Hola! Herman@s Quiero compartir con ustedes Enseñanzas de los Maestros Ascendidos y de otros Maestros que han traído tanta Luz a nuestros corazones y hoy, nos pueden enseñar como hacerlo, teniéndolos a ellos como ejemplo y como guías invaluables, que a través del Amor Divino, iluminan nuestro camino hacia la Luz.
jueves, 6 de abril de 2017
FRANCISCO DE ASÍS.- CAP. 8: LOS NUEVOS DISCÍPULOS
La respuesta que Francisco dio a los ladrones del monte Subasio en abril de 1207: Praeco sum magni regis!, «¡Soy el heraldo del gran Rey!», constituyó desde entonces su única divisa y bandera, su lema y grito guerrero para toda la vida; pero, a decir verdad, nunca se dio cuenta cabal de su significado y alcance hasta el día de la misa referida en el capítulo anterior. Desde ese momento ya no tuvo ninguna vacilación y se consagró de lleno al desempeño de su misión de heraldo.
Durante los meses que siguieron a la misa de S. Matías, los habitantes de Asís presenciaron un curioso, nunca visto espectáculo: un extraño tipo de penitente vagabundo recorría descalzo las calles y plazas, deteniendo a los transeúntes para darles «la paz del Señor»; dondequiera que veía algún grupo de personas, allá se iba y, subiendo sobre alguna piedra o desde el umbral de la puerta más cercana, se ponía a predicarles.
Este singular personaje no era otro que el hijo de Pedro Bernardone, que empezaba ya su obra evangelizadora. Su palabra no podía ser más sencilla y ajena al artificio; no hablaba más que de una cosa: del bien supremo de la paz; paz con Dios por la observancia de sus preceptos; paz con los hombres por la rectitud de los procederes; paz consigo mismo por el testimonio de la buena conciencia.
Las ruidosas carcajadas con que, un año antes, acogiera el pueblo de Asís las exhibiciones del joven convertido, a partir de la escena del palacio episcopal se trocaron en respetuoso silencio; ya nadie se mofaba de él, sino que le escuchaban con atención y hasta con cierta reverencia; sus palabras no se extinguían en las ondas del aire, sino, cual granos fecundos, iban derecho a muchos corazones bien dispuestos para recibirlas y deseosos de estrechar sus relaciones con Dios.
Bien pronto se vio Francisco rodeado de compañeros e imitadores. El primero fue, según Celano, un varón sencillo y piadoso de Asís cuyo nombre y vida posterior no nos han sido conservados por los biógrafos, por lo que el honor de haber sido históricamente el primer discípulo de Francisco pertenecerá siempre a Fray Bernardo de Quintaval.
Este Bernardo era también mercader como Francisco, y verosímilmente de su misma edad, aunque no había sido de sus mismos gustos, pues no había pertenecido al grupo de jóvenes alegres que presidía el hijo de Bernardone, cuyas memorables aventuras le habían interesado bien poco. Sin duda, en un principio tuvo, al igual que otros muchos, por fantásticas y transitorias la conversión y las tareas constructoras de Francisco; pero viendo después que el tiempo corría sin que él cambiara de conducta, se trocaron sus sospechas en respeto, sus risas y burlas en sincera admiración.
