jueves, 30 de marzo de 2017

FRANCISCO DE ASÍS.- CAP. 5: EL BESO AL LEPROSO


San Antonino de Florencia (1389-1459), en su Crónica Eclesiástica, resume en dos palabras la ocupación de Francisco en los primeros años que siguieron a su separación de los amigos y a su renuncia a la vida de los placeres: «Vivía ora escondido en la soledad de las grutas, ora trabajando en reconstruir iglesias». La oración en la soledad y el trabajo personal por la gloria de Dios, he ahí el doble medio de que Francisco echó mano, después de abandonar el mundo, para conocer con toda claridad los designios de Dios acerca de él. A corta distancia de la ciudad y en una de las rocas de la montaña había una gruta, adonde Francisco acostumbraba retirarse a orar, a veces sólo, las más de las veces acompañado de un amigo, el único que parece haberle permanecido fiel después de su conversión. Por desgracia, ninguno de los biógrafos nos ha conservado el nombre de este amigo; Celano se limita a decir que era un personaje importante, «grande entre los demás».
Francisco experimentaba, por naturaleza, una gran necesidad de expansión; sus biógrafos refieren que a veces se veía constreñido, contra su voluntad, a hablar de las cosas de que abundaba su alma.
Es, pues, natural que tuviese íntimas confidencias con dicho amigo, ponderándole, en el lenguaje pintoresco del Evangelio, el alto precio del tesoro por él encontrado en la referida gruta y cuya explotación había empezado con tan lisonjero éxito. Añadía, sin embargo, que él debía emplearse solo en aquel negocio, y por eso, tan pronto como llegaban a la puerta de la gruta, despedía a su amigo y en seguida penetraba.
En aquella caverna sombría y solitaria encontró Francisco su oratorio, donde, con toda libertad, y a toda hora, podía interrogar al Padre celestial. El deseo de cumplir la divina voluntad crecía en él de día en día, y no tardó en entender claramente que, mientras no llegase a saber a punto fijo los designios de Dios acerca de él, no tendría paz en su corazón. A cada momento acudían a sus labios estas palabras del Salmista, que expresan la esencia de la verdadera adoración: «Señor, muéstrame tus caminos; enséñame la verdad de tus senderos».
Mientras más avanzaba en su nuevo tenor de vida, más se esclarecía su mente, más tétrica y detestable le parecía su pasada juventud, más amargamente lamentaba el empleo que había hecho de sus años floridos; el recuerdo de sus diversiones y locuras le llenaban el alma de desazón y saludable espanto. Porque ¿qué seguridad podía abrigar de no recaer? ¡Había recibido ya tantos avisos y de ninguno se había querido aprovechar! Ya vendrían sus amigos a sacarle de su retiro; tornarían a halagar sus sentidos el perfume de los banquetes y las armonías de la viola y del laúd, y entonces ¿de dónde iba a sacar fuerzas para resistir y no precipitarse, como antes, en ese mundo regocijado de fiestas y dorados ensueños, que se presentaba a su fantasía cual lisonjero contraste con esa otra vida que él llevaba tan llena de sinsabores y cotidianos trabajos?
Francisco no tenía confianza alguna en sí mismo, y Dios parecía negarse a otorgarle el socorro que con tantas ansias le pedía. Llena el alma de angustia y desolación, luchaba en la obscuridad de su retiro por llegar cuanto antes a puerto de salud, y cuando, al rayar el alba, tornaba a él su fiel amigo, trabajo le costaba reconocerle al través de las torturas y ruinas que ostentaba su rostro lloroso y demacrado.
Así fue como llegó Francisco a ser hombre de oración. Desde entonces empezó a experimentar la inefable dulzura que produce el trato íntimo del alma con Dios, en tales términos que, cuando se le acercaban en las calles o en las plazas sus compañeros, luego los dejaba y corría a la iglesia más vecina a ponerse en oración arrodillado delante del altar. 
Mientras estos cambios se verificaban en el corazón de Francisco, su padre se ausentaba frecuentemente de Asís, y durante estas ausencias, su madre, que según dicen todos los biógrafos le amaba más que a los otros hijos, le daba toda libertad para que hiciera todo lo que le viniese en gana. Por lo demás, parece que por aquel tiempo todavía vivía la misma vida de familia que antes; sólo que en sus festines los pobres habían reemplazado a los amigos: a los pobres buscaba, con ellos tenía sus diversiones y banquetes, para ellos eran todos sus cuidados y regalos. 

