miércoles, 20 de septiembre de 2017

AL ENCUENTRO CON EL MAESTRO.- EL ROSTRO DE UN NIÑO


El griterío de los niños me retornó una vez más a la vivienda de José de Arimatea. Esa mañana el tiempo parecía haberse detenido…
Unos niños entraron al patio de la casa corriendo y saltando, María les conminó a estarse quietos, ninguno parecía hacerle caso e incluso comenzaban a gritar.
Se giró el Maestro hacia ella diciendo:

—¡María! ¡Déjalos que jueguen!
Se levantó y se puso a corretear con ellos.
Estábamos varios discípulos observándoles en silencio.
Yo no paraba de pensar en sus últimas palabras: “Muchos rostros has de mostrar…un solo Espíritu les alienta”. ¿Qué querría decir?
El Maestro se volvió hacia mí sin dejar de jugar, pareció leerme
el pensamiento.

AL ENCUENTRO CON EL MAESTRO.- MARÍA DE MAGDALA


El día amaneció caluroso en Jerusalén. En el hotel el aire
acondicionado brillaba por su ausencia, nada parecía funcionar, quizás la metralla de la bomba que un suicida palestino explotó el día anterior afectó la instalación eléctrica. La sangre inocente seguía derramándose a cuentagotas un día sí, otro también.
Me asomé al balcón esperando que alguna ráfaga de viento
desviara su camino y me refrescara. Un rayo de luz me
deslumbró. Mi mente recorrió en un instante los casi dos mil años que me separaban de otro tiempo, otra Jerusalén, otra morada…
Desde la ventana de la estancia donde dormimos vi al Maestro en el patio interior de la vivienda de José de Arimatea. Un viejo olivo en el centro y un pozo era todo lo que había en él. Extraía agua María. El Maestro contemplaba en silencio sentado junto al olivo la escena, ella se le acercó con un cántaro lleno de agua:
—Rabí —le preguntó con su cálida voz—, ¿quieres un poco?
—Sí —le contestó Él—, hoy va a ser un día caluroso. La
primavera está cercana y el Sol nos está bañando con su luz cada vez con más intensidad, nada le detiene en su viaje celestial.
Absorto les observaba. ¡Cuántas palabras se vertían sobre ellos sin conocimiento! Sí, era cierta la pasión que ella profesaba por la figura del Maestro, pero no difería en nada por la que otros también sentíamos por Él. Sólo algunas envidias generaban falsos rumores. Aquellos que no veían con buenos ojos que tratara el Maestro por igual a hombres y mujeres no dejaban pasar ocasión de manifestarlo públicamente. Él nos ama a todos por igual, sin ninguna distinción.
El Maestro nos conocía aún mejor que nuestros padres, sabía de nuestras debilidades y nos trataba con sumo cariño y respeto. Era paciente y no dejaba de decirnos que en cada uno de nosotros estaba en plenitud la grandeza del Universo. Claro que, no todos lo interpretábamos del mismo modo, nuestras personalidades a veces hacían que la humildad que Él nos solicitaba tan encarecidamente, no surgiera.

AL ENCUENTRO CON EL MAESTRO.- EL TEMPLO DE JERUSALÉN



El camino hasta Jerusalén transcurrió con relativa calma, los
controles del ejército israelí hacían que la puntualidad no fuera
más que una bonita palabra en el tablón de horarios de la estación  de autobuses.
Otro ejército aparecía en mi mente, soldados romanos vigilaban
la calzada observando a todos los que nos aproximábamos a
Jerusalén. Aunque esos días éramos tantos los que nos
acercábamos que no podían impedir que los “enemigos” de Roma
entráramos con facilidad.
Hoy, palestinos y judíos, transitan recelosos unos de otros, el
“veneno” del odio está inoculado en cada uno de ellos. Cada gesto, cada movimiento les delata. El miedo parece gobernar la Ciudad Santa. Algunos políticos y dirigentes religiosos han hecho a la perfección su labor en ambos bandos. Se respira un ambiente de calma tensa, frío y desolador.

