sábado, 17 de junio de 2017

FRANCISCO DE ASÍS.- CAP. 23: LA TERCERA ORDEN



Entre tanto, las nuevas ideas, a las que Francisco había opuesto tan tenaz resistencia, continuaban su curso: los frailes menores se trocaban en Orden estudiosa y sabia, ni más ni menos que la de los predicadores.
Después del Capítulo de Pentecostés de 1219, Fray Pacífico y sus compañeros volvieron a Francia premunidos de una carta de recomendación pontificia, fechada el 11 de junio de aquel mismo año. Su intento era ahora establecerse en París, adonde, sin duda, no pudieron llegar en su viaje de 1217. Parece ser que el clero francés no se dio por satisfecho con la carta comendaticia que le presentaron los hermanos, y resolvió pedir nuevos informes a Roma; a esta consulta respondió el Papa con una nueva recomendación datada el 29 de mayo de 1220 (Pro dilectis filiis, en Sbaralea, I, 5), merced a la cual obtuvieron los frailes licencia para habitar en una casa del barrio de San Dionisio, en las afueras de París. Al principio no tuvieron capilla, sino que hacían sus oficios divinos en la iglesia de la vecina parroquia; pero, en cambio, a los pocos años se les hizo donación de un gran convento, especialmente destinado a su uso en San Germán del Prado, donde luego se fundó un colegio universitario con capacidad para 214 estudiantes, número que pronto se llenó de tal manera que los nuevos candidatos se veían constreñidos a contentarse con quedar matriculados, esperando las vacantes por años enteros.

Los franciscanos de las primeras generaciones miraban esta nueva tendencia con muy malos ojos. Fray Gil, en particular, la combatió con tesón, infatigable, mofándose a la continua, con sarcasmos por extremo picantes, de aquellos frailes menores sabios, que le parecían hijos falsos del padre San Francisco. «Hay gran diferencia -solía decir- entre la oveja que bala y la que pace: la misma que entre el que predica y el que obra. La una, balando, no sirve a nadie; la otra, con pacer, se beneficia a sí mismo por lo menos. Igual diferencia media entre un fraile menor que predica y otro que ora y trabaja. Mil y mil veces más vale instruirse uno a sí mismo en el ejercicio de una vida santa, que no pretender ilustrar al mundo entero».
Y en otra ocasión: «¿Quién es más rico, el que posee pequeño huerto que cultiva y hace fructificar, u otro que, poseyendo la tierra toda, ningún provecho saca de ella? La mucha ciencia de nada sirve para la salvación; el que desee ser verdaderamente sabio debe trabajar mucho y traer la cabeza profundamente gacha».
Un fraile predicador vino donde el Beato Gil a pedirle su bendición para ir a pronunciar un gran discurso en plena plaza de Perusa, y Gil le contestó: «Sí, te doy mi bendición, pero con tal que digas: ¡Bo, bo, multo dico e poco fo!», mucho digo y poco hago.
Otro día estaba Gil en el huerto del eremitorio de Monte Rípido, cerca de Perusa, donde habitó más de treinta años después de la muerte de San Francisco. De repente oyó una extraña bulla en la parte baja del monte: era un viñero que airado reñía a sus trabajadores, porque, en vez de trabajar, se llevaban charlando alegremente, y les gritaba: ¡Fate, fate, e non parlate! De perlas pareció a Fray Gil la sentencia del viñero, y al momento se propuso aprovecharla y, saliendo de su celda, se puso a gritar a los demás frailes: «Escuchad el consejo que nos da este hombre: ¡Haced, haced, y no charléis!».
