de los cielos.
Dilatado, grandioso horizonte se domina desde aquella altura, como desde la navecilla de un globo aerostático: el valle de Espoleto con sus sendas blanquecinas, sus caprichosos arroyos como cintas de bruñida plata, sus extensos campos invariablemente sembrados de olivares, sus iglesias y casas que semejan juguetes de niños; los montes que, mirados desde el valle y aún desde Asís, se ven limitar el horizonte, desde allá arriba se abaten y dejan pasar la mirada hacia otros más altos, de un azul pálido y lejano, que son los Apeninos. Francisco se encaminó hacia la parte de Gubbio, ciudad que, en línea recta, no dista de Asís más de cuatro o cinco leguas, y donde moraba un amigo de su primera juventud, el mismo tal vez que en otro tiempo solía acompañarle a la gruta en que había encontrado su tesoro. No poco trabajo le costó, como era natural, trepar la montaña, y así fue como, antes que él franqueara la escarpada y montañosa cresta que separa Asís de Valfabbrica, ya el sol declinaba al ocaso. Así y todo, Francisco iba en extremo alegre y entonando, en rimas francesas, como solía hacer en sus momentos felices, jubilosos cantares a la gloria de Dios.
De repente oye un extraño rumor, como de ramaje que se quiebra, entre los árboles del bosque: era una horda de bandidos que, saliendo de su escondite, se echaron sobre el joven peregrino y, profiriendo amenazas, le preguntaron quién era; a lo que Francisco contestó sin intimidarse: «Soy el heraldo del gran Rey». Raro debió de parecer a los malhechores este heraldo real cubierto de haraposo manto y con una cruz hecha con tiza en las espaldas; pero resolvieron dejarle sin hacerle daño; aunque luego modificaron un tanto su propósito y, para probarle que sólo al favor de ellos debía su libertad, le agarraron de brazos y piernas y le arrojaron en un bajo lleno de nieve, diciéndole: «Tente ahí, imbécil rústico, heraldo famoso».
Francisco logró con gran dificultad levantarse de la nieve, pero, tan pronto como lo consiguió, tornó a sus alegres y devotos cantares y emprendió de nuevo su camino a través de la montaña.
A poco dio con un pequeño convento de benedictinos, donde le dieron hospedaje a condición de que se ocupara en ayudar al hermano cocinero, lo que aceptó gustoso, y desempeñó tan humilde oficio por algún tiempo con la esperanza de merecer por este medio un hábito de monje, auque fuera raído y jubilado. Empero, todo lo más que se granjeó con su servicio fue la comida, y muy pronto hubo de continuar su viaje a Gubbio, «impelido no por la cólera -dice su primer biógrafo-, sino por la necesidad». Es más que probable que, andando los años y cuando Francisco se hizo ya célebre, el superior de dicho convento vino donde él a darle satisfacciones por aquel desaire; pero también es seguro que jamás habría pensado en dárselas si Francisco no hubiera sido el personaje que fue, no obstante que la regla de San Benito ordena «que se trate a los huéspedes como al mismo Jesucristo».
Llegando a Gubbio, encontró a su amigo, quien le proporcionó el vestido que deseaba, que no era otro que el que usaban entonces los ermitaños, con un cinturón para los lomos, sandalias y un bastón. Su amigo, por lo demás, no debió de hacerle ningún otro servicio, puesto que, según refieren los biógrafos, Francisco pasó su estancia en Gubbio sirviendo en un hospital de leprosos, a quienes lavaba los pies, curaba las llagas y limpiaba las úlceras, besándoles a menudo los miembros putrefactos.
Pero Francisco no podía olvidar un solo instante su compromiso contraído con Dios de reparar la iglesia de San Damián, y se apresuró a cumplirlo. Es creíble que durante su ausencia se esparcieran por la vecindad de Asís graves rumores acerca de su persona, pues el sacerdote de San Damián no parece haberse alegrado gran cosa al verle tornar, y Francisco tuvo que probar que tenía autorización del Obispo para la obra que iba a acometer.