Probablemente había llevado hasta entonces una vida arreglada y socialmente honorable. Lo que le tocó el corazón y le impulsó a seguir a Francisco fue lo que Sabatier define atinadamente con el nombre de «nostalgia de la santidad». El fuego sagrado prendió en su pecho, es decir, ese anhelo vehemente de abandonar el mundo, que es la esencia íntima del cristianismo, de volver las espaldas a cuanto el alma aprecia y busca inquieta y en vano, de no preocuparse más que de la única cosa verdaderamente necesaria. Poco a poco sintió que dentro de su corazón iba madurando la resolución de seguir materialmente a Francisco, así como le seguía ya moralmente, de hacerse pobre como él, de vestir como él, de compartir la vida que él llevaba. Su anhelo de privaciones y de renuncia de las cosas temporales aumentaba de día en día, sin que, sin embargo, se decidiera a comunicarselo a Francisco; el confidente de sus santos secretos era otro espíritu muy parecido al suyo, canónigo de la catedral de San Rufino, llamado Pedro Catáneo (o Cattani), quien, laico y todo, desempeñaba el oficio de consejero legal del cabildo de Asís. (El primer sacerdote que entró en la Orden fue Fray Silvestre, undécimo o duodécimo de los discípulos de Francisco en el oren cronológico. La noticia de que Pedro Catáneo era jurisperito et canónigo de la iglesia de San Rufino, pertenece a Glassberger: Analecta Franc., II, p. 6).
Cuentan las leyendas posteriores que Bernardo, antes de asociarse definitivamente a Francisco, quiso cerciorarse, por medio de un ardid arriesgado, de la santidad del joven predicador. Le invitó varias veces a alojarse en su casa, lo que Francisco aceptaba de buena gana (probando con esto que no tenía aún domicilio fijo). En cierta ocasión Bernardo hizo preparar para su huésped una cama en su propia alcoba, donde, como era costumbre entre las familias de su clase, ardía una lámpara durante toda la noche. Entonces sucedió el caso siguiente, que narran la Crónica de los XXIV Generales y las Florecillas:
«Francisco, con el fin de ocultar su santidad, en cuanto entró en el cuarto, se echó en la cama e hizo como que dormía; poco después se acostó también messer Bernardo y comenzó a roncar fuertemente como si estuviera profundamente dormido. Entonces, Francisco, convencido de que dormía messer Bernardo, dejó la cama al primer sueño y se puso en oración, levantando los ojos y las manos al cielo, y decía con grandísima devoción y fervor: "¡Dios mío, Dios mío!" (Deus meus et omnia: Mi Dios y mi todo). Y así estuvo hasta el amanecer, diciendo siempre entre copiosas lágrimas: "¡Dios mío!", sin añadir más».
Tomás de Celano trae un relato más breve, pero que concuerda con el anterior en lo sustancial: «Bernardo -dice- lo había visto que, sin apenas dormir, estaba en oración durante toda la noche, alabando al Señor y a la gloriosísima Virgen, su madre». Lo cierto es que al día siguiente Bernardo tomó la resolución irrevocable de seguir a Francisco; pero se lo comunicó indirectamente en forma de demanda de consejo en un caso de conciencia:
-- Cuando alguno ha recibido de su señor, en calidad de depósito, algún bien grande o pequeño, y, después de tenerlo muchos años, no quiere retenerlo más, en tal circunstancia, ¿cuál será para él la mejor manera de obrar?
-- Debe restituir el depósito a aquel de quien lo recibió -dijo Francisco sencillamente.
-- Hermano mío, pues todo lo que yo poseo en punto a bienes temporales lo he recibido de mi Señor y Maestro Jesucristo, y ahora quiero devolvérselo: ¿cómo me aconsejas tú que haga?
-- Lo que me decís, messer Bernardo, es algo tan grande y de tal importancia, que conviene que pidamos consejo al mismo Señor Jesucristo, rogándole que se digne indicarnos la mejor manera de realizar tan grave negocio; conque vamos ahora a la iglesia a leer en el libro de los Evangelios lo que el Señor ordena a sus discípulos.
