Francisco tenía entonces veintidós años. Era el mayor de los hijos de uno de los hombres más opulentos de Asís, el comerciante Pedro Bernardone.
No era esta familia originaria de Asís; porque Bernardone, el padre de Pedro, procedía de Lucca, donde era miembro de una boyante familia de tejedores y mercaderes de géneros, los Moriconi. La madre, doña Pica, era aún de más lejano origen; su cuna se había mecido en la hermosa Provenza, la región de las poéticas leyendas.
Allá la había conocido don Pedro, probablemente en uno de sus viajes mercantiles; de allá la trajo, en calidad de prometida, a la pequeña ciudad italiana asentada sobre la falda del monte Subasio.
Asís es una de las ciudades más antiguas de Italia. Tolomeo la menciona con el nombre de Assision; en ella nació el poeta Propercio, 46 años antes de Jesucristo. Le llevó la luz del cristianismo S. Crispólito, o Crispoldo, discípulo inmediato, según la leyenda, del apóstol S. Pedro, lo mismo que S. Bricio, obispo de Espoleto, de quien se dice que, por orden del príncipe de los apóstoles, consagró a Crispoldo obispo de Vettona (hoy Bettona) el año 58 de nuestra era, confiándole la dirección espiritual de todo el distrito comprendido entre Foligno al sur y Nocera al norte. Sea de esto lo que fuere, parece cierto que Crispoldo padeció martirio en la persecución de Domiciano. Igual suerte corrieron más tarde otros tres misioneros de la Umbría: los santos Victorino ( 240), Sabino ( 303) y Rufino, que fue el principal apóstol de Asís (AF III, p. 226, n. 1)
En honor de este último santo se construyó en Asís, hacia la mitad del siglo XII y según diseño de Juan de Gubbio, la hermosa basílica, de estilo romano, de San Rufino, y, luego de terminada su fábrica, la hicieron catedral de la ciudad en reemplazo de la antigua llamada Santa María del Vescovato, situada un poco más abajo de la residencia episcopal.
En esta antigua iglesia catedral de San Rufino existe aún hoy la fuente bautismal, de estilo también romano, donde, un día (quieren decir que el 26) de septiembre del año 1182, el hijo primogénito de D. Pedro y Da Pica recibió el santo bautismo.
Una tradición que no se remonta más allá del siglo XV nos cuenta que, habiendo llegado Pica a sentir los primeros síntomas del embarazo, fue presa de agudos dolores que se prolongaron por mucho tiempo, sin que ningún cuidado ni remedio fuera parte a facilitar el anhelado alumbramiento; hasta que un día llamó a la puerta de su casa un peregrino, quien dijo a la sirvienta que salió a recibirle que la señora no se vería libre de su aprieto mientras no la trasladasen de su cómodo aposento al establo de la casa, reemplazando el mullido lecho en que yacía por las pajas destinadas a los animales. Puesto en práctica sin tardanza el consejo, la enferma exhaló el angustiado grito del parto, dando a luz con toda felicidad un hijo, cuya primera cuna fue, por consiguiente, lo mismo que la del Salvador, un haz de pajas en humilde establo.
Bartolomé de Pisa escribió a fines del siglo XIV su Liber Conformitatum (Libro de las Conformidades), encaminado todo a consignar las semejanzas entre San Francisco y Jesucristo; en el cual libro no hace la menor mención de esta historia, siendo así que entraba tan de lleno en el plan y objeto de su obra. Pero Benozzo Gozzoli pintó, en el muro de la iglesia de San Francisco de Montefalco el año 1452, el nacimiento del Santo en el referido establo. Sedulio, autor de una Historia Seraphica impresa en Amberes en 1613 cuenta que él mismo vio en Asís dicho establo transformado definitivamente en capilla.
Esta capilla existe aún con el nombre de San Francesco il Piccolo (el pequeño San Francisco), y sobre el dintel de su puerta de entrada se lee esta inscripción:
Hoc oratorium fuit bovis et asini stabulum,
In quo natus est Franciscus, mundi speculum.
«Este oratorio fue establo de bueyes y asnos, donde nació Francisco, espejo del mundo».