Una dificultad se le presentó en la cual acaso no había reparado aún: ¿de dónde iba a sacar dinero para la reparación de la iglesia? Porque las piedras, la cal y otras cosas que necesitaba no era fácil hallarlas gratuitamente.
Afortunadamente, no había olvidado las únicas cualidades que había adquirido en sus tiempos de juglar y trovador, y resolvió ponerlas ahora a contribución. Un buen día se fue al mercado de Asís, donde, trepado sobre una piedra, se puso a cantar delante de la multitud agrupada en torno suyo, haciendo el papel de músico vagabundo. Terminado su canto, se bajó de la piedra y empezó a pedir limosna a los circunstantes, diciendo en voz alta: «El que me dé una piedra recibirá del cielo una recompensa; el que me dé dos piedras recibirá dos recompensas, y el que me dé tres piedras, tres recompensas recibirá». Unos se mofaron de su talante y mendicación, sin que él se agraviara por ello; otros, al ver la prístina vanidad mundana de Francisco trocada en tan ferviente amor de Dios, derramaban lágrimas de ternura y edificación.
Lo cierto es que, gracias a este ingenioso ardid, Francisco logró reunir una buena cantidad de piedras, que después transportó él mismo sobre sus hombros a San Damián. Él solo quiso también ejecutar el trabajo de albañilería. Cuando alguien pasaba por el camino y, al verle trabajar cantando en francés, se paraba a contemplarle, él le decía: «Mejor será que vengas a ayudarme a reconstruir la iglesia del glorioso San Damián».
Tan generoso espíritu de sacrificio y de celo no pudo menos de captarle la voluntad del anciano sacerdote, quien, para demostrar a Francisco su reconocimiento, empezó a agasajarle y regalarle hasta donde se lo permitía su pobreza. Durante algún tiempo no se le planteó a Francisco dificultad alguna notable; pero luego le asaltó la idea de preguntarse a sí mismo si siempre y en todas partes iría a encontrar tan benévola hospitalidad, como la que le dispensaba el anciano cura de San Damián. «Esto -se dijo en son de reproche- no es vivir como pobre, que es todo mi deseo; no, un verdadero pobre va de puerta en puerta mendigando, escudilla en mano, su cotidiano sustento y recibiendo lo que las gentes se dignan alargarle; y eso tengo yo que hacer en adelante».
Al día siguiente, tan pronto como sonó en la ciudad la campana del mediodía y la hora en que todos los ciudadanos se sentaban a la mesa, salió Francisco con su escudilla a pedir limosna por las calles. Llamó a todas las puertas del trayecto; ninguna pasó por alto; en casi todas las casas le dieron algo: aquí dos o tres cucharadas de sopa, allí un hueso no enteramente despojado aún de su carne, más allá un pedazo de pan o un poco de ensalada, etc. Terminada la excursión, se encaminó Francisco a su residencia con la escudilla llena de una mezcla informe de viandas varias, más propia para provocar náuseas que para excitar el apetito. Sentóse al pie de una escalera y allí se estuvo largo rato luchando con la repugnancia que le causaba la sola vista de aquella nauseabunda mezcolanza, hasta que, por fin, triunfó del asco y, cerrando los ojos, tomó valientemente el primer bocado.
Esta aventura fue una repetición de la del leproso. No bien hubo Francisco gustado la repugnante vianda, sintió que el gozo del Espíritu Santo le henchía el corazón, pareciéndole que nunca en su vida había saboreado manjares más exquisitos. En vista de lo cual se volvió a San Damián y anunció al sacerdote que en adelante correría de su cuenta su propia alimentación.
