lunes, 12 de junio de 2017

FRANCISCO DE ASÍS.- CAP. 22 (Segundo Escrito): LA LUCHA POR EL ESPÍRITU DE POBREZA


No menos significativa es otra página del mismo Espejo de Perfección:
«Le dolía mucho al bienaventurado Francisco que, pospuesta la virtud, se buscase la ciencia que hincha, máxime si cada cual no permanecía en la vocación en que había sido llamado desde el principio. Y decía: "Los hermanos que se dejan arrastrar por la curiosidad del saber, se encontrarán con las manos vacías en tiempo de tribulaciones. Por eso, los quiero muy fuertes en la virtud, para que, cuando venga el día de la tribulación, tengan al Señor durante la prueba. Porque la tribulación ha de venir, y entonces los libros para nada servirán, y los tirarán a las ventanas y a rincones ocultos". No hablaba así porque le desagradara el estudio de la Sagrada Escritura, sino por apartar a todos del superfluo afán de saber. Quería que fueran virtuosos por la caridad, más bien que sabios por la curiosidad de la ciencia» (EP 69).

Tenía razón Francisco al pensar que su siglo estaba ansioso de ciencia acaso más que todos los anteriores. Hacia la mitad del siglo XIII se habían fundado diecisiete universidades, ocho de las cuales eran italianas, a saber: Reggio, Vicenza, Padua, Nápoles, Vercellis, Roma, Plasencia y Arezzo. Al mismo tiempo las tres grandes escuelas de más antigua fundación, París, Bolonia y Oxford, tomaban un desarrollo extraordinario; por todas partes se notaba el esfuerzo científico que iba a ser la característica del último período de la Edad Media. En este movimiento tomaron parte muy notable desde un principio los dominicos, por prescripción de sus estatutos mismos, heredados de los canónigos de San Agustín. También los frailes menores se vieron envueltos en esta ola siempre creciente, lo que ocasionó la oposición resuelta de Francisco, a quien vio Fray León, en una visión que tuvo, con las alas extendidas para defender y proteger a sus hijos (AF III, 75).
Al principio toda su cólera se desató contra Fray Pedro de Stacia y su casa de estudio de Bolonia. Es cosa cierta que Fray Pedro no procedió a dicha fundación sin previa consulta con el Cardenal Hugolino, que en 1220 se encontraba en Bolonia y se hizo inscribir como dueño del edificio donde iba a funcionar la nueva institución. Pero Francisco corrió a Bolonia e impuso a los frailes precepto de obediencia de evacuar inmediatamente la casa. Uno de los frailes estaba enfermo en cama y así y todo tuvo que seguir a los demás en el éxodo (EP 6). Francisco se alojó en el convento de los dominicos, y allá fueron los frailes a pedirle perdón, prometiéndole corregirse y enmendarse, todos menos Pedro de Staccia; y se afirma que Francisco, siempre tan dulce y compasivo, maldijo a Pedro en vista de su contumacia.
Pero es que Fray Pedro, a los ojos de Francisco, había faltado no sólo a la sencillez evangélica, sino (y esto era lo que volvía al Santo inexorable) contra la pobreza evangélica, porque, ¿cómo podían continuar siendo frailes menores los que en aquella casa tendrían que reunir y mantener gruesos libros costosos y proporcionarse grandes comodidades a fin de atender al estudio? ¿No estaba escrito en el Evangelio y, por consiguiente, también en la regla, que el verdadero discípulo de Cristo no debía llevar nada para el camino? Por eso añadía Francisco, como hemos visto, «que cualquiera que desea ser hermano menor, no debe tener más que la túnica, el cordón y los calzones, según en la Regla se concede; y, en caso de verdadera necesidad, calzado». «Por eso, un ministro que deseaba con ansia -y con su permiso- tener algunos libros de lujo y muy costosos, tuvo que oír que le decía: "No quiero perder, por tus libros, el libro del Evangelio que he prometido observar. Sí, tú harás lo que quieras; pero no te pondré un lazo con mi permiso"» (2 Cel 62). Cuando Francisco señaló las condiciones necesarias en el ministro general, incluyó ésta: «No sea amontonador de libros ni muy dado a la lectura, no sea que robe al oficio lo que consagra al estudio» (EP 80); o como refiere Celano: «No sea coleccionista de libros ni muy dado a la lectura, a fin de no sustraer al cargo lo que da de más al estudio» (2 Cel 185).