Es probable que, mientras ambos jóvenes tenían tal razonamiento, llegase por allí el canónigo Pedro Catáneo. Como quiera que fuese, lo cierto es que todos tres se encaminaron luego, por la plaza del mercado, a la iglesia de San Nicolás, situada entonces en el sitio donde ahora hay un cuartel de carabineros. Así que entraron e hicieron un poco de oración en común, Francisco se acercó al altar y, tomando el misal, lo abrió a la suerte, la cual cayó en estas palabras de S. Mateo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo» (Mt 19,21). Abrió segunda vez, también al azar, el libro santo, y leyó: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24). Hizo una tercera consulta y obtuvo por respuesta: «No llevéis nada para el camino» (Mc 6,8). En seguida Francisco cerró el libro y, volviéndose a los dos amigos, les dijo: «Hermanos, ésta es nuestra vida y regla, y también la vida y regla de todos los que deseen vivir con nosotros. Id, pues, hermanos míos, y haced lo que habéis escuchado» (TC 29).
Bernardo se apresuró a poner en ejecución el consejo evangélico: se fue a la plaza que había delante de la iglesia de San Jorge, hoy plaza de Santa Clara, donde empezó a repartir sus bienes a los pobres. Francisco estaba presente a este espectáculo, alabando a Dios con un gozo que apenas podía contener. Porque, además de tener por padre a un mendigo en lugar de Bernardone, Dios le enviaba ahora un hermano que suplía con creces al que había dejado en el hogar.
Mientras Bernardo y Francisco hacían la distribución en la plaza de San Jorge y Pedro Catáneo andaba también reuniendo sus bienes para darles igual cobro, acertó a pasar cerca de allí un sacerdote llamado Silvestre, quien suministrara piedras a Francisco para la reconstrucción de San Damián, vendiéndoselas a bajo precio, sin duda en vista del piadoso objeto a que las destinaba; pero ahora, viéndole derramar tan sin medida el oro, se acercó a Francisco y le dijo: «Las piedras que te vendí me las pagaste tú harto miserablemente». Indignado Francisco al ver tanta codicia en un siervo de Dios, tomó un puñado de monedas en el pliegue del vestido de Bernardo y se lo dio al sacerdote, añadiendo: «Resarcíos ahora, señor sacerdote».
Silvestre recibió fríamente su dinero, dio las gracias y se marchó. Pero cuentan las leyendas que aquel incidente fue para él el comienzo de una vida nueva, porque, entrando en sí y comparando su apego a los bienes terrenos con el desinterés heroico de aquellos dos jóvenes seglares, empezó a sentir en su corazón, cada vez más clara y apremiante, la triunfadora voz del Evangelio: «Nadie puede servir a dos señores». Poco tiempo después Silvestre se presentó a Francisco, suplicándole que le admitiese en el número de sus hermanos.
Unidos en un mismo deseo de seguir a Jesucristo, los tres compañeros, Francisco, Bernardo y Pedro, ordenados todos sus asuntos en Asís, se trasladaron a la Porciúncula y al punto construyeron, no lejos de la pequeña iglesia, una choza de ramas embarradas donde poder descansar durante la noche y orar durante el día.
Allí vino, ocho días después de la conversión de Bernardo, otro joven de Asís llamado Gil (o Egidio), a pedir que se le admitiese también en la santa compañía. La manera como el opulento Bernardo y el sabio jurista Pedro Catáneo habían dispuesto de sus bienes en beneficio de los pobres, no pudo menos de excitar la admiración y ser en la ciudad el tema obligado de todas las conversaciones de plazas y calles y casas particulares. Y en una de esas pláticas domésticas pasadas a la lumbre del hogar, entre el chisporroteo de los tizones de olivo o de castaño (porque las noches de abril son más que frescas en Asís), fue donde Gil oyó a sus padres hablar de Francisco y sus amigos.
Al día siguiente se levantó muy de mañana, «con el alma preocupada por el negocio de su salvación», dicen las antiguas leyendas. Era el 23 de abril, día del santo mártir Jorge, y Gil se fue a la iglesia de San Jorge a oír misa, después de la cual tomó el camino que baja de Asís a la Porciúncula, donde sabía que se hallaba Francisco.