Un día, al ir con él su madre a sentarse a la mesa, observó ella que su hijo había puesto tanta cantidad de pan, que bastaba para numerosa familia; preguntóle qué significaba semejante inusitado lujo, y Francisco le respondió que aquel pan se destinaba a los pobres. Si le acontecía topar por la calle con un mendigo pidiendo limosna, le daba todo el dinero que llevaba consigo; si no tenía dinero a mano, daba el sombrero, el cinto y, en casos extremos y con los debidos miramientos, hasta la ropa interior.  También le preocuparon desde entonces las necesidades de los sacerdotes y de las iglesias pobres, y a menudo compraba vasos sagrados que enviaba secretamente a las iglesias que los habían menester, dando así las primeras muestras de esa ferviente solicitud de toda su vida por el decoro de las iglesias y que, andando los años, le impulsaría a enviar «a todas las provincias de la orden hermosos moldes hostieros, para que en todas partes pudiesen hacer lindas hostias para el santo sacrificio».

Sin embargo, ahora eran los pobres el objeto de todos sus pensamientos y desvelos; su ocupación continua era visitarlos, escuchar sus lamentos, aliviar su mísera condición; deseaba ardientemente estar en lugar de ellos, siquiera una vez, para saber por experiencia propia lo que es ser pobre, lo que pasa en el interior de un pobre cuando, sucio y harapiento, humilde y abatido, sombrero en mano, demanda socorro. Muchas veces, a buen seguro, trató de satisfacer esta curiosidad, quedándose horas enteras a las puertas de los templos, mezclado con los pordioseros. Pero una cosa es ver a los mendigos y otras serlo, practicar la mendicidad, verse forzado a detener a los transeúntes e implorar su compasión. Francisco llegó, pues, a convencerse de que no comprendería nunca la pobreza, a menos de hacerse pobre y ponerse a mendigar, y este convencimiento le causaba honda congoja al ver que en Asís, donde todo el mundo le conocía, no le era posible poner en práctica tan acariciado ideal.
 
Entonces surgió en su mente la idea de emprender una peregrinación a Roma, donde, extranjero y desconocido, podría sin obstáculo sentar plaza entre los mendigos.

Puede ser que este propósito de la peregrinación a la tumba de los Apóstoles se lo inspirasen también otras circunstancias particulares. Consta, en efecto, que desde el 14 de septiembre de 1204 hasta el 26 de marzo de 1206, y desde el 4 de abril hasta el 11 de mayo de este mismo año, Inocencio III residió en Roma, y sin duda una permanencia tan prolongada en las insalubres orillas del Tíber tuvo que estar motivada por ceremonias especiales en la basílica de San Pedro, tal vez acompañadas de la concesión de una indulgencia solemne. El hecho es que también el obispo de Asís se trasladó en tal ocasión a la Ciudad Eterna.
 

Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que Francisco fue a Roma por aquel tiempo, aunque de tal visita tenemos pocas noticias. Entrando por la vía Flaminia, es verosímil que al punto se dirigiera a San Pedro, donde es seguro que halló gran número de peregrinos que, conforme a las costumbres observadas en casos tales, echaban monedas, a guisa de ofrendas, por la fenestella o ventanilla enrejada de la tumba del Apóstol. Los más, naturalmente, no echarían sino pequeñas monedas de vellón; pero nuestro peregrino, no del todo curado todavía de su antiguo espíritu de ostentación, como llevaba la bolsa bien abastecida, gracias a la solicitud de su madre, arrojó todo un puñado de piezas de oro por entre los barrotes de la ventana; y fue de manera que los circunstantes, al percibir el sonoro choque de las monedas contra el pavimento, se maravillaron, pensando quién podría ser aquel peregrino tan locamente pródigo de su dinero.
 Mientras ellos cavilaban, Francisco, saliendo de la iglesia, llamó con cierto signo de cabeza a uno de los mendigos, le pidió sus harapos y, vestido de ellos, se volvió a donde estaban los demás a realizar, por fin, el objeto principal de su viaje a Roma, implorando, a las puertas del templo, la caridad de los que entraban y salían. Sobre el estado de ánimo en que él se encontraba a la sazón, habla bien claro uno de sus biógrafos, quien nos dice que «pedía limosna en francés, lengua que él gustaba mucho de emplear, aunque no la poseía con perfección». El francés era para él la lengua de la poesía y de la religión, la lengua de sus más dulces recuerdos y de sus momentos más solemnes, pues a ella recurría cuando su corazón rebozaba de júbilo y entusiasmo, desdeñando entonces su lengua vernácula por manoseada y vulgar; el francés era por excelencia la lengua nativa de su alma; siempre que hablaba en ella, todos sabían que estaba lleno de contento.
Ignoramos cuanto duró su estancia en Roma. Tal vez sólo un día. Los biógrafos se limitan a decir que, tan pronto como cumplió su deseo de participar del pan de los mendigos, depuso los harapos y, volviendo a tomar sus propios vestidos, se volvió a su patria. Ya había probado personalmente la pobreza, llevando andrajos sobre sus carnes y comido el pan de limosna. Cierto, al volver a vestir sus ricos hábitos ordinarios y al sentarse de nuevo en la opuesta mesa de su hogar paterno, no pudo menos que sentirse cómodo y aliviado; pero, en cambio, le quedaba el placer inefable de haber saboreado el encanto espiritual que produce la falta de lo necesario y la ausencia de todo bien temporal, como no fuese un sorbo de agua de la fuente, un pedazo de pan de la caridad y, por todo lecho, la tierra desnuda bajo el azul del cielo al resplandor de las estrellas.
 ¿A qué afanarse tanto por las cosas de este mundo, por acumular riquezas, poseer casas y jardines, muchedumbre de siervos y ganados, si con tan poco basta para vivir? ¿No ha dicho el Evangelio «bienaventurados los pobres»? ¿No ha enseñado que «es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos»?

Tales pensamientos bullían en la mente de Francisco a su vuelta de Roma, obligándole a recurrir a Dios, con más fervor que antes, en demanda de luz y dirección. De los hombres bien sabía que nada podía esperar, pues hasta el amigo que solía acompañarle a la gruta había ido poco a poco retirándosele en vista de que el decantado tesoro de cuyo hallazgo tanto se jactaba Francisco, no aparecía. La única persona a quien, de cuando en cuando, descubría su corazón era el obispo de Asís, Guido, que parece haber sido su confesor ordinario ya desde los primeros pasos de su nueva vida. Así lo indica la Leyenda de los Tres Compañeros: «El obispo de la ciudad de Asís, a quien Francisco acudía con frecuencia para aconsejarse de él...».  Según el Espejo de Perfección, Francisco dijo, poco antes de su muerte, a cierto «señor Buenaventura» de Siena: «Desde el comienzo de mi conversión puso el Señor en boca del obispo de Asís sus palabras para que me aconsejara y confortara en el servicio de Cristo».  
Leemos asimismo en el Anónimo de Perusa: «Grandes y pequeños, hombres y mujeres, todos despreciaban y escarnecían a los nuevos penitentes. La única excepción era el obispo de Asís, a quien acudía con frecuencia Francisco en demanda de consejo» (AP 17). Todos estos pasajes, y otros, demuestran que Francisco mantuvo, desde los comienzos de su vida religiosa, muy íntimas y cordiales relaciones con su obispo.

