viernes, 19 de mayo de 2017

FRANCISCO DE ASÍS.- CAP. 20: LOS PRIMEROS DISGUSTOS. CAPÍTULO DE LAS ESTERAS


Francisco llegó a Italia probablemente a fines del verano, y al momento se fue a ver con el Cardenal Hugolino, a cuya mediación se había debido el que la Santa Sede desoyese las peticiones de Felipe y Juan Capella. Acto seguido convocó Capítulo general en la Porciúncula para la fiesta de Pentecostés de 1221.
Ya no le cabía a Francisco la menor duda sobre la necesidad de reorganizar a fundamentis la Orden entera, y no hace falta advertir que en esta reorganización tenía que tomar parte muy principal Hugolino, como de hecho la tomó, y lo consigna expresamente Bernardo de Bessa cuando escribe: «En la composición de las reglas de la Orden, el Papa Gregorio, unido a Francisco por vínculos de íntima amistad, suplía con gran celo y solicitud lo que, en punto a ciencia de legislación, faltaba al Santo». «Nos hemos asistido a Francisco en la composición de dicha regla», diría textualmente después Hugolino, siendo ya Papa, en la bula Quo elongati de 28 de septiembre de 1230.

La primera piedra, o más bien dicho, la piedra fundamental de esta reconstrucción fue, sin duda, la bula de Honorio III de 22 de septiembre de 1220, la cual prescribe que todo el que desee ingresar en la Orden de los frailes menores debe pasar primero un año entero de probación. La bula está dirigida a los priores o custodios de los hermanos menores, y es la primera vez que la palabra franciscana custodio figura en un documento oficial. Semejante medida cerraba las puertas a todos aquellos espíritus frívolos y ligeros que Francisco acostumbraba llamar «frailes moscas», como también a todos los vagabundos, clase entonces muy numerosa, que no aspiraban más que a comer y dormir bien, y que, enemigos de la oración y del trabajo, apenas pasaban corto espacio en compañía de los frailes, se iban a otra parte con su apetito y su pereza. Además, ninguna persona ya recibida en la Orden tenía derecho para salirse sin formal autorización; y agregaba la bula que se iban a tomar medidas de severo castigo contra las numerosas personas que, vestidas de hábito franciscano, vivían a su antojo, sin relación alguna verdadera con la Orden (extra obedientiam). Porque la libertad otorgada en un principio a Gil y a Rufino, no era ya posible concederla a los nuevos frailes, siendo éstos tan numerosos. Se han conservado unas palabras de Francisco que manifiestan la tremenda inquietud que le causaba la vista de aquel inmenso rebaño de que él era pastor: «Jefe de un ejército tan numeroso y tan vario, pastor de un rebaño tan amplio y extendido...». Amén de eso, la estancia en Oriente le había ocasionado una grave enfermedad de la vista. Todos estos motivos le indujeron a tomar, el año siguiente al de su llegada, una determinación de capital importancia: en el Capítulo de San Miguel de 1220 dimitió del cargo de jefe y director de la Orden, nombrando en su lugar a Pedro Cattani, y luego, por muerte de éste, a su otro confidente Fray Elías Bombarone.
Pensaba evidentemente que tal dimisión le permitiría dedicarse con más libertad a la tarea de reorganización que se había impuesto. Porque, en verdad, si bien era cierto que ya no sería más el director de la Orden, no por eso dejaba de ser su legislador y, a los ojos de la Curia romana, también su verdadero jefe, como lo prueba el hecho de que la Regla aprobada por Roma en 1223 diga en su capítulo primero: «El hermano Francisco [y no el hermano Elías] promete obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia Romana. Y los otros hermanos estén obligados a obedecer al hermano Francisco y a sus sucesores».
En compañía del sabio hermano Cesáreo de Espira, que parece haberse ganado su confianza con la colaboración que le prestó en Oriente, puso Francisco manos a la obra que, en su concepto, era de capital importancia, es a saber, reemplazar la breve y sencilla Regla de Rivotorto aprobada por Inocencio III, por otra regla nueva y más detallada, que en seguida tendría que someterse a la aprobación solemne y definitivamente la Curia romana. La colaboración de Francisco y Cesáreo la menciona Jordán de Giano en su Crónica.
Pero antes de dar comienzo a este trabajo, Francisco tuvo el gozo de ver reunidos en torno suyo a sus frailes en número más crecido que nunca. Durante su ausencia se habían esparcido acerca de él en Italia los rumores más siniestros: unos decían que había sido tomado preso por los musulmanes; otros, que había muerto ahogado; otros, que padecido martirio. Pero tan pronto como se supo que vivía y que estaba en Italia y de vuelta, corría todo el mundo hacia él, sacerdotes y legos, frailes antiguos y novicios recién entrados; todos ansiosos de ver al maestro, de oírle, de recibir su bendición. Deseos que se cumplieron en el Capítulo celebrado en la Porciúncula y en la fiesta de Pentecostés de 1221.