Enfrente del hospital de San Salvador de los Muros, el camino se partía en dos, y Gil, ignorando el que debía tomar, rogó a Dios que se lo inspirase, y Dios le oyó, porque, tomando una de las sendas, a poco de andar por ella divisó a Francisco que salía de un pequeño bosque. Verle, arrodillarse ante él y pedirle que le recibiese en su compañía, todo fue uno. Francisco, observando el piadoso continente del nuevo candidato, le levantó con cariño y le dijo: «Mi querido hermano, grande es la merced que te hace Dios. Si el emperador viniese a Asís y escogiese para caballero o chambelán suyo a uno de los ciudadanos, ¿no es verdad que éste se consideraría muy feliz? ¡Cuánto más te debes regocijar tú, a quien Dios ha elegido para caballero y servidor suyo, llamándote a practicar la santa perfección evangélica!»
En seguida condujo Francisco a Gil a donde estaban los otros dos hermanos y se lo presentó, diciéndoles: «Dios nuestro Señor nos envía un hermano más; gocémonos, pues, en el Señor y comamos ahora juntos en la santa caridad».
Terminada la refección, Francisco y Gil subieron a Asís a procurarse el paño para el hábito del nuevo hermano. Por el camino se encontraron con una pobre anciana que les pidió limosna, y Francisco, volviéndose a Gil, le dijo con semblante angelical: «Mi querido hermano, es preciso que, por amor de Dios, des tu manto a esta pobre mujer».
Acto seguido Gil obedeció y dio su manto a la pobre, pareciéndole, según contó más tarde, que su limosna subía al cielo, y experimentando en su corazón un placer de todo en todo inefable.4
Con Gil eran ya cuatro los hermanos reunidos en la cabaña de la Porciúncula. A la verdad no hubieron menester de otra morada fija en los primeros años, misionando como pasaban continuamente, ya los cuatro juntos, ya de dos en dos. Una vez, salió Francisco acompañado de Gil, que le era particularmente caro y a quien él llamaba (reminiscencia de sus lecturas románticas) «su caballero de la Tabla Redonda», y pasando las fronteras de la Umbría, llegó hasta la Marca de Ancona, región comprendida entre los Apeninos y el mar Adriático. A su vuelta tuvo la felicidad de hallar tres nuevos discípulos: Sabatino, Morico y aquel Juan que recibió después el sobrenombre de Capella, porque, contra la regla de la Orden, fue el primer discípulo que usó sombrero en vez de capucha para cubrirse la cabeza. Todos siete se pusieron de nuevo en marcha, eligiendo Francisco para su misión el valle de Rieti en los montes Sabinos.
Los discursos de Francisco y sus amigos contrastaban, por su extrema sencillez y carencia de ornato, con la oratoria oficial de las gentes de iglesia, y más que sermones elaborados eran exhortaciones ajenas a todo artificio, que salían del corazón e iban derecho al corazón. Tres eran sus temas favoritos: temer a Dios, amar a Dios y convertirse del mal al bien. Cuando Francisco acababa de hablar, siempre añadía Gil con gran ingenuidad: «Amigos míos, lo que él os ha dicho es la verdad; escuchadle y haced como él os ha enseñado».
Nuestros predicadores, vestidos a la campesina, iban por todas partes suscitando la más viva admiración y curiosidad: quiénes los tomaban por «hombres salvajes», quiénes, sobre todo las mujeres, huían al verlos acercarse, quiénes se avistaban con ellos para preguntarles de qué orden eran, a lo que ellos respondían que no eran de ninguna, sino sólo «hombres de la ciudad de Asís que hacían penitencia». Pero en todo caso, penitentes o no, su porte nada tenía de triste y melancólico; iban siempre gozosos, alabando a Dios por su bondad para con ellos, y Francisco les daba el ejemplo con sus cantos en francés. «Habiéndolo dejado todo -dice uno de sus biógrafos-, no tenían por qué no regocijarse en gran manera». Cuando, a semejanza de las aves del cielo, cruzaban los viñedos de la Marca de Ancona a los dulces rayos del sol de la primavera, no cesaban de dar gracias al Creador, que los librara de tantos lazos y trabas que aprisionan y atormentan a los amadores del mundo.