Pero los biógrafos del Santo no nos dicen nada sobre este período de meditación callada y solitaria; en cambio él mismo nos ha dejado en su Testamento, escrito pocos años antes de morir, preciosas confesiones, por ejemplo ésta: «El Señor me dio la gracia de que así comenzase a hacer penitencia; porque, como yo estuviese entonces envuelto en pecados, me era muy amargo ver a los leprosos; pero el Señor me trajo a ellos, y usé de misericordia con ellos». La condición de los leprosos en la Edad Media era mucho mejor que la de todos los demás enfermos y pobres; porque, en vista de cierto pasaje de Isaías (53,4), se les consideraba como símbolos vivos del divino Salvador más que a todo el resto de la humanidad paciente. Gregorio el Grande cuenta la historia del monje Martirio, quien, habiendo encontrado por el camino a un leproso agobiado de dolores y falto de fuerzas para continuar su viaje, le envolvió en su propio manto y, tomándole en brazos, se lo llevaba a su convento, cuando he aquí que de repente el leproso se trueca en Jesucristo, quien, antes de desaparecer, da su bendición al monje, añadiendo: «Martirio, tú no te has avergonzado de mí en la tierra; yo tampoco me avergonzaré de ti en el cielo». Análogos casos se cuentan de S. Julián el hospitalario, del Papa IX, del bienaventurado Columbino, etc.
Eran, pues, los leprosos de la Edad Media objeto de una solicitud de todo en todo particular; eran los pobres preferidos por la caridad tanto privada como pública. Había toda una orden de caballería, la de San Lázaro, fundada especialmente para cuidar de ellos. La Europa entera estaba sembrada de lazaretos; a fines del siglo XIII ascendía a 19.000 el número de estos benditos asilos, donde los leprosos vivían en una especie de comunidad conventual. Así y todo, aquellos infelices arrastraban una vida llena de miseria y de tristeza, excluidos como estaban de la sociedad en todos los países, en virtud de leyes severas que les vedaban tener relación alguna con las demás gentes.

Como en toda Italia, había también en Asís un hospital de leprosos, instalado fuera y a cierta distancia de las murallas, sobre el camino que va a la Porciúncula, más o menos en el mismo sitio que hoy ocupa el grandioso edificio denominado Casa Gualdi. Dicho hospital se llamaba de «San Salvador de los Muros» y estaba a cargo de una orden recién fundada, bajo Alejandro III, expresamente para el cuidado de los leprosos; la orden de los Crucíferos.

Muchas veces había pasado Francisco por delante de esta casa; pero siempre, sólo al verla, experimentaba profundo disgusto. De buen grado daba limosna para los leprosos, pero a condición de que otro se encargara de llevársela. Cuando el viento soplaba del lado del hospital y llegaba hasta San Francisco el hedor repugnante de la fatal enfermedad, él al punto volvía el rostro y echaba a correr, tapándose las narices.

Aquí estaba, pues, su mayor debilidad; aquí era donde iba a librar más recia batalla y a obtener más espléndida victoria.

Un día, estando en su acostumbrada oración, oyó, por fin, la anhelada respuesta, y fue la siguiente: «Francisco, si quieres conocer mi voluntad, has de despreciar y aborrecer cuanto aman y apetecen tus sentidos. Cuando esto hayas logrado, entonces te será amargo e insufrible lo que antes te era dulce y deleitoso, y hallarás gozo y contentamiento en lo que antes detestabas». Francisco entendió el programa que estas palabras encerraban para él, el tenor de vida que le indicaban con toda claridad.

Sin duda alguna, en estas palabras iba meditando en uno de esos paseos que solía hacer por el valle de la Umbría, cuando de repente se le espanta el caballo y descubre delante de sí, como a veinte pasos de distancia, a un leproso en el traje que usaban los de su condición y que era muy fácil reconocer. Su primer impulso fue volver grupas y huir más que ligero; pero al instante tornaron a resonar en su conciencia distintas y netas las referidas palabras: «Lo que te era odioso te será en adelante dulce y amable». ¿Y qué cosa más horrible para él en el mundo que un leproso? Llegado era, pues, el momento de que se cumpliera en él la palabra del Señor.
 
Haciendo un extraordinario esfuerzo de reflexión, se apea del caballo, avanza hasta el leproso a despecho del hedor nauseabundo que ya le invade el olfato, le da limosna y le besa la mano cubierta de asquerosas llagas.