Este Capítulo se conoce en la historia de la Orden con el nombre de Capítulo de las Esteras, a causa de que, no habiendo cabido los tres mil (o tal vez cinco mil) frailes que a él asistieron en la casa que la ciudad de Asís les había preparado cerca de la Porciúncula, se vieron forzados a alojarse esparcidos por la campiña que rodea la ciudad, en casuchas improvisadas de ramaje o de paja tejida (stuoie, esteras), o bien al aire libre, sin más techo que la bóveda del cielo. Pentecostés cayó aquel año el 30 de mayo, de modo que a los capitulares les fue muy fácil el alojamiento al aire libre.
Hugolino estaba a la sazón ocupado en el desempeño de una nueva legación en la Alta Italia, donde el Papa le había encargado de predicar una cruzada. En los días del Capítulo se encontraba en Brescia y no pudo, por consiguiente, asistir a él, pero envió en representación suya a otro Cardenal, Rainerio Cappoccio de Viterbo, con otros varios altos dignatarios eclesiásticos. Un obispo cantó la misa solemne de Pentecostés, con su maravillosa secuencia: Veni, Creator Spiritus. Francisco leyó el evangelio y otro fraile la epístola. Después de la misa el Santo predicó, dirigiéndose primero a sus hermanos, sobre estas palabras: «Bendito el Señor, mi Dios, que prepara mis manos para la lucha».
Y en seguida se dirigió a todo el pueblo. Las Florecillas nos relatan así el suceso: «San Francisco, a impulsos del ardor del espíritu, expuso la palabra de Dios y les predicó en alta voz lo que el Espíritu Santo le hacía decir. Escogió por tema de la plática estas palabras: "Hijos míos, grandes cosas hemos prometido, pero mucho mayores son las que Dios nos ha prometido a nosotros; mantengamos lo que nosotros hemos prometido y esperemos con certeza lo que nos ha sido prometido. Breve es el deleite del mundo, pero la pena que le sigue después es perpetua. Pequeño es el padecer de esta vida, pero la gloria de la otra vida es infinita". Y, glosando devotísimamente estas palabras, alentaba y animaba a los hermanos a la obediencia y reverencia de la santa madre Iglesia, a la caridad fraterna, a orar por todo el pueblo de Dios, a tener paciencia en las contrariedades y templanza en la prosperidad, a mantener pureza y castidad angélicas, a permanecer en paz y concordia con Dios, y con los hombres, y con la propia conciencia; a amar y a observar la santísima pobreza. Y al llegar aquí dijo: "Os mando, por el mérito de la santa obediencia, a todos vosotros aquí reunidos, que ninguno de vosotros se preocupe ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de cosa alguna necesaria al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios; y dejadle a Él el cuidado de vuestro cuerpo, ya que Él cuida de vosotros de manera especial"» (Flor 18).
Fue aquello para Francisco una verdadera fiesta de encuentro no sólo con sus frailes, sino con el pueblo cristiano. Terminado el Capítulo, que duró ocho días, los frailes fueron obligados a demorar otros dos en la Porciúncula a fin de consumir las provisiones con que se les había obsequiado.
Jordán de Giano, que estuvo presente, recuerda en su Crónica estos hechos: «Cuando estaba a punto de terminar el Capítulo, le vino a la memoria al bienaventurado Francisco que la Orden no había conseguido todavía implantarse en Alemania; encontrándose entonces Francisco delicado de salud, todo lo que tenía que comunicar al Capítulo lo decía por medio de fray Elías. El bienaventurado Francisco, sentado a los pies de éste, tiró de su hábito, quien, inclinándose hasta él y escuchando lo que quería, se irguió y dijo: "Hermanos, el Hermano -entendiendo por tal al bienaventurado Francisco, que entre ellos era llamado el hermano por excelencia- dice que existe un país, Alemania, donde viven hombres cristianos y devotos; como bien sabéis, éstos pasan muchas veces por nuestra tierra con sus largos bastones y grandes botas, cantando alabanzas a Dios y a sus santos, y aguantando, sudorosos, los ardientes rayos del sol, y visitan los sepulcros de los santos. Pero como los hermanos que fueron antes entre ellos volvieron maltratados, el Hermano no obliga a nadie a que vaya. Pero si algunos, inspirados por el celo de Dios y de las almas, quieren ir, les dará la misma obediencia, o mandato, e incluso más amplia que la que daría a cuantos van a ultramar. Y si hay algunos que tienen intención de ir, que se levanten y se pongan en un grupo aparte". Inflamados por el deseo, se levantaron cerca de 90 hermanos, dispuestos a ofrecerse a la muerte».
