sábado, 1 de abril de 2017

Libro el Yoga de Jesus Capitulo VI -(IIº Escrito) El verdadero significado de "Creer en su Nombre" y de la Salvación


Capitulo VI (Escrito II)El verdadero significado de "Creer en su Nombre" y de la Salvación
El reconocimiento de la inmanencia de Dios puede comenzar de un modo tan simple como lo es la expansión de nuestro amor, a fín de abarcar un círculo cada vez más amplio.
El ser humano se condena a las limitaciones cada vez que piensa únicamente en su propio y pequeño ser, en su propia familia, en su propio país.
El proceso de expansión es parte inherente de la evolución de la naturaleza y del hombre en su camino de regreso hacia Dios.
La exclusividad de la conciencia familiar-“nosotros cuatro y nadie más”-es incorrecta.
Hacer caso omiso de esta familia más extensa que es la humanidad implica ignorar también al Cristo Infinito.
Aquel que se desvincula de la felicidad y el bienestar de los demás se ha condenado ya a sí mismo a quedar aislado del Espíritu que impregna todas las almas, puesto que quien no se expande en el amor y servicio a Dios que se rinde a través del amor y servicio al prójimo desprecia el poder redentor de la conexión con la universalidad de Cristo.

Todos los seres humanos están dotados del poder de hacer el bien; si no utilizan esta cualidad, su nivel de evolución espiritual es apenas superior al egoísmo instintivo de los animales.
El amor puro de los corazones humanos irradia el amor universal de Cristo.
Mediante la expansión continua del círculo del amor individual, la conciencia humana se sintoniza con el Hijo unigénito. Amar a los miembros de nuestra familia es el primer paso en el proceso de expandir el amor por uno mismo hasta que incluya a quienes nos rodean; amar a todos los seres humanos, sin importar su raza o nacionalidad, es conocer el amor de Cristo. Solo Dios, en la forma del Cristo Omnipresente, es el responsable de todas las expresiones de la vida.
Es el Señor quien pinta los gloriosos paisajes siempre cambiantes del cielo y de las nubes.
Es El quien crea, en las flores, altares impregnados con la fragancia de su amor.
En todas las cosas y en todos los seres –los amigos y enemigos, las montañas, los bosques y océanos, el aire y el dosel galáctico giratorio que todo lo abarca-, el devoto crístico contempla las armoniosas combinaciones de la luz de Dios.
Descubre que las miríadas de expresiones de esa única Luz, muchas veces de apariencia caótica cuando se manifiesta en los conflictos y las contradicciones, han sido creadas por la inteligencia de Dios, no para engañar a los seres humanos ni causarles infortunio, sino con el propósito de alentarlos a buscar el Infinito del cual han surgido. Aquel que no mira las partes sino el conjunto puede discernir cuál es el objetivo de la creación: avanzar inexorablemente, sin excepciones, hacia la salvación universal.
Todos los ríos fluyen hacia el océano, y los ríos de nuestras vidas fluyen hacia Dios.
Las olas de la superficie del mar cambian
constantemente cuando juegan con el viento y la marea, pero su esencia oceánica permanece inalterable.
Quien se concentra tan solo en una ola de vida está condenado a sufrir, pues dicha ola es inestable y no ha de perdurar.
A eso se refería Jesús por “condenación”: al separarse de Dios, el ser humano apegado al cuerpo se condena a sí mismo; para obtener la salvación, debe volver a percibir su inseparable unidad con la Inmanencia Divina.
Al despertar, al comer, al trabajar, al dormir, al soñar, Al servir, al meditar, al cantar, al amar divinamente, Por siempre mi alma exhala un solo son, silente: ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios! De este modo, permanecemos en todo momento conscientes de nuestra conexión con la inmutable Inteligencia Divina, la Bondad Absoluta que subyace en los provocativos enigmas de la creación.
“El que cree en él no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado”. Este pasaje deja también claro el papel de la “creencia” en el hecho de que el hombre sea condenado o no.
Quienes no comprenden la inmanencia del Absoluto en el mundo de la relatividad tienden a volverse escépticos o dogmáticos, porque, en ambos casos, la religión es un asunto de creencias ciegas.
Incapaz de conciliar la idea de un Dios bondadoso con los aparentes males de la creación, el escéptico rechaza las creencias religiosas con la misma obstinación con que el dogmático se aferra a ellas. Las verdades que Jesús enseñó iban mucho más allá de la creencia ciega, la cual crece o mengua bajo la influencia de las opiniones paradójicas del sacerdote y del cínico.
La creencia es una primera etapa del progreso espiritual necesaria para dar acogida al concepto de Dios. Sin embargo, este concepto debe transformarse en convicción, en experiencia.