Dicha capilla está a corta distancia del solar que ocupaba la casa paterna de San Francisco y en el que se levantó en el siglo XVII la llamada Chiesa Nuova, modelo perfecto del estilo barroco. Los Bolandistas suponen que la capilla fuese parte de la casa de Pedro Bernardone; que Francisco nació allí en efecto, pero que en seguida, durante la infancia del santo, la familia dejó de ocupar aquel sitio. Posible es también que la leyenda deba su origen sencillamente al origen de la capilla: «el pequeño San Francisco».
Tan legendaria como esta tradición del nacimiento en el establo, es otra que nos ha conservado Wadingo, según la cual el mismo peregrino que aconsejó la traslación de la enferma a las pajas se presentó en la catedral en el momento del bautismo del infante y le tuvo en la pila. En la iglesia de San Rufino se conserva aún hoy día una piedra en que se ven grabadas dos huellas como de pies, y el sacristán no se descuida en advertir al visitante, mostrándole dicha piedra, que allí fue donde, durante el bautizo de Francisco, estuvo de pie el peregrino, o más bien dicho, el ángel que, bajo forma de tal, asistió a la ceremonia.
El núcleo alrededor del cual se formaron estas leyendas es, sin género de duda, cierto relato que se encuentra ya en un manuscrito antiguo de la Leyenda de los Tres Compañeros.
Refiere el manuscrito que, verificado el bautismo del recién nacido, al volver de la iglesia la comitiva, un peregrino llegó a tocar a la puerta de la casa, manifestando deseos de ver al infante. La criada que acudió al llamado se negó, naturalmente, a satisfacer tal deseo; pero el desconocido replicó que no se marcharía sin ver al niño. Don Pedro no estaba a la sazón en casa, y la sirvienta tuvo que llevar a la señora misma el recado del extranjero, y de ella recibió, con gran estupefacción, la orden de llevar el niño a la puerta, donde aguardaba el extraño personaje, quien al recibirle en sus brazos, como en otro tiempo hiciera con el infante Jesús el anciano Simeón, exclamó: «Hoy han nacido dos niños en esta misma calle; el uno, que es éste que tengo en mis brazos, será uno de los mejores hombres del mundo; y el otro, uno de los más perversos» (TC 2, nota).
Bartolomé de Pisa añade que el peregrino estampó la señal de la cruz en la espalda izquierda del infante y en seguida recomendó a la nodriza que le cuidase con sumo esmero, porque el diablo pondría a contribución todas sus artes para adueñarse de él. Dicho esto, desapareció, y nadie volvió a verle jamás.
El primogénito de D. Pedro Bernardone recibió en el bautizo el nombre de Juan. Bernardone se hallaba a la sazón en Francia, y a la vuelta plúgole cambiar de nombre a su hijo, llamándole Francisco. Este sobrenombre, si raro, no era entonces absolutamente inusitado; que tal se llamaba (Via Francesca) un camino que, arrancando de la iglesia de San Salvador de los muros (hoy casa Gualdi), conducía hacia la parte occidental de la ciudad y remataba cerca de San Damián. Este camino se menciona con dicho nombre en una bula firmada por el Papa Inocencio III el 26 de mayo de 1198, es decir cuando Francisco tenía 15 años de edad y no era aún posible que hubiese hecho méritos bastantes para que su nombre se pusiese a una vía pública.
Varias hipótesis se han excogitado para explicar el susodicho cambio introducido por Bernardone en el nombre de su hijo. Unos le asignan por causa el afecto que el comerciante profesaba a Francia, patria de su mujer y teatro de sus excursiones mercantiles; deseaba naturalmente que su hijo saliese todo un francés; que lo fuese de nombre ya que lo era de origen. Pudo ser también que Pedro, como desaprobando la elección de nombre hecha por su mujer, quisiese enmendarla de esa manera, por cuanto S. Buenaventura dice expresamente que fue doña Pica quien escogió el nombre de Juan. «Y fue no un Juan Bautista vestido de lana de camello, sino un elegante, discreto y amable francés». Nada tiene de inaceptable esta suposición si se da por cierto que fue el padre quien hizo el cambio.
Pero otros aseguran que el hijo de Bernardone no recibió el nombre de Francisco sino mucho después, siendo ya adolescente, a causa del uso que hacía de la lengua francesa, aunque, por otra parte, consta que nunca llegó a hablar francés con entera corrección.