Otra vez oyó Gil a una tortolilla gemir en uno de los árboles de su huerto, y la apostrofó de esta manera: «¡Hermana tortolilla, tú me enseñas a servir al Señor, pues me repites siempre ¡qua, qua! y no ¡la, la!, es decir, que es aquí en la tierra donde nos hemos de emplear en su servicio, no en el cielo. ¡Oh, hermana tortolilla, qué bien que arrullas! ¡Y que los hombres se hagan sordos a la sabiduría de tus lecciones!». Y el santo fraile se ponía a imaginar que habían vuelto aquellos tiempos felices en que él y Francisco erraban por los caminos, como juglares de Dios, entonando férvidos cantares a la reina Pobreza y a su noble hermana la dama Castidad; y arrobado con semejantes dulces memorias se paseaba por los floridos senderos frotando dos varillas y cantando, como quien se acompaña de una viola (AF III, 86 y 101).
Pero pronto volvía de su éxtasis, desaparecían los recuerdos, y venía la triste realidad a advertirle que aquellos hermosos tiempos eran irremisiblemente pasados, que Francisco había muerto y que él no era ya más que un pobre viejo de cuya opinión y autoridad nadie se curaba. Y entonces le parecía que el sol perdía sus resplandores, que las flores no tenían ya fragancia y que las tortolillas del bosque se quedaban mudas; y lanzaba profundos y largos suspiros, exclamando: «¡Nuestro bajel hace agua; vamos al naufragio; sálvese quien pueda! ¡París, París, tú arruinas la Orden de San Francisco!». Tan lastimeras quejas hallaron eco más tarde en los versos inflamados del poeta Jacopone de Todi, uno de los más genuinos hijos del santo: «¡Maldito París, que has destruido Asís!».
Una vez, siendo ya muy anciano, fue el hermano Gil donde se hallaba Fray Buenaventura, entonces Ministro General de la Orden, y le dijo:
-- Padre mío: a ti, el Señor te ha enriquecido con muchos dones y gracias. Pero nosotros, ignorantes y sin letras, ¿qué podemos hacer para salvarnos?
El hermano Buenaventura le contestó:
-- Aunque Dios le diera al hombre una sola gracia, la de poder amarle, con eso le bastaría.
Gil, con un poco de atrevimiento en su agudeza natural, volvió a preguntarle:
-- ¿Puede un analfabeto amar a Dios tanto como un letrado?
Y el perspicaz Buenaventura enhebró el mismo hilo del lenguaje figurado:
-- Una viejecita puede amarle más que un maestro en teología.
Entonces el hermano Gil, inconteniblemente jubiloso, salió a la huerta conventual, que era como un balcón sobre la ciudad, y, de cara a ella, se puso a gritar:
-- ¡Tú, vieja pobrecilla, simple y analfabeta, ama a Dios, y podrás ser mayor que el hermano Buenaventura! (AF III, 101).
San Buenaventura menciona a Fray Gil muchas veces en sus obras, citándole al par de San Agustín y de Ricardo de San Víctor, y parece haber conservado siempre fresco el recuerdo de esta aventura, pues leemos en sus Collationes: «Una pobre viejecita que no posee sino un pequeño huerto recoge de él más pingüe fruto que no recoge del suyo el dueño de un huerto muy extenso; aquella, cierto, no cultiva sino un solo árbol, pero este árbol es la caridad; el otro conoce todos los misterios y esencias de las cosas, pero ese conocimiento por sí solo poco o nada aprovecha» (Opera omnia, V, 418).
Poco tiempo después, el 22 de abril de 1262, este verdadero y fiel discípulo de Francisco de Asís fue a juntarse en el cielo con su maestro y sus demás compañeros muertos antes que él. Era la víspera del día de San Jorge, aniversario de aquel día memorable en que, hacía más de medio siglo, sentado a la lumbre del hogar paterno en compañía de su familia, oyendo contar a sus padres las maravillas que obraba Francisco, concibió el propósito de seguir sus huellas y abrazar su mismo género de vida. Desde aquel día hasta el último de su carrera conservó en su corazón intacto e inmaculado el amor primero de su inocente juventud.
