Sigamos a los tres viajeros camino de En-Gedí en la margen occidental del Mar Muerto, donde existía un antiguo y escondido Santuario Esenio, residencia de algunos solitarios, especie de delegados de confianza del Supremo Consejo, a los fines de facilitar a los Hermanos de la Judea el concurrir a las asambleas en días especiales, como los había igualmente en el Monte Ebath para los de Samaria, en el Carmelo y el Tabor para los galileos, y en el Hermón para los de Siria.
El Gran Consejo de los Setenta Ancianos conductores de la Fraternidad Esenia, tenían su residencia habitual en los Montes de Moab, en la ribera oriental del Mar Muerto, allí donde sólo llegaban seres humanos, de año en año, para subir a un nuevo grado, o analizar las pruebas designadas para cada grado, pues las consultas más sencillas eran atendidas por los esenios de los pequeños Santuarios de que ya se ha hecho mención.
Era En-Gedí una aldea antigua y de sombrío aspecto, pues aquella comarca salitrosa y árida, muy pocos encantos ofrecía a los viajeros.
Entre las últimas casas, hacia el oriente, se encontraba la vivienda de dos fornidos mozos, que con su anciana madre vivían de la fabricación de manteca y quesos de una gran majada de cabras que poseían, a más de la carga de leña que a lomo de asno transportaban a las aldeas vecinas. Esta casa era conocida de todos por la Granja de Andrés.
Había sido el jefe de la familia, pero ya no vivía desde hacía varios años atrás. A la puerta de esta casa, llamaron nuestros viajeros al anochecer del día siguiente de haber emprendido el viaje. Un postiguillo en lo alto de la puerta se abrió y por él, entró Elcana su mano haciendo con ella el signo de reconocimiento de los esenios, al mismo tiempo que decía las palabras del santo y seña: “Voz del silencio”.
El signo, era la mano cerrada con el índice levantado hacia arriba. La puerta se abrió enseguida y los viajeros, ateridos de frío, sacudieron la nieve de sus gruesas calzas de piel de camello, y se acercaron de inmediato a la hoguera que ardía en rojizas llamaradas. Una anciana de noble faz, cocía el pan y varias marmitas humeaban junto al fuego. Cuando se quitaron los pesados gorros de piel que les cubría gran parte del rostro, los tres fueron reconocidos por la familia de Andrés, pues ese mismo viaje lo hacían una vez cada año.
-Novedades grandes debéis tener cuando habéis venido en este crudo día en que ni los búhos salen de sus madrigueras –observó Jacobo, el mayor de los muchachos. — ¡Grandes noticias!, –exclamó Elcana–.
Y así os rogamos que nos dejéis pasar a la presencia de los solitarios. —No será sin que antes hayáis comido junto con nosotros –observó la anciana, cuyo nombre era Bethsabé. —
Así daréis tiempo a que los Ancianos terminen también su cena que es justamente a esta misma hora –añadió Jacobo. —
Bien, Hermanos, aceptamos vuestra oferta –respondieron los viajeros. Y acto seguido aquellos seis modestos personajes rodearon la sencilla mesa de la Granja de Andrés el leñador, que durante toda su vida pasó en aquella cabaña sirviendo de portero a la subterránea entrada al templo de los esenios; humilde tarea que seguían cumpliendo su viuda y sus hijos, también para toda su vida, pues entre los esenios las misiones de este orden eran como una honrosa investidura espiritual, que pasaba de padres a hijos como sagrada herencia a la cual tenían derecho hasta la cuarta generación.
La frugal comida, leche de cabra con castañas asadas, higos secos, queso y miel, terminó pronto; y Jacobo encendiendo en el hogar una torcida encerada que les servía de antorcha, dijo: —Estoy a vuestra disposición. —Vamos –contestaron los tres viajeros. —
Id con Dios y hasta mañana –dijeron a la vez la madre y el hijo menor, jovenzuelo de diecisiete años, a quien llamaban Bartolomé.
Los tres viajeros precedidos de Jacobo, pasaron de la cocina a un pajar, al extremo del cual se encontraba el inmenso establo de las cabras. Detrás de una enorme pila de heno seco, y dando rodeos por entre sacos de trigo y de legumbres, Jacobo removió una lámina de piedra de las que formaban el muro, y un negro hueco apareció a la vista. Era una pequeña plataforma, de donde arrancaba una escalera labrada en la roca viva que subía hasta diez escalones. A la terminación de ellos, se encontraba una puertecilla de hierro que apenas daba lugar al cuerpo de un hombre. Del interior de la puerta salía el extremo de una cuerda. Jacobo tiró de ella, y muy a lo lejos se oyó el tañido de una campana que resonó suavemente.