Antes de despachar para la misión a sus seis discípulos, Francisco los reunió en un bosque vecino a la Porciúncula, donde solían todos tener su oración (AP 18), y allí les habló, en su lenguaje tan lleno de dulzura como vivo y penetrante, del reino de Dios que iban a anunciar a los hombres, enseñándoles el desprecio del mundo, la renuncia de los bienes terrenos y la mortificación continua del cuerpo y de todas las pasiones. Les dijo: «Marchad, carísimos, de dos en dos por las diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los pecados. Y permaneced pacientes en la tribulación, seguros, porque el Señor cumplirá su designio y su promesa. A los que os pregunten, responded con humildad; bendecid a los que os persigan; dad gracias a los que os injurien y calumnien, pues por esto se nos prepara un reino eterno... No temáis porque aparezcáis pequeños e ignorantes; más bien anunciad con firmeza y sencillamente la penitencia, confiando en que el Señor, que venció al mundo, habla con su espíritu por vosotros y en vosotros para exhortar a todos a que se conviertan y observen sus mandamientos. Encontraréis hombres fieles, mansos y benignos, que os recibirán con alegría y acogerán vuestras palabras; y otros muchos infieles, soberbios y blasfemos, que con sarcasmo os resistirán, como también a vuestras palabras. Formad en lo más hondo del corazón el propósito de soportarlo todo con paciencia y humildad».
Así dijo Francisco, y en seguida los abrazó a todos, uno por uno, como hacer pudiera con sus hijos la más cariñosa madre; les dio su bendición y, a guisa de viático, este consejo de la santa Escritura: «Pon tu confianza en el Señor, que Él te sostendrá» (Sal 54,23).
Con esto salieron los discípulos de dos en dos a recorrer el mundo. Al pasar por delante de una iglesia o de un crucifijo, al oír sólo un tañido de campana, aunque fuera distante, al punto se arrodillaban sobre el polvo del camino y recitaban esta breve oración que Francisco les enseñara: «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo». Tan pronto como entraban en una de esas pequeñas ciudades que, entonces como ahora, se alzaban con sus muros y torres en la cima de los montes, se dirigían a la plaza del mercado, donde, parándose, entonaban el himno de divinas alabanzas que también les había dictado Francisco:
«Temed y honrad, alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor Dios omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas.
»Haced penitencia, haced frutos dignos de penitencia, porque pronto moriremos.
»Dad y se os dará. Perdonad y se os perdonará.
»Y, si no perdonáis a los hombres sus pecados, el Señor no os perdonará vuestros pecados; confesad todos vuestros pecados.
»Bienaventurados los que mueren en penitencia, porque estarán en el reino de los cielos.
»¡Ay de aquellos que no mueren en penitencia, porque serán hijos del diablo, cuyas obras hacen, e irán al fuego eterno!
»Guardaos y absteneos de todo mal y perseverad hasta el fin en el bien».
Poco tardaron los misioneros en experimentar la verdad de las previsoras advertencias de Francisco y en sentir la necesidad de atenerse a ellas; pues muchas gentes los tomaron por insensatos, colmándolos de injurias y vilipendios y arrojándoles al rostro el barro de los caminos; otros los despojaban de sus vestiduras, y ellos ningún amago hacían para defenderse, sino proseguían su camino desnudos y modestos; otros los agarraban por la capucha y se los echaban al hombro, como si fuesen fardos; otros les ponían por fuerza dados en las manos constriñéndolos a jugar; otros, por fin, los tomaban por ladrones, negándose a darles asilo durante la noche y obligándolos así a dormir en húmedas covachas, o sobre las gradas de las escaleras, o bajo los pórticos de las casas y de los templos.