Pero volvamos al desarrollo científico de la Orden, el cual dio un paso extraordinario cuando en septiembre de 1224 se establecieron los frailes en Inglaterra, viniendo de Francia bajo las órdenes de Fray Agnello, que había sido custodio en París. Al principio fijaron su residencia en Cantorbery; pero el 1 de noviembre de aquel mismo año se establecieron ya en Oxford, donde no tardaron en ir a juntárseles gran número de estudiantes y candidatos de la célebre universidad. En parte alguna del mundo hubo jamás tan vivo entusiasmo por el estudio como en esta colonia de frailes ingleses. Refiere Eccleston que los frailes atravesaban considerables distancias, hollando nieve y escarchas y desafiando furiosas tempestades, por acudir a las lecciones de Oxford. Sin embargo, aquellos frailes tan apasionados por el estudio eran los más celosos guardadores de la pobreza franciscana; y no brillaba menos en ellos la alegría franciscana, que siempre que se encontraban se saludaban con demostraciones de intenso júbilo, y en las iglesias los embargaba el gozo de tal suerte, que se arrobaban en éxtasis y no podían seguir el canto de los oficios divinos (AF I, 217-218 y 226-230).
Así pues, el estudio no impidió a los frailes ingleses el permanecer fieles al espíritu franciscano, y uno de ellos, Adán de Marsh, vino a ser el martillo más implacable de las infracciones de la Regla cometidas durante el generalato de Fray Elías de Cortona. Aunque, por otra parte, un general inglés, Haymón de Faversham, fue quien decretó que sólo los frailes ilustrados pudiesen desempeñar los cargos altos y de superioridad en la Orden (AF I, 251).
¡Ay!, el tipo de frailes como Gil y Junípero habían irremisiblemente pasado a la historia, y no era dable resucitarlo. ¿Cómo podía esperar Francisco que los tres mil y tantos discípulos reunidos en el Capitulo de las Esteras en 1221 fuesen todos de la misma cepa que sus doce primeros «caballeros de la Tabla Redonda»? Jordán de Giano refiere ingenuamente las perplejidades porque tuvo que pasar él mismo antes de decidirse a formar parte de la misión de Alemania. En frailes así no veía ya Francisco a sus alondras, señoras del espacio, sino tímidos polluelos, perpetuamente necesitados del abrigo de las maternas alas. Y tenía razón el Santo.
Igual tendencia que en la primera Orden empezó luego a dominar en la tercera Orden fundada por Francisco, en la cual se admitía a hombres y mujeres casados.
Tomás de Celano refiere que, después de su predicación a los pájaros en Bevagna, se trasladó Francisco, acompañado de Maseo, a la ciudad de Alviano, sita entre Orte y Orvieto, no lejos de Todi, y en llegando se fue derecho a la plaza principal con ánimo de predicar al pueblo. Ya atardecía, y una banda de golondrinas, salidas en tropel de los tejados y torres de Alviano, empezaron a revolotear piando sin descanso por la plaza y cruzando el aire en todas direcciones. Francisco y Maseo entonaron su acostumbrado canto de alabanza: Timete et honorate (1 R 21), que la multitud escuchó todo entero con religioso silencio. No así las golondrinas, que, en bandadas cada vez más numerosas, seguían hendiendo los aires con ruidosos gorjeos hasta hacer punto menos que imposible entender lo que decía el santo predicador. Entonces éste se volvió a ellas y, con acento grave y cariñoso a la vez, les dijo: «Hermanas mías golondrinas: ha llegado la hora de que hable yo; vosotras ya habéis hablado lo suficiente hasta ahora. Oíd la palabra de Dios y guardad silencio y estad quietecitas mientras predico la palabra de Dios». Al instante los pajarillos se quedaron quietos y en silencio profundo, y así se estuvieron todo el tiempo que duró la predicación de Francisco.
«A la vista de semejante prodigio y de las inflamadas palabras que el Santo había pronunciado, todos los habitantes del pueblo, hombres y mujeres, querían irse tras él movidos de devoción, abandonando el pueblo. Pero San Francisco no se lo consintió, sino que les dijo:
-- No tengáis prisa, no os vayáis de aquí; ya os indicaré lo que debéis hacer para la salvación de vuestras almas».