La creencia es precursora de la convicción: es preciso creer en la posibilidad de algo para investigarlo imparcialmente.
Pero si nos damos por satisfechos tan sólo con las creencias, éstas se convierten en dogma – estrechez mental- , lo cual obstaculiza la búsqueda de la verdad y el progreso espiritual.
Hay que cultivar en la tierra de la creencia los frutos de la experiencia directa de Dios y del contacto con El. Es este conocimiento incontrovertible – y no la mera creencia – lo que brinda la salvación.
Si alguien me dijese: “Creo en Dios”, yo le preguntaría: “¿Por qué crees en El? ¿Cómo sabes que hay un Dios?”.
Si su respuesta estuviese basada en suposiciones o en la opinión de otras personas, le diría que no cree realmente.
Para defender una convicción, es necesario tener pruebas que la avalen; de lo contrario, se tratará simplemente de un dogma y será presa fácil del escepticismo.
Si yo señalara un piano y afirmase que se trata de un elefante, la razón de una persona inteligente se rebelaría ante lo absurdo de dicha aseveración.
Del mismo modo, si se propagan dogmas acerca de Dios carentes de la validación que aporta la experiencia o la realización, tarde o temprano, cuando se los someta a prueba mediante una experiencia contraria, el raciocinio formulará conjeturas acerca de la veracidad de tales ideas.
A medida que los ardientes rayos del sol de la investigación analítica se vuelvan cada vez más abrasadores, las frágiles creencias sin fundamento se debilitarán y marchitarán, dejando en su lugar un páramo de dudas, agnosticismo o ateísmo.
La meditación científica, que trasciende la mera filosofía, sintoniza la conciencia con la poderosa verdad suprema; el devoto avanza, a cada paso, hacia la auténtica percepción de la verdad y evita el errático vagar.
Una vida espiritual genuina e inmune a las dudas se construye a través de la perseverancia en los esfuerzos por verificar las creencias y someterlas a la prueba de la experiencia merced a la realización intuitiva que se logra con los métodos yóguicos.
La creencia es una fuerza poderosa si conduce al deseo y determinación de experimentar a Cristo.
Eso fue lo que Jesús quería expresar cuando instó a la gente a “creer en el nombre del Hijo unigénito de Dios”; es decir, a retirar de los sentidos y la materia –por medio de la meditación- la conciencia y la energía vital, con el propósito de percibir intuitivamente al Om, la Palabra o Energía Cósmica Vibratoria que todo lo penetra y que es el “nombre” o manifestación activa de la inmanente Conciencia Crística.
Alguien podría aseverar una y otra vez su creencia intelectual en Jesucristo, pero si no experimenta realmente al Cristo Cósmico, tanto en su forma omnipresente como encarnado en Jesús, la practicidad espiritual de dicha creencia será insuficiente para que alcance la salvación.
Nadie puede ser salvado por el solo hecho de pronunciar reiteradamente el nombre del Señor o rendirle alabanzas en un crescendo de aleluyas.
No es posible recibir el poder liberador de las enseñanzas de Jesús mediante la creencia ciega en su nombre o la adoración de su personalidad.
La verdadera adoración de Cristo consiste en percibir a Cristo, en comunión divina, en el templo sin muros de la conciencia expandida. Dios no envió al mundo a su “Hijo unigénito”, su divino reflejo, para que actuase como un detective implacable dedicado a localizar a los no creyentes con el fín de castigarlos. La Redentora Inteligencia Crística, que mora en el seno de cada alma sea cual sea la medida de su cúmulo de pecados o virtudes, espera con infinita paciencia que, al meditar, cada una de estas almas despierte y salga del sueño narcotizante del engaño cósmico para recibir la gracia de la salvación.
Quien crea en esta Inteligencia Crística y cultive, por vía de las acciones espirituales, el deseo de buscar la salvación a través de la ascensión en esta conciencia reflejada de Dios, no necesitará ya deambular a ciegas por el engañoso sendero del error.
Con pasos mesurados, avanzará sin duda hacia la redentora Gracia Infinita.
Por el contrario, el no creyente que desprecie la idea de la existencia de este Salvador –el único camino hacia la redención- se condenará a sí mismo a la ignorancia surgida de la identificación con el cuerpo y a las consecuencias de dicha ignorancia, hasta la llegada de su despertar espiritual.
“Y la condenación está en que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas.
Pues todo el que obra mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios” (Juan 3: 19-21) De la omnipresente luz de Dios, imbuida de la Inteligencia Crística universal, emanan silenciosamente la sabiduría y el amor divinos para conducir a todos los seres de regreso a la Conciencia Infinita.