Bernardo de Quintaval, acompañado de otro condiscípulo (Fray Gil, según Celano), se dirigió al norte y llegó hasta Florencia, ciudad que recorrieron toda en busca de alojamiento, pero en vano. Por fin llegaron a una casa cuya dueña consintió en alojarlos debajo de un cobertizo que había a la entrada; empero, no bien habían obtenido esta autorización cuando llegó el marido y la desaprobó acremente, aunque después acabó por concederla también, en vista de la seguridad que le dio su mujer de que nada había en el cobertizo que los mendigos pudieran sustraer, sino algunos trozos de leña. La buena mujer, sin embargo, hubo de renunciar al propósito que al principio concibiera de proporcionarles algún abrigo con que se defendiesen del intenso frío que reinaba, pues era pleno invierno.
Al día siguiente, muy temprano, Bernardo y su compañero, transidos de frío y muertos de hambre, se despidieron de sus descorteses hospedadores y se fueron a la iglesia más cercana, donde habían oído que llamaban a misa. Momentos después llegó también la dueña de casa, y al verlos orar recogida y piadosamente, dijo para sus adentros: «Si estos hombres fueran maleantes y ladrones, como decía mi marido, no estarían aquí a esta hora, ni asistirían tan atentos a la celebración de los divinos oficios». Mientras tales cosas revolvía en su mente la señora, llegó también un caballero llamado Guido, quien acostumbraba ir allí todas las mañanas en busca de mendigos a quienes repartir limosna. Pasando la cuotidiana revista, llegó a donde estaban Bernardo y su hermano, los cuales rehusaron recibir la limosna que les ofrecía el generoso Guido, de lo que éste quedó no poco maravillado, en términos que hubo de preguntarles: «¿Por ventura, no sois pobres como los otros? ¿Por qué, pues, no queréis aceptarme nada?» A lo que respondió Bernardo: «Pobres somos; pero nuestra pobreza no es para nosotros fardo insoportable, pues la hemos abrazado voluntariamente por seguir el consejo evangélico». A tal respuesta subió de punto la estupefacción de Guido, que continuó sus preguntas indagatorias, y así vino a saber que Bernardo había sido hasta poco antes un hombre rico, pero que había distribuido a los pobres sus riquezas a fin de poder predicar libremente el Evangelio de la conversión y de la paz.
Mientras Guido y Bernardo sostenían su diálogo, se llegó a ellos la señora que había dado alojamiento a los dos hermanos, persuadida ya de que los había juzgado mal, puesto que ahora rehusaban tan firmemente recibir la limosna que Guido les alargaba. «Cristianos -les dijo, llamándolos con un apelativo entonces y ahora muy usado en Italia-, si queréis volver a mi casa, os hospedaré con el mayor gusto». Pero ya Guido, sabiendo su mala ventura de la víspera, les había ofrecido hospitalidad en su propia casa. Dieron, pues, las debidas gracias a la buena señora, que tan felizmente había cambiado de opinión respecto de ellos (TC 38-39; AP 20). Todos los datos convencen de que nuestros dos peregrinos llegaron esta vez hasta el célebre santuario español de Santiago de Compostela.
En cuanto a Francisco, queda dicho que esta vez eligió para teatro de su misión el valle del Rieti. Desde Terni, siguiendo el curso del Velino, fue visitando toda una serie de grandes y pequeñas aldeas: Estroncone, Cantalicio, Poggio Bustone, Greccio, encontrando en todas partes, dice la leyenda, el temor y el amor de Dios casi extinguidos, desierto, o poco menos, el camino de la penitencia, y, al contrario, atestado de pasajeros el camino ancho, el camino del mundo, por donde los hombres corren desalados tras la satisfacción de sus deseos; fue, pues, su principal tarea «cegar esos caminos erróneos e interminables». Y a la verdad, aún hoy día es considerada aquella predicación de Francisco por el valle de Rieti en los comienzos de su apostolado como una verdadera evangelización en el sentido literal del vocablo, una conversión de paganos al cristianismo.