¡Cuántas palabras pronunciadas en nombre del amor y la verdad
con el único objetivo de tener dominado a un pueblo, adormecido,
sojuzgado!
¡Cuánto disfraz bajo el nombre de la justicia para no querer
reconocer la igualdad de todos los habitantes de esta tierra, donde
nadie es realmente superior ni inferior a nadie!

Transitamos por las calles empedradas, los puestos apostados a
ambos lados ofrecían sus mercancías, el griterío era constante. En  aquella ocasión no estaba solo, varios amigos me acompañaban y  el Maestro nos esperaba. Sabíamos que el Sanedrín se reuniría.
Roma estaba nerviosa pues el imperio en oriente no iba todo lo bien que esperaban, levantamientos contra su opresión ocurrían cada poco tiempo, había que atajar el problema de raíz.
Allí estaba Él, esperándonos junto a la fuente, aún sentado destacaba por su altura y porte. Nos saludamos efusivamente, un
abrazo dado con corazón, el reencuentro de viejos amigos.
―¡Vamos! exclamó Él con voz firme.
Tras recorrer varias callejuelas llegamos a la plaza central frente
al Templo, subimos por la escalinata que nos adentraba en su patio. En él todos podíamos acceder, judíos y gentiles; la vida de éste era agitada en el Sabbat, el espectáculo era a veces deprimente; si fuera había puestos, dentro no cabía una aguja, todo se vendía y todo se compraba.
El Maestro se detuvo mirando con tristeza a su alrededor.
¡Continuemos! Esta vez su voz estaba apagada, su corazón permanecía turbado.
Le pregunté:

—¿Rabí, por qué permiten que esto ocurra en tierra sagrada?
¿No habría que echarlos de aquí como fuera, aunque sea a
empujones y latigazos?
—Dejadles —dijo el Maestro— que ellos se ahoguen en su propia agua.

El Maestro continuó en silencio hasta el edificio del Templo, aquí ningún extranjero podía pisar, se sentó y nosotros a su alrededor. Me miró, sus ojos estaban vidriosos y, tras un silencio en que Él sólo sabe qué ocurre en su interior, comenzó a hablar diciendo:
«Nunca empleéis la violencia ni aún con aquel que te ha arrebatado tu Hogar, ninguna causa es tan importante que justifique su uso. Pues aquel que emplea la espada y lastima a su hermano, no basta con que le pida perdón, si éste no se perdona a si mismo vivirá en un infierno aquí en la Tierra. Si no lo hace así su corazón se convertirá en una dura roca. Entonces atraerá para sí lo que mal llamáis infortunio, desgracias, cuando sólo son el medio que el Espíritu emplea para ablandar y volver a hacer de carne y sangre su corazón, de luz y fuego su alma.

Si permites que tu Templo sea ocupado por la codicia, la avaricia, la soberbia, la mezquindad, el egoísmo. Si dejas que los mercaderes del Templo se adueñen de tu Hogar y te arrojen fuera de él. ¿Qué quedará de ti? ¿A dónde irás?
Tu Hogar, tu Templo, es la Casa de mi Padre, os fue dada para que hicierais de ella el lugar donde se reúnen el Cielo y la Tierra.»
Se levantó y llevándose las manos al corazón, miró al Santuario
del Templo y continuó:
«Sólo el Amor tiene cabida en la Casa de mi Padre. Todo vuestro ser, desde los pies hasta el último cabello tienen la misma
importancia para Él.
En cada uno de sus hijos dejó una semilla que debéis cuidar, dejar crecer y madurar. Su Espíritu espera pacientemente este momento, entonces se cumple su promesa de liberar a su pueblo de la esclavitud y os convertís en su Santuario Vivo, en la Tierra Prometida, la Nueva Jerusalén.»