Y añaden las Florecillas: «Entonces le vino la idea de fundar la Orden Tercera para la salvación universal de todos».1
No era ésta, sin embargo, la primera vez que el Santo había tenido que dar respuesta semejante. En otra ocasión se le acercó después de oírle un sacerdote, pidiéndole que le admitiese a llevar su mismo género de vida, pero sin abandonar el empleo que tenía en la parroquia. Condescendió Francisco, exigiéndole solamente que todos los años, al cobrar los diezmos, repartiese a los pobres lo que le hubiera sobrado del año anterior.2 Fue esto una como transacción del espíritu franciscano con las exigencias de las circunstancias.
Otra vez, estando Francisco en su retiro de las Celle, cerca de Cortona, vino a él, desde lugar lejano, una mujer que tenía un marido cruel a consultarle sobre puntos de vida espiritual. Preguntóle el Santo si era casada, y respondiendo ella que sí lo era, le ordenó que volviese a juntarse con su marido, el cual se convirtió luego y ambos acordaron vivir en continencia (2 Cel 38).
En uno de sus viajes por la Toscana encontró Francisco en la ciudad de Poggibonsi, entre Florencia y Siena, un mercader llamado Luquesio, a quien había conocido en su primera juventud y que, al igual del senense Juan Colombini, de duro y avaricioso habíase trocado de repente en bueno y compasivo para con los pobres, peregrinos, viudas y huérfanos, a quienes no sólo socorría cuando se le presentaban, sino que los iba buscando con gran diligencia para hacerlos partícipes de sus bienes de fortuna. Francisco no tuvo, pues, parte en la conversión de este hombre, verificada ya antes del encuentro de ambos en Poggibonsi; pero le dio a él y a su mujer un vestido de penitencia, y desde ese día se consagró Luquesio con más fervor que antes al ejercicio de las obras de misericordia, sirviendo a los enfermos en los hospitales y llevando verdaderos cargamentos de medicinas a muchos lugares infestados de la fiebre. En estas obras empleó toda su hacienda, reservándose tan sólo un pequeño lote de terreno, que cultivaba con sus propias manos, y cuando el producto de éste no alcanzaba para su manutención, salía a pedir limosna de puerta en puerta. Parece que su consorte, como la de Juan Colombini, fue por mucho tiempo contraria a semejante prodigalidad y le reñía por ello continuamente; pero Dios la convirtió también, por medio de un milagro con que quiso premiar la caridad de su marido, y desde entonces marcharon en perfecto acuerdo. Murieron ambos en un mismo día y con intervalo de breves momentos, el 28 de abril de 1260.
Alrededor de Luquesio se formó en Poggibonsi un círculo de hombres animados de sus mismas ideas y sentimientos, y otros grupos más se fueron formando poco a poco por todas las ciudades de Italia, grupos que Gregorio IX llamó más tarde paenitentium collegia, «Comunidades de penitentes».3 Todo induce a admitir que fue Francisco mismo quien dio a estas comunidades su norma de vida, pues acostumbraba siempre dictar reglas y preceptos a cuantos acudían a él en demanda de dirección espiritual. Desgraciadamente, ninguna de estas reglas locales se nos ha conservado, y tenemos que contentarnos con rastrear su contenido esencial al través de reglas posteriores.4
Por lo general, el rasgo característico de la vida de estos hermanos penitentes, pues la expresión «miembros de la Tercera Orden» no se empleó sino más tarde, consistía en esforzarse, cada cual dentro de las condiciones especiales de su existencia ordinaria, por llevar el mismo tipo de vida que llevaban Francisco y sus compañeros. Debían vivir en el mundo, pero sin pertenecer al mundo. Desde su entrada en la hermandad se comprometían a restituir todo bien injustamente adquirido (lo que equivalía en muchos casos a la renuncia completa de todos los bienes), a pagar puntualmente los diezmos a la Iglesia, a hacer su testamento sin aguardar la hora de la muerte, para quitar todo motivo de división entre los herederos, a abstenerse de todo juramento, si no era en circunstancias excepcionales, a no llevar armas, a no aceptar ningún empleo público. Usaban un traje especial, pobre y sencillo, y distribuían su tiempo entre la oración y las obras de caridad. Los más vivían con su familia; pero los había también que preferían retirarse a la soledad, ni más ni menos que los frailes menores.