El alma, al ser una versión microcósmica del Espíritu, es una luz que está siempre presente en el hombre para guiarle a través del entendimiento y de la voz intuitiva de la conciencia.
Sin embargo, muy a menudo el ser humano trata erróneamente de justificar los hábitos y caprichos enraizados en sus deseos y hace caso omiso de dicha guía; tentado por el Satanás de la ilusión cósmica, elige acciones que extinguen la luz de la guía interior del discernimiento.
El origen del pecado y del consiguiente sufrimiento físico, mental y espiritual reside, por lo tanto, en el hecho de que la inteligencia y el discernimiento divinos que posee el alma se reprimen debido al mal uso que hace el hombre del libre albedrío otorgado por Dios.
Aun cuando la gente que carece de entendimiento atribuye a Dios sus propias tendencias vengativas, la “condenación” acerca de la cual hablaba Jesús no constituye un castigo impuesto por un Creador tiránico, sino que se trata de los resultados que el hombre atrae sobre sí mismo por sus propias acciones, de acuerdo con la ley de causa y efecto (karma) y la ley del hábito.
Sucumbiendo a los deseos que mantienen su conciencia absorta y recluida en el mundo material –las tinieblas o porción densa de la creación cósmica donde la luminosa Presencia Divina se halla intensamente velada por las sombras de la ilusión de maya -, las almas ignorantes, identificadas en su condición humana con el ego moral, se abandonan de manera reiterada a sus modos equivocados de vivir, los cuales quedan entonces grabados con fuerza en su cerebro como malos hábitos de comportamiento mortal.
Cuando Jesús señaló que los hombres aman las tinieblas más que la luz, se refería al hecho de que los hábitos materialistas alejan de Dios a millones de personas.
No quiso decir con ello que todos los seres humanos amen la oscuridad, sino sólo aquellos que no hacen ningún esfuerzo por resistir las tentaciones de Satanás y toman, en cambio, el camino más fácil, que consiste en deslizarse cuesta abajo por la colina de los malos hábitos, acostumbrándose así a las tinieblas de la conciencia mundana.
Dado que rehúsan escuchar la voz de la Conciencia Crística que les susurra desde el interior de su propia conciencia, se privan de la experiencia del gozo, infinitamente más tentadora, de la cual podrían disfrutar a través de los buenos hábitos que la guiadora luz de la sabiduría, presente en sus almas, les impulsa a crear.
De allí el énfasis de Jesús en señalar que con la luz del despertar del alma es posible desvanecer de la conciencia humana la tendencia mortal a preferir las engañosas tinieblas de la materialidad.
Ejercitando una y otra vez la fuerza de voluntad para meditar de forma profunda y regular, se puede obtener el contacto con la supremamente satisfactoria Bienaventuranza de Dios y traer de nuevo a la conciencia ese gozo en todo momento y lugar.
Siempre que una persona se halle envenenada con actitudes y pensamientos negativos, su oscura mentalidad profesará odio hacia la luz de la verdad. Sin embargo, el aspecto positivo de los malos hábitos es que muy pocas veces cumplen sus promesas.
Con el tiempo, queda al descubierto que no son otra cosa que unos mentirosos empedernidos.
Por ese motivo, las almas no pueden permanecer engañadas ni esclavizadas eternamente.
Aun cuando quienes tienen malos hábitos retroceden al principio ante la idea de vivir mejor, una vez que se han saciado de su mal comportamiento – después de haber sufrido las consecuencias por tiempo suficiente-, se vuelven en busca de consuelo hacia la luz de la sabiduría divina, a pesar de que todavía persistan algunos malos hábitos arraigados que deban erradicarse.
Si continuamente practican formas de vivir que se encuentren en armonía con la Verdad, en esa Luz llegarán a experimentar la paz interior y el gozo que son el resultado del autocontrol y de los buenos hábitos.
“Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios”.
El buscador espiritual, que procura cada día modificar aquellas características de su
naturaleza que no le resultan beneficiosas, trasciende poco a poco su viejo comportamiento materialista anclado en los hábitos.
Sus acciones y su vida misma se crean nuevamente, “hechas según Dios”: en verdad, nace de nuevo.
Al adherirse al buen hábito de practicar a diario la meditación científica, contempla la luz de la sabiduría de Cristo – la divina energía del Espíritu Santo, que hace desaparecer con efectividad los surcos eléctricos del cerebro formados por los malos hábitos de pensamiento y acción- y se bautiza en esa luz.
Se abre así el ojo espiritual de su percepción intuitiva, la cual confiere no sólo una guía certera en el sendero de la vida, sino también la visión del reino celestial de Dios y la entrada a dicho reino y, finalmente, la unidad con la divina conciencia omnipresente.

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