Desde aquel momento el hijo de Pedro Bernardone entró de lleno a formar parte del gremio de los mendigos, asestando así el último y más terrible golpe al amor propio del irascible mercader, quien ya no pudo nunca más ver a su hijo sin encenderse en cólera y estallar en desaforadas imprecaciones, que el santo joven, con todo su heroísmo, no debió de escuchar con la indiferencia que acaso deseara, cuando se vio obligado a buscar la compañía de otro pordiosero, llamado Alberto. Cuando ambos topaban con Bernardone, Francisco se arrodillaba delante de su amigo y le decía: «Bendíceme padre mío», y luego vuelto a aquél: «Ya ves cómo Dios me ha dado un padre que me bendiga cuando tú me maldices».
Francisco tenía un hermano menor llamado Ángel, el cual quiso también hacer coro con los burladores del heroico mendigo. Porque fue así que, estando éste una fría mañana de invierno oyendo misa en una iglesia de Asís, dijo aquél a un amigo que le acompañaba, y en tono que su hermano pudiese oír: «Pregúntale a Francisco si quiere vendernos un poco de sudor». A lo que nuestro joven contestó al punto en la lengua francesa: «Mis sudores los tengo ya vendidos, y a buen precio, a mi Maestro y Señor».
Entre tanto, el trabajo en San Damián avanzaba rápidamente, porque la verdad era que se trataba de una simple reparación más que de una reconstrucción propiamente dicha. Cuando la obra estuvo terminada, Francisco quiso coronarla obsequiando al sacerdote con una cantidad considerable de aceite para las lámparas de la pequeña iglesia, sobre todo para la que ardía delante del Santísimo Sacramento. A fin de procurarse dicho aceite recurrió de nuevo a la caridad pública, saliendo a pedirlo de puerta en puerta.
Esta vez le sucedió un caso que estuvo a punto de echar al través su conversión; y fue que, pasando frente a la casa de uno de sus antiguos amigos, donde se celebraba entonces un suntuoso festín, súbitamente acudieron a su memoria las alegrías de su juventud, poniendo a espantosa prueba toda la firmeza y sinceridad de sus nuevas convicciones: él, que con tanta valentía triunfara de la rabiosa oposición de su padre y de la crueldad de los bandidos del monte Subasio, se halló aquí a un paso de la derrota, corrido de vergüenza en presencia de su antiguo compañero.
Probablemente Francisco se hallaba entonces en uno de esos momentos de crisis, fugaces pero terribles, que bien conocen los convertidos y en los cuales reviven en formas seductoras todas las ventajas y goces que se han abandonado, presentándose como cosas muy naturales y legítimas y como las más dignas de ocupar el corazón humano, en tanto que las nuevas pierden su brillo y su bondad y aparecen viles y sosas, puro artificio y convencionalismo, refractarias a toda asimilación racional, por mucho empeño que se gaste en practicarlas.
¿Tal vez el hábito del ermitaño que, desde hacía tiempo llevaba, y de ordinario con tanta resolución y alegría, le pareció ahora mero antojo veleidoso y ridículo, más propio de un miserable histrión que de un hombre de bien? ¿Acaso experimentó como un vago sentimiento de su presente vileza y le pareció ser ahora más despreciable que antes, cuando se entregaba a los transportes de juvenil entusiasmo, lujosamente vestido, en medio de tantos regocijados juglares?
Afortunadamente aquella lucha duró sólo breves instantes. Dice la leyenda que Francisco alcanzó a dar algunos pasos atrás, huyendo de la casa del festín; pero luego, avergonzado de su cobardía, volvió donde sus amigos a confesarla franca y humildemente, y en seguida les pidió, por amor de Dios, una limosna de aceite para las lámparas de San Damián.
Terminada aquella obra, Francisco, que no quería estar un momento ocioso, emprendió otra reparación: la de la iglesia de San Pedro, que se halla ahora como incrustada en los muros de Asís, y en aquel entonces estaba algo distante de ellos.