Instituidas del modo dicho en los diversos lugares, estas comunidades no tardaron en verse envueltas en serios conflictos con las autoridades civiles a causa de los principios de su regla. Tal aconteció particularmente, y por manera asaz digna de notarse, en 1221 en la ciudad de Faenza, cerca de Rímini, donde un gran número de ciudadanos se había afiliado en la hermandad. Un día quiso el Podestá obligarlos a comprometerse con juramento a llevar armas cada vez y cuando él se lo exigiese; se negaron los hermanos, en vista de que su regla les prohibía ambas cosas: el juramento y las armas. Insistió el Podestá, recurriendo a toda clase de medios para doblar la resistencia de los penitentes, hasta que, por fin, éstos, por zafarse del enojoso embarazo, recurrieron al grande amigo de todos los franciscanos, el Cardenal Hugolino, por donde venimos nosotros a explicarnos un Breve dirigido por Honorio III al Obispo de Rímini, en que le encarga que tome bajo su protección a los «hermanos penitentes» de Faenza.
Pero esta lucha entre los penitentes y las autoridades temporales no se circunscribió a determinados lugares, sino que se extendió a toda Italia. En multitud de ciudades se impusieron a los hermanos, a guisa de castigos, contribuciones especiales y se les prohibió distribuir sus bienes a los pobres, lo que obligó a Honorio a enviar una circular, hoy desgraciadamente perdida, al clero italiano, ordenándole amparar y sostener la causa de los «hermanos penitentes» y velar cuidadosamente porque no se les irrogase ningún daño. Otro tanto hizo después Gregorio IX desde el comienzo de su pontificado, amenazando repetidas veces a los enemigos de la hermandad con «la ira del Todopoderoso y de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo».6 Así fue cómo los hermanos penitentes pudieron con mayor facilidad que los Cuákeros y Adventistas de los siglos posteriores, introducir en las repúblicas italianas, siempre ávidas de lucha, cierto relativo desarme y preparar el advenimiento de tiempos más pacíficos: nuevo triunfo de Francisco, o si se quiere, del movimiento iniciado por él, sobre los rencorosos y sanguinarios «lobos» de la Edad Media.
Por otra parte, el conflicto de Rímini sugirió naturalmente a Hugolino la idea de reunir a las distintas hermandades locales en un todo compacto y orgánico, que fuese más capaz de defenderse de los ataques de sus poderosos enemigos, y precisamente en el verano de 1221 el Cardenal estaba en Bolonia y podía, por consiguiente, mantener continua correspondencia con los habitantes de Faenza. Y en tal ocasión fue, sin duda, cuando Hugolino y Francisco redactaron juntos la regla para los «hermanos penitentes» franciscanos, a quienes Bernardo de Bessa llamó poco más tarde Tercera Orden (los frailes menores componen la Orden Primera, y la Segunda las clarisas). «Esta Tercera Orden -escribe el secretario de San Buenaventura- abre sus puertas indistintamente a sacerdotes y laicos, a vírgenes, viudas y personas casadas. La obligación constante de hermanos y hermanas es ser y vivir honestamente cada cual en sus respectivos hogares, ocuparse en obras piadosas y evitar el contagio mundano». Se ve entre ellos a nobles caballeros y grandes del mundo vestir humildemente y conducirse de tan hermosa manera con pobres y ricos, que a la legua se advierte cuán verdadero es el temor de Dios que los guía y anima.
