A LOS MONTES DE MOAB
Capitulo 4 Segundo Escrito
Era la Fortaleza de Masada un escenario demasiado conocido para los esenios, que hacía años entraban allí como médicos, y como consoladores de los infelices que eran condenados a la horca, que funcionaba en las profundidades del peñón en que se asentaba el edificio.
Era una enorme caverna destinada nada más a cámara de suplicio, pues allí se cortaban cabezas, se ahorcaba, se descuartizaba y se quemaban a los condenados a la hoguera. ¡Aquella tétrica morada, era testigo mudo de los prodigios de ingenio y de abnegación de los terapeutas peregrinos, para evitar torturas y salvar a muchos infelices condenados a la última pena! ¡Cuántas vidas salvadas y cuántas almas redimidas, sin que nadie sobre la tierra conociera este aspecto del heroico apostolado de los esenios! Era relativamente fácil para ellos, disponer las cosas en forma que la madre y los hijos pudieran estar juntos parte del día y de la noche, y que a la vez se hicieran ver los tres del solitario de la caverna por el gran ventanal que daba a esa dirección.
Una piedra que se movía de su sitio con solo introducir la punta de un cuchillo en el ensamble de una piedra con otra, era lo bastante para dar paso al cuerpo de un hombre, y de este procedimiento se valieron los esenios para que los dos hijos pudiesen reunirse con la madre. Les encargaron suma prudencia y cautela hasta que ellos pudiesen buscar los medios de anular por completo la injusticia, de que la familia había sido víctima.
Y para no dejar en olvido al solitario padre que les proporcionó el hacer tan excelente obra, dejaron a la esposa uno de los tres zurrones vacíos, para que atado al extremo de un cordel, le bajase a su marido todas las noches una parte de los alimentos que ellos como médicos mandarían que se les diesen a los tres enfermos de la torre. Y llamaron entonces a Urías el conserje, para hablarle en presencia de los enfermos:
Ya ves, Hermano conserje: esta enferma ya no molestará más a nadie con sus gritos, y continuará mejorando si le traes diariamente dos raciones abundantes, una a mediodía y otra a la noche. Queda en paz, Hermano, hasta nuestra próxima visita que será pronto. Y aquel procedimiento lo usaron los esenios respecto a los demás enfermos; y recomendaron no cambiarles de las habitaciones designadas por ellos.
En el gran libro de las observaciones médicas, dejaron escrito: “Los calabozos bajos no pueden ser habitados por la humedad e inmundicia, que puede desarrollar una epidemia mortífera para todos los habitantes de la Fortaleza”.
Luego el conserje, según las órdenes que tenía, entregó un bolso de buenas provisiones a los terapeutas peregrinos y besándoles la orla del oscuro manto de lana, les abrió la puerta recomendándoles no olvidarlo, pues el cargo de conserje de aquel sepulcro de vivos era demasiada tortura para él.
Los tres esenios salieron de la fortaleza, que pareció haberse iluminado a su llegada. ¡Tan cierto es, que cuando la Luz Divina y el Divino Amor están en un ser, todo en derredor suyo parece florecer de paz, de consuelo y de esperanza!
Dando algunos pequeños rodeos, trataron de acercarse al solitario de la caverna para entregarle un buen ropaje de abrigo y algunas mantas de lana, que pidieron al conserje para un mendigo enfermo que se albergaba en una caverna vecina.
Y lleno de gozo el infeliz escuchó de los esenios el relato referente a su esposa e hijos, y la forma en que podían comunicarse hasta que ellos buscasen los medios de conseguir reunirlos nuevamente, bajo el techo de un hogar honesto y laborioso. ¡El Dios-Amor oculto en aquellas almas, seguía sembrando paz, consuelo y esperanza!... ¡Eran esenios de grado cuarto y eran de verdad Cirios que daban luz y calor!... Siguieron viaje costeando el Mar Muerto por el sur, atravesando las grandes salinas, y todos aquellos áridos parajes sin una planta, sin una hierbecilla, sin rumores de vida, sin nada que pudiera proporcionar al viajero, solaz y descanso. Con las almas sobrecogidas de pavor, recordaban lo que las viejas tradiciones decían de aquel hermosísimo valle de Shidin, donde cinco florecientes ciudades habían sido destruidas por el incendio. — ¡Justicia Divina sobre tanta maldad humana!... –Exclamaba uno de los tres, contemplando la abrumadora aridez y devastación producida en aquellas comarcas, por las que parecía haber pasado como un huracán, una terrible fuerza destructora, de la que no habían podido librarse en tantos siglos como pasaron.