Finalmente, el joven albañil emprendió la reconstrucción de otra capilla de campo, llamada Porciúncula o Santa María de los Angeles, a la que solía también retirarse a llorar los padecimientos de Jesucristo y en cuyas cercanías fijó por mucho tiempo su habitación.
Según la leyenda, esta pequeña iglesia había sido edificada el año 352 por unos peregrinos que venían de vuelta de Tierra Santa. En tiempo de Francisco, pertenecía, lo mismo que San Damián, a la abadía benedictina del monte Subasio.
Sin duda alguna, Francisco seguía aún en la creencia de que su ocupación iba a consistir sólo en edificar iglesias. Más tarde, el año 1213, construyó otra entre Sangemini y Porcaria, dedicada a la Santísima Virgen, y en 1216 cooperó eficazmente a la restauración de Santa María del Obispado de Asís. Como todas las almas verdaderamente humildes, sabía bien que lo importante en el camino de la santidad no es lo que se hace, sino la manera como se hace. Sentíase grandemente atraído hacia lo que, siglos después, cantó el poeta Verlaine: la vida humilde empleada en trabajos engorrosos, aunque fáciles; vida que, en fuerza de su misma insignificancia, mezquindad y deslucimiento, requiere, para ser llevada, un grande amor a Dios y una extraordinaria aptitud para hacer en todo su voluntad.
Francisco era de esos caracteres enérgicos al par que alegres, que son los únicos capaces de arrostrar el género de vida que a él se le antojaba que le iba a absorber toda la existencia terrena: durante el día, el trabajo manual; por la noche, la oración en la paz de las soledades; por la mañana, la misa y la comunión en alguna de las capillas o iglesias de que estaban sembrados los caminos y aun los recodos de las montañas.
Porque, sin duda alguna, la misa, ese sacrificio litúrgico, renovación y memoria de los padecimientos y de la muerte de Jesucristo, era ya para Francisco uno de los puntos esenciales de la vida que había abrazado. Lo prueban las siguientes palabras de su Testamento, que no pueden menos de referirse a los primeros años de su conversión: «Nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre... Y quiero que estos santísimos misterios sean sobre todas las cosas honrados y venerados».
En una de sus más antiguas Amonestaciones a los frailes de su Orden leemos también: «De donde todos los que vieron al Señor Jesús según la humanidad, y no vieron y creyeron según el espíritu y la divinidad que él era el verdadero Hijo de Dios, se condenaron. Así también ahora, todos los que ven el sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por mano del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven y creen, según el espíritu y la divinidad, que sea verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, se condenan». En la Carta a los fieles dice también: «Y sepamos todos firmemente que nadie puede salvarse sino por las santas palabras y por la sangre de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos dicen», a saber, las de la consagración. Y en otro lugar de la misma Carta, la fe en el sacramento de la Eucaristía y su recepción se declaran signos distintivos del hombre de bien.
En los comienzos del siglo XIII no era costumbre general que cada sacerdote católico dijese misa todos los días, sino los domingos y fiestas y cuando alguien lo pedía expresamente. Pero nuestro joven gastaba suma diligencia en buscar ocasiones de poder asistir al santo sacrificio; por lo cual el sacerdote de San Damián, deseando complacerle, solía bajar a menudo al rayar el alba a la capilla de la Porciúncula, recién restaurada, a celebrar con él los divinos oficios.