A poco rato el postiguillo de la puerta se abrió y la luz de la antorcha de Jacobo alumbró un blanco rostro del Anciano que escudriñaba al exterior. — ¡Voz del silencio! Hermanos esenios traen grandes noticias y piden hablar con los Ancianos.
Vio el rostro de Jacobo y sonrió bondadosamente. —Bien, bien... Esperad unos minutos. La puertecita se abrió pesadamente después de un breve rato, y los tres viajeros entraron a una habitación baja e irregular, de cuya techumbre pendía una lámpara de aceite. Siete esenios de edad madura esperaban sentados en el estrado de piedra que circundaba la sala. —
Por esta noche quedan aquí los viajeros –dijo el esenio portero a Jacobo–. Vete a dormir y ven por ellos mañana antes del mediodía. –Y el joven se retiró. Una hoguera recientemente encendida brillaba en un ángulo de la habitación, y una gruesa estera de fibra vegetal y algunas pieles de oveja, daban al rústico recinto un aspecto confortable. Y en pequeños taburetes frente al estrado, los viajeros en profundo silencio se sentaron. —
Que la Divina Sabiduría ilumine nuestra mente, y que la Verdad mueva nuestra lengua. Hablad. Estas solemnes palabras fueron pronunciadas por el Anciano que ocupaba el lugar central.
—Así sea –contestaron los tres viajeros.
Enseguida Elcana refirió cuanto el lector conoce desde los sueños de él y su esposa, la llegada de Myriam y Yhosep a su casa, y cuanto allí había ocurrido. Cuando él terminó, Josías y Alfeo relataron a su vez lo que habían visto mientras observaban la conjunción de los grandes planetas. De un hueco en forma de alacena, cuya puertecilla era una piedra que se corría, uno de los Ancianos extrajo un rollo de telas enceradas, tabletas de madera y de arcilla y en el más profundo silencio, comenzaron entre los siete a recorrer aquellas escrituras. —
En verdad Hermanos, que vuestra noticia es de trascendental importancia –dijo por fin el Anciano Servidor, como llamaban ellos al jefe o mayor de la casa. —El tiempo era llegado y la conjunción marcó la hora última de la noche pasada sobre la constelación de Piscis que prohíja al país de Israel –añadió otro de los Ancianos. —Tal acontecimiento ha sido comprobado por todos nosotros –observó un tercero–, y ya los Setenta deben esperar de un momento a otro este anuncio que nos traéis vosotros. — ¿De cuánto tiempo disponéis para esta misión? –preguntó el Servidor. —Del que nos mandéis –respondieron los tres viajeros a la vez. —
El sacrificio que habéis realizado en esta cruda noche de nieve, la voluntad firme y la más firme adhesión a nuestra Fraternidad bien merece a lo que juzgo, una compensación espiritual de nuestra parte. ¿De qué grado sois en la Orden? —
Hace seis años que entramos al primero: “la hospitalidad y el silencio”; y por mi parte creo haber cumplido con regularidad –contestó Elcana. —Yo –dijo Josías–, he faltado sólo una vez a la hospitalidad en el caso de presentarse a mi puerta un prisionero de la Torre Antonia, a quien buscaba la justicia con mandato de entregar vivo o muerto. Le di pan y frutas y le pedí que pasara de largo para no verme obligado a entregarlo.
Aún vivía mi esposa y mi hija no era casada, y creí que mi vida les era necesaria a ellas. —No pecaste ante Dios ni ante la Fraternidad, Hermano, que jamás obliga a sacrificar a los demás consigo mismo. Otra situación hubiera sido si estuvieras solo en el mundo. —Y yo –refirió Alfeo–, he faltado al silencio reglamentario en un caso en que no fui capaz de dominarme. Hubo riña entre dos pastores por causa mía y a no ser por mi propia intervención y la de otros vecinos, hubiéramos tenido que lamentar una muerte.
“Venía observando de tiempo atrás que un pastor sacaba la leche de las cabras de cría de su vecino, y los cabritillos de éste iban enflaqueciendo y muriendo en la época de frío.
El infeliz pastor se quejaba de su mala suerte, y llamaba injusticia de Dios que sólo sus cabritillos estuvieran lánguidos y raquíticos, cuando él tanto se esforzaba para cuidar a las madres. “Como ya pasara más de un año tragándome la lengua para guardar el silencio, un día no pude más y dije al pastor perjudicado: Ven, observa desde mi granero. Y desde allí, él vio lo que yo veía desde hacía más de un año. Y aquí fue que ocurrió el drama, al final de todo lo cual el mal vecino fue condenado a indemnizar los daños causados, con la amenaza de ser expulsado de la comarca si se repetía el caso. —
Tampoco tú has pecado contra Dios ni contra nuestra Fraternidad, Hermano, porque había daño a tercero, y ese tercero tendría esposa e hijos que sustentar, y a la larga, todos ellos padecerían miseria y hambre si aquella situación se prolongase indefinidamente. El hablar cuando es justo, no es pecado. El hablar sin necesidad ni utilidad para nadie, es lo que está vedado por nuestra ley.