Llegaron por fin a los enormes peñascales denominados entonces Altura de Acrobin, entre los cuales se despeña, salta y corre el riacho de Zarec, cuya presencia en aquellas escabrosidades pone una nota de vida y alegría en el muerto paraje. Raquíticos arbustos, cardos y algunas de las más rústicas especies de cactus cuajados de espinas se dejaban ver asomando de entre los grises peñascos, como diciendo al viajero: no esperes encontrar aquí nada en que puedas recostar tu cabeza cansada. La travesía del riacho no les costó grandes esfuerzos, debido a que traía poca agua, la cual dejaba al descubierto grandes piedras, por las que fueron pasando lentamente ayudados de sus cayados de varas de encina que usaban para los largos viajes. Y cuando vieron por fin los altos picos de Abarín y de Nebo, cayeron de rodillas bendiciendo a Dios que les permitía llegar una vez más al Sagrado Templo, donde estaba encerrada toda la Sabiduría Divina que había bajado a la Tierra, como mensajes de los cielos infinitos para la mísera criatura humana, incapaz casi siempre de comprenderla. Tan profunda fue su evocación amorosa hacia los Setenta Ancianos del Santuario, que a poco rato vieron descender por un estrecho desfiladero de las montañas, tres mulos con aparejos de montar, y a los cuales conducía de las bridas un enorme perro blanco, que a la distancia aparecía como un cabrito menudo. —Nuestros padres han recibido anuncio de nuestra llegada y nos envían las bestias que han de conducirnos –dijeron los viajeros. Y se sentaron sobre las piedras del camino, a tomar un poco de aliento y de descanso, ya que tenían la seguridad de que venían por ellos.
Más de una hora tardaron en llegar las cabalgaduras conducidas por el enorme mastín de las largas lanas blancas. Los esenios acariciándole tiernamente, decían llevando su recuerdo a una vieja crónica de edades pretéritas, semiperdida en el inmenso amontonamiento de los tiempos: — ¡Noble y hermosa criatura de Dios! Sería como tú el heroico y bellísimo animal cuadrúpedo de largo pelo blanco rizado muy semejante al reno de las tierras polares, que salvó al gran Padre Sirio, cuando vadeando un río caudaloso estuvo a punto de perecer ahogado! “Hoy eres un blanco mastín dedicado a ayudar y a salvar esenios de los traidores peñascos... ¿Qué serás en los siglos venideros?... El animal sintiéndose amado agitaba plácidamente su cola como un borlón de lana blanca, y los esenios pensativos y silenciosos por el gran recuerdo evocado, tuvieron al mismo tiempo esta visión mental: Un monje de negros hábitos con la capucha calada que impedía verle el rostro, bajando por entre montañas cubiertas de nieve, alumbrado por un farolillo y guiado por un perro color canela que llevaba provisiones y agua atados al cuello, iban en busca de un viajero sepultado por la nieve en los altos montes Pirineos, entre España y Francia. Y comprendieron los tres sin haberse hablado una palabra, que en un futuro de quince siglos, el blanco mastín que acariciaban estaría haciendo su evolución en la especie humana, y seguiría la misión que había comenzado en los Montes de Moab de salvador de hombres. Era un ignorado monje de la orden del Císter, dedicada en especial a hospitalizar los viajeros que atravesaban las peligrosas montañas.
Cada uno en silencio escribió en su carpetita de bolsillo, la visión mental que habían tenido, y que guardaban cuidadosamente para ser examinadas y analizadas en la asamblea de siete días, que realizaban en el Gran Santuario en ocasión del ascenso de grados. Y cuando les pareció que las cabalgaduras estaban descansadas, emprendieron de nuevo el viaje, llevando por guía al inteligente Nevado, que así llamaban al blanco mastín tan querido en el viejo Santuario, casi como un ser humano. Tan peligroso era el descenso como la subida a los altos picos del Monte Moab, que parecía cubierto de un blanco manto de nieve velado con gasas de oro, por efecto de los rayos solares de la tarde.
Aquellos altísimos promontorios cubiertos de nieve dorada a fuego por el sol, eran el cofre magnífico y grandioso que ocultaba a todas las miradas, los tesoros de Divina Sabiduría guardado por la Fraternidad Esenia, última Escuela que acompañaba al Cristo en su apoteosis final como Redentor. Todo un desfile de grandes pensamientos iba absorbiendo poco a poco las mentes de los viajeros, a medida que trepaban por aquellos espantosos desfiladeros, en los cuales un ligero desvío de las cabalgaduras significaba la muerte.
Aquel estrecho y tortuoso camino subía oblicuamente en irregular espiral hasta las más altas cimas, en medio de las cuales se tropezaba de pronto con una enorme playa de roca, como si una guadaña gigantesca hubiera cortado a nivel aquella mole gris negruzca, que parecía escogida para habitación o para tumba, de una regia dinastía de gigantes.
Aquella plataforma, era el forzado descanso de la tensión de nervios que sufría el viajero, viendo constantemente el precipicio a sus pies; y descanso para las cabalgaduras cuyo demasiado esfuerzo las agotaba visiblemente.
La naturaleza había dejado allí una sonrisa de madre para suavizar la pavorosa dureza del paisaje, en una cristalina vertiente que nacía de una grieta negra y lustrosa abierta en la peña viva. Diríase que algún Moisés taumaturgo la hubiera tocado con su vara, para hacer brotar el agua en cristalino manantial, que estacionado en un pequeño remanso o un estanque natural, se desbordaba después y se lanzaba con ímpetu hacia abajo formando el arroyo Armón, que corría sin detenerse hasta desembocar en la orilla oriental del Mar Muerto.
En una cavidad de las rocas, los esenios habían amontonado gran cantidad de hierbas secas, granos y bellotas para las cabalgaduras, queso y miel silvestre para los viajeros.
¡Un breve descanso y arriba! –decían los esenios a Nevado y a los mulos mientras les daban su correspondiente ración– y que no nos sorprenda la noche en estos desfiladeros por causa de nuestra holganza.
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