Un momento después se halló sobre su caballo sin saber cómo: tan honda emoción había experimentado. El corazón le latía de modo extraordinario; temblaba de pies a cabeza y no supo el camino que tomó. Pero el Señor había cumplido su palabra: el bienestar y el gozo más inefable inundaba todo su ser; no hallaba cómo contener en su pecho la alegría; iba nadando en un mar de felicidad nunca soñada; linfas y auras de paraíso refrescaban la tierra sedienta de su corazón.
 Al día siguiente tomó muy de agrado el camino de «Salvador de los muros», que antes miraba con tan vivo horror; llegado a la puerta golpeó, le abrieron, y entró por primera vez en su vida en el hospital de los leprosos. De todas las celdas acudieron a él los míseros enfermos con sus rostros carcomidos, cegados y sanguinolentos los ojos, los pies hinchados y torcidos, las manos sin dedos... Toda aquella espantable muchedumbre se agrupó en torno del hijo del mercader, exhalando de sus enfermas gargantas tan insufrible fetidez, que Francisco, a pesar de su heroísmo, no pudo menos de taparse un momento las narices para defenderse de la infección. Pero en seguida logró reponerse, metió la mano en el bolsillo, que llevaba repleto de dinero, y se puso a repartir limosna, cubriendo las manos de los enfermos a un mismo tiempo de dinero y de tiernos besos, como había hecho la víspera con el leproso del camino. Sin duda alguna, Francisco había obtenido la victoria más grande a que puede aspirar el hombre: la victoria sobre sí mismo. Ya era dueño, y no (¡ay! como tantos de nosotros) esclavo de sí propio.
 
Pero en esta lucha interna no hay triunfo tan completo que ahorre toda ulterior vigilancia; porque el enemigo, vencido y todo, siempre queda al acecho del momento oportuno para la represalia. Francisco había ganado una gran batalla; pero debía prepararse para las pequeñas escaramuzas en que aún podía sucumbir. Continuó, pues, frecuentando diariamente su gruta y sus ejercicios de oración.

A menudo le acontecía encontrar en el camino a cierta vieja jorobada, de esas miserables criaturas que, en los países del sur, acostumbran refugiarse en la semi-oscuridad protectora de los templos, donde se lo pasan manoseando el rosario, o dormitando; pero apenas ven que se acerca un extranjero, se arreglan el pañuelo en la cabeza y salen de su escondite cojeando y extendiendo la mano sucia en demanda de limosna: ¡Un soldo, signore! ¡Un soldo, signorino mío!. Una vieja tal era la de nuestra historia. Apenas veía venir a nuestro joven, se le atravesaba pidiéndole la limosna, y tanto llegó a molestarle que, al fin, acabó por despertar en él, con su desaliño y feo talante, la antigua adversión a la suciedad y a la miseria. 
A medida que avanzaba en su camino, y el sol le bañaba con sus fulgores, y las campiñas verdegueaban, y el velo azul se desplegaba por el horizonte cubriendo los montes y los valles, más claramente resonaba en sus oídos la voz insidiosa de la tentación: «¿Conque es verdad que quieres abandonar todo eso? ¿Es verdad que quieres dar el adiós eterno a la luz del sol, a la vida y al placer, a los festines alegres, a las sabrosas canciones, y encerrarte en esa sombría caverna, malbaratando así lo más florido de tu juventud en inútiles oraciones, para llegar a ser después un viejo loco y miserable, que se arrastre de iglesia en iglesia, suspirando desolado y acaso maldiciendo en secreto la malgastada vida?»

Así murmuraba el enemigo malo al alma de nuestro joven, y, a buen seguro, hubo momentos en que éste, aguijoneado por la juventud, por su natural amor a la luz y a la alegría, por sus nativas aspiraciones caballerescas, llegó a vacilar, a bambolearse bajo el peso de la tentación. Pero no bien penetraba en su gruta, recordaba la calma, el dominio sobre sí mismo, y cuanto más recio había sido el combate, tanto más profunda era la paz y más dulce el consuelo con que Dios le regalaba en la intimidad de la oración.
 J. Joergensen

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