En todo caso, nuestro joven debe haberse familiarizado con esta lengua desde su infancia. En edad temprana aprendió también el latín. Esta parte de su educación fue confiada a los sacerdotes de la iglesia de San Jorge, vecina a la casa del mercader. (La iglesia de San Jorge estaba donde hoy está Santa Clara. De ésta a la Chiesa Nuova, edificada sobre el solar que ocupaba la casa de Francisco, hay muy corta distancia).
El primer biógrafo del santo, Tomás de Celano, pinta un cuadro harto poco edificante, de la educación de los niños en aquella época; porque dice que apenas dejaban el regazo materno, daban en manos de compañeros de más edad, que les enseñaban no sólo a hablar, sino a hacer cosas inconvenientes, y añade que, por puro respeto humano, ninguno se atrevía a conducirse honestamente. Dicho se está con esto que de tan malos principios no se podían esperar buenos resultados; a una infancia corrompida tenía, por fuerza, que suceder una juventud envuelta en desórdenes. Para semejantes mancebos el cristianismo tenía que reducirse a un puro nombre, y toda su ambición se cifraba en aparecer peores de lo que eran en realidad.
Pero Tomás de Celano era poeta y retórico, y no sabemos a punto fijo qué valor atribuir a estas afirmaciones suyas. Acaso ellas no se refieren más que a lo que él había visto en el país donde pasó su infancia, Celano, pequeña ciudad de los Abruzos. Por lo demás, de los otros biógrafos antiguos, el único que trae semejante cosa es Julián de Espira, y no hace más que copiar a Celano.
Como aún hoy día es costumbre en Italia, Francisco empezó muy temprano a ayudar a su padre en los quehaceres de su tienda. Bien pronto descubrió maravillosas aptitudes para el comercio, mostrándose, al decir del citado Espira, «más ducho y ávido que su padre». Era, pues, todo un comerciante hecho y derecho. Faltábale, sin embargo, una cualidad esencial a todo individuo de su oficio: la economía. Francisco era extremadamente pródigo.
Para penetrar las causas de esta prodigalidad es menester hacerse cargo del tiempo en que se desarrolló la adolescencia del hijo del mercader de Asís.
Eran los fines del siglo XII y principios del XIII, o en otros términos, la edad de oro de la caballería. La Europa entera soñaba entonces con la vida caballeresca de las cortes provenzales y de los reyes normandos de Sicilia. En Italia las pequeñas cortes de Este, de Verona y de Montferrato rivalizaban con las repúblicas de Milán y de Florencia a ver quien organizaba más espléndidos torneos y justas. Los más ilustres trovadores franceses, Raimbaud de Vaqueiras, Pedro Vidal, Bernardo de Ventadour, Peirol d'Auvergne, recorrían la península en incesantes torneos, de corte en corte, de fiesta en fiesta. Por todas partes repercutían los ecos de los cantares de gesta, de los romances y serventesios provenzales, y se escuchaban con avidez los relatos de las expediciones del rey Arturo y de los caballeros de la Tabla Redonda. Hasta las más insignificantes aldeas tenían sus corti, consagradas al cultivo de la gaya ciencia.
El hijo francés de Pedro Bernardone estaba, pues, fatalmente destinado a recibir su influencia de este movimiento. Para su padre, italiano económico y parco en deseos, no había más ideal que el dinero y el lucro; pero por las venas de Francisco corría también sangre provenzal, que le impulsaba a derrochar los caudales paternos en el lujo, en continuos ruidosos banquetes y fiestas.
Su propio carácter y sus riquezas le colocaron naturalmente a la cabeza de la juventud alegre de su pueblo natal. Tomás de Celano afirma que su destreza en ganar dinero corría pareja con la vanidad febril que gastaba en dilapidarlo. No es extraño, pues, que bien pronto se rodease de muchedumbre de amigos, no sólo asisienses, sino de las ciudades vecinas, como que luego le veremos ir a visitar a un camarada suyo en Gubbio, separada de Asís por distancia considerable.
La juventud regocijada de Asís era entonces lo que ha sido la de todos los tiempos y países: se entregaban a menudo a comidas opíparas, en que se ahitaban de viandas y menudeaban las copas, y salían después a recorrer de noche y en grupos las calles de la ciudad, cantando a voz en cuello y molestando a los pacíficos vecinos de Asís. El austero fraile menor de Celano delata sin miramientos los pecados de aquella loca juventud: «Vestidos de blanda seda, iban por las calles chanceando, cantando y declamando sandeces».