Todo el que ha vivido algún tiempo en Italia, participando de la vida religiosa del pueblo, sabe bien cuán santo atractivo tienen estas misas matinales. ¡Cuán honda y dulce impresión experimenta uno a esa hora, en que apunta el crepúsculo, mezclado al resplandor de la luna en su ocaso, o al de una que otra grande estrella visible todavía por encima de los lejanos montes, al penetrar en la campesina iglesia, donde los cirios proyectan ya su modesta lumbre sobre el retablo del altar, y el sacerdote, envuelto en su blanca vestidura, de pie cabe las gradas, santiguándose grave y devotamente, con voz baja, pero distinta y clara, empieza las oraciones de la misa con el rezo del admirable salmo 42 del Real Profeta! Y el monaguillo acude luego con sus respuestas, y el sacerdote prosigue rápido, aunque no precipitado, sus lecturas y movimientos litúrgicos en medio del silencio y de la majestuosa obscuridad de la iglesia, hasta que llega al instante supremo en que salen de sus labios las misteriosas palabras: Hoc est enim corpus meum... Hic est enim calix sanguinis mei: «Porque esto es mi Cuerpo... Porque éste es el cáliz de mi Sangre»; y mientras la campanilla redobla sus tañidos, he aquí que se levantan, por encima de las inclinadas cabezas de los fieles, la blanca hostia y el cáliz de oro, en que va ya el cuerpo y la sangre de Cristo, del Cordero de Dios que borra todos los pecados del mundo, traído allí por la palabra omnipotente de su ungido.
¡Momento solemne, en que nos sentimos levantar sobre nuestra propia miseria, en alas de la fe, de la esperanza y del deseo de amar a Dios eternamente, de cumplir siempre su voluntad, de servir sólo a Él, de no adorar nunca más los dioses falsos!...
En una de esas misas matutinas de su capillita de la Porciúncula fue donde, un día de febrero de 1209, oyó Francisco recitar un pasaje del Evangelio que le pareció nueva orden intimada a él por el Señor, más explícita que las palabras que dos años antes había escuchado en la iglesia de San Damián. Era la fiesta del apóstol S. Matías (24 de febrero), en cuya misa el anciano sacerdote, amigo de Francisco, leyó el siguiente evangelio:
«Id y proclamad que el Reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis. No llevéis en la faja oro, ni plata, ni calderilla; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento. Cuando entréis en un pueblo o aldea, averiguad quién hay allí de confianza y quedaos en su casa hasta que os vayáis. Al entrar en una casa, saludad primero diciendo: ¡Paz a esta casa! Y si la casa se lo merece, la paz que le deseáis vendrá a ella. Si no se lo merece, la paz volverá a vosotros».
Siempre que Francisco recordaba esta misa de S. Matías en la iglesia de la Porciúncula, si se hallaba también oyendo misa, tomaba la lectura del evangelio por verdadera revelación de lo alto. Por eso vino a decir en su Testamento: «El Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio... El Señor me reveló que dijésemos el saludo: El Señor te dé la paz».
Los biógrafos cuentan que, cuando Francisco oyó las referidas palabras evangélicas, en acabando de explicárselas el sacerdote, exclamó entusiasmado: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica». Por medio de una verdadera revelación acababa de aprender lo que Dios exige de los que entran de lleno en su escuela, decididos a pertenecerle íntegramente, a sacrificarse por Él, a no servir a otro que a Él; en una palabra, Francisco comprendió que debía ser apóstol, es decir, un varón despojado de todo lo superfluo, libre de todo cuidado temporal, ajeno a todo humano interés y pronto a recorrer el mundo llevando a las gentes el soberano mensaje: «Convertíos, porque se acerca el Reino de los cielos».
Así, en adelante, el Francisco restaurador de iglesias, el Francisco ermitaño se va a convertir en apóstol y evangelista, en nuncio del Evangelio de la conversión y de la paz. Al salir, pues, de la iglesia, se quitó los zapatos, arrojó el bastón y se despojó del manto que aún llevaba para defenderse del frío, reemplazó el cinturón por una tosca cuerda, se vistió un saco de sayal gris, semejante al que usaban los campesinos de la región y que remataba en una como capucha que cubría la cabeza, así se encontró listo y apercibido para recorrer el mundo a pie desnudo, como hicieron los apóstoles, llevando la paz del Señor a todos los que la desearan.
J. Joergensen
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