Nos quedamos sin palabras, nada podía salir de nosotros más que un sentimiento indescriptible. Miré a mi alrededor y un inmenso gentío nos rodeaba en silencio, entonces el Maestro se introdujo en el Santuario para orar al Padre, nos pidió que le acompañáramos y así lo hicimos.
EL ANCIANO JUAN

AL ENCUENTRO CON EL MAESTRO: HOY AQUÍ

 
 
En las playas del Universo,
tras los vientos de la tarde,
en medio de la soledad te encuentro sentado junto a mí.
Me hablas de grandes propósitos,
de esperanzas.
Me dices que cuentas conmigo,
con este pequeño anciano que nada sabe hacer en este mundo,
con todos.
Sólo tengo mi tiempo
que comparto contigo y el destino,
con calma y sosiego,
inquietud y temor.
Nada poseo.
Mis manos vacías están.
No tengo sabiduría.
Sólo sé que nada sé,
mas en tus manos deposito mi pequeño espíritu
para que con él haga nuestro Padre su voluntad.
Hoy aquí, mañana no lo sé.
EL ANCIANO JUAN

AL ENCUENTRO CON EL MAESTRO.- LA VOZ



Acabé cerrando los ojos sentado en un banco. Los minutos pasaban, o eso me parecía a mí.
Una música muy suave, un sonido indescriptible pero hermoso me puso el bello de punta. Me pareció que todo se movía a mi alrededor, al instante me encontré en pie… ¡frente a mi mismo!
No podía creer lo que estaba viendo, ahí estaba yo, sentado con los ojos cerrados y a la vez en pie, creía que me estaba volviendo loco. Y de pronto volví a escuchar la misma melodía, me serené sin saber cómo.
La Voz, que esta vez parecía provenir de todas partes, la volví a escuchar diciendo:
«Ya es hora que veas el ser en que te has convertido, has tardado “unos pocos milenios”, pero ha merecido la pena la espera.
Pasaste penurias, sufrimientos, también momentos alegres e inolvidables, todos ellos te fueron moldeando y han hecho, has hecho de ti quien hoy eres. Lo debes a tu esfuerzo y abnegación, los que te acompañaron y acompañaste, están muy contentos.
Hoy el cielo canta una canción, la tuya, la del ritmo de tu corazón sonando en armonía junto a miles, millones de hijos de Dios.
Hoy ha nacido un hijo del Espíritu.
¡Empieza a caminar!»

EL ANCIANO JUAN

AL ENCUENTRO CON EL MAESTRO.- EL HIJO PRÓDIGO

 
 
¿Cómo expresar con palabras lo inconmensurable,
compartir el gozo, el deleite,
la complacencia,
del encuentro con la divinidad inmanente?
Solo, en el silencio, escucho tu himno de alabanzas:
¡Alabados sois, porque veis el Reino en medio de la iniquidad!
¡Alabados sois, porque aun no siendo del mundo lo dais todo por
él!
¡Alabados sois, porque os creé a todos semejantes a Mí!
¡Alabados sois, hijas e hijos míos, porque allanáis el camino al
Maestro, vuestro hermano!
¡Alabados sois, hijas e hijos del Amor, en Mí vivís por siempre!
Tu fuego purificador ha sanado a la ignorancia
convirtiéndola en luminiscencia.
El rayo de tu luz señala el camino a seguir.
El encuentro celestial ya no es una quimera.
Hoy, aquí y ahora,
vives en cada uno de nosotros.
Hoy, el hijo pródigo vuelve a casa.
EL ANCIANO JUAN


AL ENCUENTRO CON EL MAESTRO.- LA HORA DEL VIENTO



Amanece en el desierto. La oscuridad va dejando paso a la luz del alba.
El frío de la noche se aleja, dejando una estela de rocío sobre las pocas plantas que se atreven a crecer en esta inmensidad encantada.
Un pequeño escarabajo despierta haciendo un surco bajo la arena comenzando su diaria tarea en búsqueda de alimento.
Poso mis manos sobre la fina arenisca, las lleno de ella elevándolas al cielo; abriéndolas y dejando la arena caer cual reloj sin tiempo que marcar, sus diminutas partículas se esparcen llevadas por el viento, lejos, no importa dónde.

Los primeros rayos comienzan a perderse en el horizonte, pronto el rey Sol se dejará ver en todo su esplendor.
Sumido en la contemplación del bello espectáculo de un nuevo día, único, irrepetible, unas palabras resurgen en mi corazón:
«Yo envío delante de mí a mis hermanos, allanad el camino de mi vuelta, os traigo lo que os prometí».
«Ven, conmigo ven, llegó la hora del viento».

EL ANCIANO JUAN
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