Hace algunos años, me hallaba yo en Subiaco, en los montes Sabinos. Acababa de visitar el Sacro Speco o sea la célebre gruta de San Benito y el convento de Santa Escolástica. Hacia el mediodía entré en una hostería a almorzar, antes de tomar el tren que debía llevarme a Roma por Mandela. Sirviéronme el almuerzo bajo una enramada dispuesta sobre abrupta roca, desde donde, por entre las cañas del pajizo comedor, se divisaban las copas de unas higueras de anchas hojas doradas por el sol; más lejos, el valle por donde el Anio dilata su argentada espuma entre rocas de un gris amarillento; y más allá todavía, la ciudad de Subiaco con sus orgullosas torres de atrevidas flechas, como soberbia fortaleza en la cima de escarpada montaña.
A este paraje tan ameno como imponente, ceñido de belleza y majestad, había llegado una turba de jóvenes con el mismo objeto que yo, a almorzar. A cielo descubierto y en un sitio desde el cual se dominaba el magnífico valle, se les había preparado la mesa, con blanquísimas servilletas, bien abastecidos fiaschi y copas llenas de rojo vino. Era de ver la agitación de los camareros, que se cruzaban acá y acullá con enormes platos de macarrones en ambas manos. Menudeaban las risas y los cantos de los alegres comensales, aunque sin degenerar en gritos descompasados; los brindis no se hicieron esperar; cada uno pronunció el suyo, a cual más entusiasta y regocijado; cada brindis era saludado con unánimes estruendosas carcajadas y aplausos...
Tal me figuro que serían los banquetes que presidía el hijo de Pedro Bernardone: rebosantes de gozo, pero conformes con las leyes de la decencia y de la cortesanía. Si el venerable franciscano celanense hubiese conocido las groseras y prosaicas orgías de los jóvenes septentrionales, que se jactan de ser hijos de las musas, y no son más que hijos de Baco, tengo para mí que se habría guardado de pronunciar tan severa sentencia contra los festines de la juventud de Asís, animados por una alegría franca, genial, delicada como el vino generoso que se cosecha en las laderas de los montes umbrianos... Pero no; Celano ignoraba todo aquello, y por eso no vacila en contarnos que, de todos aquellos disipados jóvenes, Francisco era el peor, el que gobernaba y perdía a los demás. Aquella «dorada juventud» se lo pasaba de fiesta en fiesta. Por la noche recorrían las calles cantando al son del laúd o de la viola, hechos otros tantos trovadores o juglares desocupados y vagabundos. Francisco había llegado, en su admiración por la gaya ciencia provenzal, hasta procurarse un traje de juglar, que lucía en las reuniones de sus camaradas. Según los Tres Compañeros, «estaba tan lleno del vano deseo de atraer a sí la atención de los demás, que solía presentarse a veces con vestidos mitad de tela fina, mitad de vil y grosera» .
Es probable que Bernardone admitiera desde muy temprano a Francisco en calidad de socio comercial. Lo cierto es que el joven disponía siempre de sumas considerables de dinero, las mismas que derrochaba en sus placeres, sin que le hicieran mella alguna las amonestaciones que de cuando en cuando le dirigía su padre, quejándosele de que «más parecía el hijo de un gentilhombre que de un mercader». Por lo demás, estos reproches no parecían muy sinceros, puesto que no iban acompañados de diligencia alguna para enmendar al delincuente. Ni se mostraba más severa doña Pica, quien, cuando alguna comedida vecina le afeaba los extravíos de su hijo, se limitaba a contestarle: «Abrigo la esperanza de que será un día hijo de Dios».
Sin embargo, mucho se engañaría quien pensase que las diversiones de Francisco eran inmorales en el sentido propio y vitando de la palabra. En sus relaciones con el otro sexo era ejemplar, y bien lo sabían y tenían en cuenta sus amigos, pues harto se guardaban de soltar en su presencia palabra menos honesta, y si tal vez alguno lo hacía, él al punto se tornaba serio y aun mostraba enojo. Como todo joven de corazón puro, Francisco miraba con gran respeto el misterio de la generación .