Durante el desempeño de esta misión fue, según sus biógrafos, cuando adquirió Francisco la dichosa certidumbre de que le habían sido perdonados sus pecados, certidumbre sin la cual le habría sido de todo en todo imposible la obra que había emprendido. A 500 metros sobre la villa de Poggio Bustone y a 1000 sobre el nivel del valle se hace una gruta a la que Francisco, fiel a su costumbre contraída ya en Asís, solía retirarse para orar más a sus anchas. Allá en la cima de la montaña, en plena soledad y silencio, donde no había más señales de vida que el fugitivo canto de algún pájaro silvestre, o la bulliciosa caída de algún torrente lejano, pasaba Francisco largas horas arrodillado sobre desnuda piedra. Si hemos de comprender plenamente a Francisco de Asís, es menester seguirle hasta aquella escarpada cumbre, hasta la cavidad de aquella roca solitaria y abrupta.
Porque siempre había y hay en él, al lado del evangelista y del misionero, el ermitaño contemplativo; donde quiera que él puso su planta, quedaron rocas y cavernas, ermitas y retiros, testigos y recuerdos de sus penitencias y oraciones. Las Cárceles cerca de Asís, San Urbano cerca de Narni, Fonte-Colombo cerca de Rieti, Monte Casale cerca de Borgo-San-Sepolcro, las Celdas cerca de Cortona, las Cuestas cerca de Nottiano, Sarteano cerca de Chiusi, el Alverna en el valle del Casentino, todos estos lugares prueban que el espíritu que animaba a Francisco de Asís era exactamente el mismo que había animado a Benito de Nursia en la antigüedad y debía animar a Ignacio de Loyola en los comienzos de la edad moderna. Francisco en Poggio Bustone y en Fonte-Colombo corresponde a Benito en el Sacro Speco cerca de Subiaco y a Ignacio en la cueva de Manresa. A todos los tres se les impuso una misma e invariable divisa: ora et labora. Todos los tres experimentaron la necesidad de robar a los quehaceres de Marta las horas que reclama el ejercicio de María.
En una de estas horas de María fue cuando Francisco buscó y encontró la gruta de Poggio Bustone. Puede que por aquel entonces hubiese compuesto ya la siguiente hermosa oración, tan profundamente concentrada como rica de sentidos y afectos, que, sin embargo, nadie oyó de sus labios, sino algún tiempo después: «¿Quién eres tú, Señor y Dios mío? ¿Quién soy yo, el más humilde gusano de la tierra entre tus siervos? ¡Oh, Señor mío, cuánto quisiera yo amarte! ¡Oh, mi Señor y mi Dios, yo te doy mi corazón y mi cuerpo, pero cuán gustoso haría yo más por ti si pudiera!»
Como quiera que sea, de una cosa podemos estar ciertos, y es que en aquellas horas de solitaria oración vio Francisco abierto delante de sí lo que Ángela de Foligno llamó «el doble abismo»: de un lado, el abismo de la esencia, de la luz y de la hermosura divinas, y del otro, el abismo de su propia humana naturaleza con sus tinieblas y pecados. ¿Quién era él para osar constituirse en guía de los hombres, en maestro de sus hermanos, él que, pocos años antes no más, había sido un verdadero hijo del mundo, pecador entre los más pecadores? ¿Quién era para atreverse a predicar, amonestar y dirigir a los demás, él, indigno de proferir con sus labios impuros de hombre carnal el sacrosanto nombre de Jesucristo? Al pensar en lo que había sido y en lo que podía tornar a convertirse (porque siempre llevaba escondido en lo más profundo de su ser un residuo de su antigua naturaleza), y por otra parte en la idea que tenían de él los que le honraban y seguían, entonces le embestía un sentimiento de angustia y de vergüenza tan hondo, que resonaban en sus oídos las desoladas palabras del Apóstol: «¡Ay de mí, que predico a los demás, que no venga yo a ser reprobado!»