A la cabeza de esta misión Francisco puso, como era natural, al hermano alemán Cesáreo de Espira, dándole por compañeros, entre otros, a Fray Juan de Pian Carpino, que sabía predicar en latín y en lombardo, a Fray Bernabé, que conocía a la vez el lombardo y el alemán, a su futuro biógrafo Tomás de Celano, y a Jordán de Giano, que en su Crónica cuenta, de manera harto divertida, cómo él se encontró enrolado en esta misión, que era como ir a enfrentarse a la muerte, en castigo de su vanagloria por conocer a quienes iban a ser importantes por su martirio. A Fray Cesáreo se le concedió la facultad de escogerse de entre los 90 a los que quisiese. En total la misión comprendió doce sacerdotes y trece hermanos laicos. Fácil es imaginar la tierna solicitud con que Francisco bendijo, tanto cuanto podía, a los misioneros y a todos aquellos que su predicación iba a ganar para la Orden. Hay que recordar que los escritos de Francisco abundan en expresiones de exquisita ternura, que el Santo solía usar para con sus hermanos.
Los nuevos misioneros esperaron el verano para partir, y no tardaron en convencerse de que no les aguardaba ningún género de martirio. Tal vez no haya en toda la historia del movimiento franciscano páginas más encantadoras que las de Jordán de Giano cuando en su Crónica nos refiere su viaje y el de sus compañeros desde Trento a Bolzano, de Bolzano a Brixen, de Brixen a Stertzing, de Stertzing a Mittenwald. A esta última ciudad llegaron entrada ya la noche; desde la mañana hasta esa hora habían caminado siete millas sin comer nada, y para no dormir con el estómago completamente vacío, resolvieron llenarlo con agua, pues pasaba por allí un arroyo; al día siguiente continuaron su viaje; pero a las pocas horas varios de ellos se sintieron tan débiles y extenuados que no podían dar un paso más; afortunadamente, hallaron luego unas manzanas silvestres, que comieron; y como era el tiempo de la cosecha del nabo, lograron alimentarse mendigando esta legumbre.
En general, los misioneros obtuvieron excelente acogida, y pronto se les vio establecerse en Estrasburgo, Espira, Worms, Maguncia, Colonia, Wurtzburgo, Ratisbona y Salzburgo. Conformándose con la antigua costumbre franciscana, se alojaban donde les tocaba, ya con los leprosos, ya en alguna covacha o iglesia abandonada. En Erfurt unos burgueses le preguntaron a Jordán, que acababa de llegar allí con otros compañeros, si querían que se les edificase un convento en forma de claustro; a lo que él, que no había visto nunca conventos en su Orden, respondió: «No sé lo que es un claustro. Construidnos simplemente una casa cerca del río para que podamos bajar a lavarnos los pies»; y así se hizo. Característico es también lo que pasó con los frailes de Salzburgo, a quienes Cesáreo escribió invitándolos a concurrir a un Capítulo que se iba a celebrar en Espira, pero advirtiéndoles al mismo tiempo que, si no les parecía conveniente, no asistiesen; no queriendo ellos hacer cosa alguna por propia iniciativa, fueron a Espira a preguntar a Cesáreo por qué les había enviado una orden tan ambigua.
Pero volvamos a la Porciúncula. Disuelto el Capítulo de las Esteras y diseminados los frailes, unos por las provincias de Italia, otros por las misiones extranjeras, quedó uno a quien nadie conocía y de quien nadie parecía preocuparse. Había ido al Capítulo con los frailes de Mesina, quienes tampoco sabían de él más, sino que estaba recién entrado en la Orden, que se llamaba Antonio, que había nacido en Portugal y que, volviendo de Marruecos para su patria, había sido arrojado a Sicilia por la fuerza de una tempestad. El desconocido se acercó al superior de la provincia de Romaña, Fray Graciano, y le pidió que le permitiese ir en su compañía. Preguntóle Graciano si era sacerdote, y respondiéndole él que sí lo era, solicitó de Fray Elías el permiso necesario y se lo llevó consigo, porque los sacerdotes, en ese tiempo, eran todavía muy escasos en la Orden.
Antonio se fue, pues, con su nuevo superior a la Romaña, donde poco después se retiró al eremitorio de Monte Paolo, cerca de Forlí. Pasado cierto tiempo, interrumpió su vida solitaria de oraciones y penitencias para convertirse en el gran orador popular que la Iglesia tiene en sus altares con el nombre de San Antonio de Padua. Este fraile menor, acaso el más famoso de los discípulos de San Francisco en los tiempos modernos, había nacido en Lisboa en 1195. A los quince años de edad, ingresó en el convento de agustinos de San Vicente de Fora, en su ciudad natal, de donde pronto fue trasladado al célebre monasterio de Santa Cruz en la universitaria Coimbra. Estudió allí y recibió las órdenes sagradas. En 1220, probablemente a causa de lo que vio y oyó contar de los cinco mártires de Marruecos de que ya hemos hablado, se llenó de entusiasmo por la Orden franciscana. Se pasó a ella con licencia de sus superiores y fue recibido en el convento de San Antonio de Olivares de Coimbra. Partió para Marruecos, ansioso del martirio, martirio que no pudo alcanzar, pues Abu-Jacoub parece que había vuelto a recobrar su natural indiferencia. Antonio cayó enfermo. Quiso volver a su patria, pero en lugar de eso se encontró en Sicilia, de donde fue al Capítulo de Pentecostés de 1221. De su significación en la Orden trataremos más adelante.

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