En términos generales, la conducta de Francisco era decente y compuesta. Lo único que en él lamentaban sus padres era su demasiada afición a los amigos. Con frecuencia acontecía venir donde él algún compañero, y aunque estuviera sentado a la mesa, se levantaba al instante a recibirle y con él se iba fuera de casa. Su misma prodigalidad tenía su lado hermoso y laudable, pues se extendía por igual a los camaradas y a los pobres. Francisco no era del número de esos sibaritas vulgares que nunca tienen dos centavos para un pobre, pero tienen siempre centenares de pesos para banquetes en que abundan exquisitos licores. «Si soy generoso y pródigo -gustaba decirse a sí mismo- con mis amigos por la prontitud con que veo que ellos corresponden a mis obsequios, ¿con cuánta mayor razón no deberé serlo con los pobres, cuando Dios ha prometido pagar centuplicado lo que por ellos se haga?» Estas palabras resumen el pensamiento capital que informa la Edad Media, traducción a un mismo tiempo candorosa y profunda del gran principio evangélico: «Lo que hiciereis con el menor de mis hermanos, los pobres, conmigo lo hacéis».
Cierto día en que, atareado en la tienda de su padre, casi sin advertirlo despidió bruscamente sin socorro a un mendigo que llegó a pedirle limosna, sintió su corazón como traspasado por agudo puñal. «Si este hombre -se dijo- hubiese venido a mí de parte de alguno de mis nobles amigos, de un conde o de un barón, yo, sin duda, le habría alargado el dinero que me pedía; pero he aquí que ha venido en nombre del Rey de los reyes, del Señor de los señores, y yo no sólo le he despedido con las manos vacías, sino con la vergüenza en el rostro». Resolvió, pues, no negar en adelante cosa alguna que se le pidiese por amor de Dios; per amor di Dio, como dicen aún hoy los mendigos en Italia. Dos de sus biógrafos, el Anónimo de Perusa y S. Buenaventura, agregan a este episodio la circunstancia de que Francisco echó a correr tras el mendigo y, alcanzándole, le dio la limosna que acababa de negarle.
Acaso esta caridad suya para con los pobres fue lo que le granjeó el extraño homenaje que nos refiere S. Buenaventura: había a la sazón en Asís un hombre por extremo original, casi un loco, si no un loco rematado, quien, cada vez que topaba con Francisco por la calle, se quitaba la capa y, extendiéndola en el suelo, le rogaba que pasara sobre ella. Otro raro personaje (si no es el mismo anterior) dio en recorrer la ciudad gritando sin descanso: «¡Pax et bonum!»: ¡Paz y bien! Y esta voz se apagó luego después de la conversión de Francisco; por donde la leyenda ha creído ver en ella algo así como un presagio de la aparición del gran Santo, que pronto iba a presentarse anunciando a los hombres la paz con todos sus bienes.
Finalmente, nuestro joven parece haber tenido siempre un profundo sentimiento de la naturaleza; sentimiento que debía tardar un siglo aún en hallar, por primera vez desde los días de la antigüedad clásica, su verdadera expresión literaria en las obras de Petrarca, y alcanzar el pleno y exuberante desarrollo que ostenta en la vida y en la literatura modernas. De tal sentimiento, pues, estuvo siempre animada el alma semi-provenzal de Francisco, de quien cuenta Celano que se deleitaba en la belleza de los campos, en el encanto de los viñedos, en todo cuanto la naturaleza encierra de más grato a la vista. Ni es aventurado tener este sentimiento como una parte de la herencia materna de nuestro joven, como que constituye un elemento esencial de su personalidad, y si iba a sufrir menoscabo con la crisis moral determinante de la conversión de Francisco, ese menoscabo debía ser transitorio. Toda buena planta ha menester de poda para obtener su pleno desarrollo; la planta generosa del temperamento de Francisco también debía cortarse hasta la raíz, para surgir con toda su savia, en toda su pujante lozanía. Un místico alemán ha dicho que «ningún hombre puede cobrar verdadero amor por la creación a menos de comenzar por la renuncia de ese amor en aras del amor de Dios, en términos que la creación parezca muerta para él, y él muerto para la creación».
Juan Joergensen
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