La humildad se había apoderado de todo su ser como un león de su presa, triturando en él hasta los últimos residuos del amor propio. Deshecho, triturado, anonadado, se prosternaba en la presencia de Dios, verdad suma, santidad infinita, en cuyo acatamiento sólo puede estar lo que es verdadero y santo. Francisco miraba hacia el fondo de su corazón y en él hallaba que no había en todo el mundo criatura más miserable que él, alma más extraviada y sumergida en el mal que la suya; y desde el abismo de la angustia en que esta consideración le hundía clamaba a Dios: «¡Señor, ten compasión de mí, que soy pecador!»
Entonces fue cuando la gruta desierta de Poggio Bustone presenció el milagro que se opera en toda alma que, desconfiando de sí misma, se levanta hasta Dios en alas de la fe, de la esperanza y del amor: el milagro de la justificación. «De mi nativa maldad lo temo todo; de la bondad de Dios todo lo espero», repetía Francisco en su oración continua; y la respuesta fue la que Dios estila en casos semejantes: «Nada temas, hijo mío; tus pecados te son perdonados».
Desde aquel momento Francisco se sintió plenamente apercibido para la obra que le esperaba; ya había logrado penetrar en la esencia del espíritu cristiano y, precisamente por haber renunciado a todo, podía aspirar a la posesión de todo; porque no eran ya sólo su padre y su madre, su hogar y su patria, sus riquezas y comodidades lo que él había abandonado, sino también lo que el hombre tiene de más preciado y estimable, lo que debía abandonar como condición precisa para llegar a poseer a Dios: a sí mismo, su propio ser. A partir de ese momento toda su justicia fue la que, según doctrina del Apóstol, opera Cristo por medio de la fe y sobre la cual se irguió el majestuoso edificio de su heroica santidad; lo cual nos descubre una verdad más honda y más preciosa que la meramente histórica en aquel ingenuo relato del capítulo décimo de las Florecillas:
«Se hallaba Francisco en el lugar de la Porciúncula con el hermano Maseo de Marignano, hombre de gran santidad y discreción y dotado de gracia para hablar de Dios; por ello lo amaba mucho Francisco. Un día, al volver Francisco del bosque, donde había ido a orar, el hermano Maseo quiso probar hasta dónde llegaba su humildad; le salió al encuentro y le dijo en tono de reproche:
-- ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?
-- ¿Qué quieres decir con eso? -repuso San Francisco.
Y el hermano Maseo:
-- Me pregunto ¿por qué todo el mundo va detrás de ti y no parece sino que todos pugnan por verte, oírte y obedecerte? Tú no eres hermoso de cuerpo, no sobresales por la ciencia, no eres noble, y entonces, ¿por qué todo el mundo va en pos de ti?
Al oír esto, Francisco sintió una grande alegría de espíritu, y estuvo por largo espacio vuelto el rostro al cielo y elevada la mente en Dios; después, con gran fervor de espíritu, se dirigió al hermano Maseo y le dijo:
-- ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo, que miran en todas partes a buenos y malos, y esos ojos santísimos no han visto, entre los pecadores, ninguno más vil ni más inútil, ni más grande pecador que yo. Y como no ha hallado sobre la tierra otra criatura más vil para realizar la obra maravillosa que se había propuesto, me ha escogido a mí para confundir la nobleza, la grandeza, y la fortaleza, y la belleza, y la sabiduría del mundo, a fin de que quede patente que de Él, y no de creatura alguna, proviene toda virtud y todo bien, y nadie puede gloriarse en presencia de Él, sino que quien se gloría, ha de gloriarse en el Señor (1 Cor 27-31), a quien pertenece todo honor y toda gloria por siempre.
El hermano Maseo, ante una respuesta tan humilde y dicha con tanto fervor, quedó lleno de asombro y comprobó con certeza que San Francisco estaba bien cimentado en la verdadera humildad».6
J. Joergensen:
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