“Y como estamos autorizados en este Santuario para ascender hasta el grado tercero, pasemos al Santuario donde recibiréis del Altísimo el don que habéis conquistado”.
El esenio portero que era uno de los siete de aquel pequeño Consejo, se acercó a los viajeros entregándoles tres paños de finísimo lino. Los tres rápidamente se vendaron los ojos. Entonces el Servidor apagó la lámpara de aceite, cubrió la hoguera con una campana de arcilla, y en la más profunda obscuridad, se sintió el correr de una piedra de la muralla y luego el crujido de una puerta que se abría.
Los tres viajeros unidos por las manos y conducidos por el portero, anduvieron unos veinte pasos por un pavimento liso y cubierto de suave arenilla, al final del cual sintieron otra puerta que se abría y que penetraban en un ambiente tibio y perfumado de incienso. El Servidor les quitó las vendas y los tres cayeron de rodillas, pronunciando las palabras del ritual mientras se inclinaban a besar las losas del pavimento: —
“Sed bendito por los siglos de los siglos, ¡Oh, Santo de los Santos! Dios misericordioso que me has permitido entrar a este sagrado recinto donde se escucha tu voz”. Acto seguido, tres esenios les cubrieron con el manto blanco de las consagraciones, y les acercaron hacia el gran candelabro de siete cirios, en el cual sólo estaba encendido uno: era el grado primero que ellos tenían. Enseguida fue descorrido el espeso cortinado blanco que desde el techo caía detrás de la lámpara, y aparecieron siete grandes libros abiertos sobre un altar de piedra blanca, encima de cada uno de ellos aparecían escritos en letras de bronce los nombres de los grandes maestros esenios desaparecidos: Elías, Eliseo, Isaías, Samuel, Jonás, Jeremías y Ezequiel. Y más arriba de los siete libros aparecía tallada en piedra, una copia de las Tablas de la Ley Eterna grabada por Moisés, cuyo original estaba en poder de los Setenta en el Santuario de los Montes Moab.
Las repetidas cautividades del pueblo hebreo y las devastaciones de los santuarios de Silo, de Betel y de Jerusalén, obligó a los discípulos de Essen, a salvaguardar aquel sagrado legado de Moisés en las profundas cavernas del Monte Moab.
Y suspendida de la techumbre iluminando las Tablas de la Ley, resplandecía una estrella de plata, cuyas cinco puntas eran lamparillas de aceite que ardían sin apagarse nunca.
Aquel era el Símbolo Sagrado de la gran Fraternidad Esenia, cuyo oculto significado era: la Luz Divina que iluminó a Moisés, en el Monte Horeb y el Sinaí, de donde surgió la Ley que permanece hasta hoy como brújula eterna de esta humanidad.
Y en los siete enormes libros de telas enceradas, estaba escrita la vida y enseñanza, profecías y clarividencias de cada uno de aquellos seres venerados como maestros de la Fraternidad Esenia. Resonaron las cítaras de los esenios cubiertos todos con mantos blancos. El Servidor se ciñó a la frente por medio de un cordoncillo de seda azul, una estrella de plata de cinco puntas que simbolizan la Luz Divina, que imploraba sobre él al hacer la consagración de los tres Hermanos que llegaban al Santuario buscando acercarse más a la Divinidad. Espirales de incienso se elevaban a lo alto, desde pebeteros colocados delante del altar de los siete libros de los Profetas. Con voces austeras y graves, cantaron a coro el salmo llamado el Miserere.
Pedían a una voz y al son de sus cítaras y laúdes, el perdón de sus pecados y la misericordia divina sobre todos los hombres de la Tierra. Terminado el doliente salmo, profunda lamentación del alma humana que reconoce sus errores y se arrepiente de ellos, el Servidor destapó la pilastra de agua que había a la derecha de la gran lámpara de siete cirios, e invitó a los que iban a consagrarse en el segundo grado de la Fraternidad, a sumergir en ella sus manos hasta el codo. Era la ablución de manos, rito que iniciaba la entrada al segundo grado, como la ablución de faz, era la iniciación al primer grado que habían pasado. Aquellas aguas fuertemente vitalizadas por setenta días de transfusiones de elevadas y puras energías, producían una suave corriente dulcísima a los que en ella sumergían sus manos, que después dejaban secar sin contacto de paño ninguno.
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