No poseemos la regla primitiva de la Orden Tercera tal cual Francisco y Hugolino la escribieron. Pero no hay duda alguna de que, basándose en ella, se redactó la otra de 1228, que Sabatier ha tenido la fortuna de hallar y que debió tener vigencia en alguna de las ciudades donde era de uso corriente la moneda de Ravena, acaso en Faenza misma. He aquí en qué consiste dicha regla:
Los capítulos I y V contienen prescripciones sobre el vestido, los ayunos y las oraciones. El párrafo 1.º del capítulo IV trata de las confesiones y comuniones de los hermanos, que deben ser tres veces al año, a saber: por Navidad, Pascua de Resurrección y Pentecostés. El párrafo 2.º insiste sobre la obligación de pagar los diezmos en conciencia; él 3.º prohíbe llevar armas; el 4.º prohíbe el juramento, como no sea el de fidelidad y el que se exige en los tribunales; el 5.º va contra el juramento vano y las malas palabras. El capítulo VI ordena las reuniones de los hermanos, que deben tenerse una vez al mes y consistir en una misa, sermón y deliberación de los asociados. El capítulo VIII se dedica a los enfermos, que han de ser visitados al menos una vez por semana, debiéndoseles socorrer tanto corporal como espiritualmente. El capítulo IX establece la obligación de orar por los hermanos difuntos y de asistir a sus exequias. El párrafo 1.º del capítulo X obliga a todo miembro de la Orden a hacer testamento dentro de los tres primeros meses después de su ingreso; el párrafo 2.º obliga al terciario a reconciliarse con sus enemigos; el 3.º prescribe las medidas que hay que tomar contra los atropellos de las autoridades civiles; en tales casos el superior de la cofradía debe dirigirse al Obispo; el 5.º especifica las condiciones necesarias para entrar en la Orden: reconciliación con los enemigos, restitución de les bienes mal adquiridos, pago anticipado de los diezmos. El párrafo 1.º del capítulo XI prohíbe admitir a los herejes; el 2.º prohíbe admitir a las mujeres sin consentimiento de sus maridos. Los capítulos XII y XIII tratan de la disciplina interna de la Orden. Son dignos de notarse particularmente los párrafos 8.º y 9.º del capítulo XIII, por los que se manda que el hermano que diere algún escándalo público, manchando, por ende, el honor de la Orden, sea obligado a confesar su falta en plena asamblea de los hermanos y a pagar una multa; y si la falta es muy grave, el hermano podrá ser expulsado de la Orden. Los párrafos 13.º y 15.º prohíben entablar querellas ante la justicia civil contra algún hermano o hermana; todas las contiendas deben dirimirse dentro de la Orden.
Por último, en el párrafo 12.º del mismo capítulo se explica más el susodicho mandamiento de restituir los bienes mal adquiridos, y se ordena que, cuando el candidato no pudiere encontrar la persona a quien debe restituir ni a su heredero, procure que un heraldo público, o el sacerdote desde el púlpito, obligue a los acreedores a presentarse reclamando sus bienes.
La regla de otra Comunidad de la Orden Tercera, tal cono la trae Mariano en el manuscrito de Florencia, parece diferir sensiblemente de la que Sabatier encontró en el manuscrito de Capistrano. Pero, como la Tercera Orden se formó de la fusión de diversas confraternidades, al principio independientes unas de otras, es lógico admitir que se hayan conservado esas particularidades locales al par de la reglamentación común. Sobre el desarrollo ulterior de la Tercera Orden, véase la obra de Karl Müller, advirtiendo, sin embargo, que en ella se contienen no pocas afirmaciones inaceptables. Su Santidad León XIII reorganizó la Tercera Orden franciscana en 1883 por su breve Misericors Dei Filius. [Por último, el papa Pablo VI, mediante el breve apostólico Seraphicus Patriarcha, de fecha 24 de junio de 1978, aprobó y confirmó la nueva regla de la Orden Franciscana Seglar.
J. Joergensen

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