Desgraciadamente, para salir airoso de semejante lucha se necesitaba una voluntad más enérgica que la de Francisco. Los otros, que no se resignaban a honrar la ciencia desde lejos, sino que querían también cultivarla, eran más fuertes que él y reportaron la victoria. Si nos atenemos a lo que refiere Fray León, llevaron Elías y sus secuaces su audacia hasta pretender abolir la regla de San Francisco y reemplazarla por la de los dominicos, que daba lugar preferente al estudio de la ciencia, y en un Capítulo, probablemente el de 1222 ó 1223, atrajeron a su partido al Cardenal Hugolino, quien se esforzó con hábiles y discretas razones, por hacer ceder a Francisco; pero éste, después de haberle escuchado con toda reverencia, tomó por la mano al Cardenal, y llevándole al medio de la asamblea, se puso a decir en voz alta: «Hermanos míos, hermanos míos: Dios me ha llamado por el camino de sencillez y de humildad y me ha manifestado que éste es el verdadero camino para mí y para cuantos quieren creer en mi palabra e imitarme. Por eso, no quiero que me mentéis regla alguna, ni de San Benito, ni de San Agustín, ni de San Bernardo, ni otro camino o forma de vida fuera de aquella que el Señor misericordiosamente me mostró y me dio. Y me dijo el Señor que quería que fuera yo un nuevo loco en este mundo; y no quiso conducirnos por otro camino que el de esta ciencia. Mas, por vuestra ciencia y sabiduría, Dios os confundirá. Y yo espero que el Señor, por medio de sus verdugos, os dará su castigo, y entonces, queráis o no, retornaréis con afrenta a vuestro estado» (EP 68).
¿Tenía razón Francisco al abrigar esos temores? Verdad es que, como dice el Apóstol, la ciencia hincha y la caridad edifica (1 Cor 8,1). Pero también es verdad que estas palabras han servido muchas veces para encubrir cosas que nada tienen que ver con la virtud y la santidad. Buscar la verdad pura y entera es también servir a Dios; el amor desinteresado y sincero a la verdad ejerce sobre toda la vida moral del individuo un influjo depurador y saludable; todo corazón amigo del bien lo es también de la verdad. El mismo Apóstol habla en otro pasaje de la «santidad de la verdad» y es que la santidad de la voluntad no es más que un fruto espontáneo de la santidad del pensamiento, y que para amar eficazmente el bien es menester amar primero con igual eficacia la verdad.
Pero es evidente que lo que de modo tan amargo desazonaba a Francisco no era el amor a la verdad, sino el orgullo de la inteligencia, el egoísmo que se vale de la ciencia sólo para satisfacer la propia vanidad. El Santo quería evitar a toda costa que sus hijos fuesen ávidos de fama y gloria mundanas. Bien sabía él que más vale, infinitamente más, postrarse en oración delante de Dios, en la soledad de una gruta o de una ermita, allá arriba en la montaña, que no subir a una cátedra con el alma llena de vanidad ante la idea de la fama de sí mismo.
Acostumbrado desde su juventud a usar el lenguaje caballeresco, solía decir Francisco: «Estos son mis hermanos, caballeros de la Tabla Redonda, que viven ocultos en los desiertos y en lugares apartados con el fin de dedicarse con más ahínco a la oración y meditación, que lloran los pecados propios y ajenos, que viven con humildad y sencillez; cuya santidad Dios conoce, pero es a veces ignorada por los hermanos y por los hombres. Cuando sus almas sean presentadas por los ángeles ante el Señor, entonces les mostrará el Señor el fruto y recompensa de sus trabajos, es decir, multitud de almas que se han salvado por sus ejemplos, oraciones y lágrimas, y merecerán escuchar: "Mirad, amados hijos míos, que tantas y tales almas se han salvado por vuestras oraciones, lágrimas y ejemplos; y porque habéis sido fieles en lo poco, os constituiré sobre lo mucho. Otros han trabajado y predicado con discursos de su propia sabiduría y ciencia, y yo, por vuestros merecimientos, he producido el fruto de la salvación. Recibid, pues, la recompensa del trabajo de ellos y el fruto de vuestros méritos, el reino de los cielos que habéis conquistado con la violencia de vuestra humildad y sencillez, de vuestras oraciones y lágrimas". Así, éstos, llevando sus gavillas, esto es, el fruto y los méritos de su santa humildad y sencillez, entrarán en el gozo del Señor con alegría y regocijo. Pero los otros que no se han afanado sino por adquirir conocimientos y mostrar a los demás el camino de la salvación, sin obrar nada para sí, se presentarán ante el tribunal de Cristo desnudos y con las manos vacías, sin llevar otras gavillas que las de su propia confusión, vergüenza y amargura» (EP 72).
A Francisco le gustaba repetir estas consideraciones en los Capítulos generales, y a menudo añadía la siguiente sentencia del primer libro de Samuel: «Parió la estéril siete hijos y se marchitó la que muchos tenía» (1 Sam 2,5)
La oración y, de una manera más general, la vida, y no la palabra ni la teoría, eran, pues, para Francisco, lo esencial, lo más importante para él y para sus hermanos. Los otros podían seguir el camino que les pareciera mejor: Francisco no los juzgaba ni los condenaba, como tampoco juzgaba ni condenaba a los que vestían y vivían con lujo, y en su Regla dejó esta exhortación a sus frailes: «Amonesto y exhorto a todos mis hermanos que no desprecien ni juzguen a los hombres que ven vestidos de telas suaves y de colores, usar manjares y bebidas delicadas, sino más bien que cada uno se juzgue y desprecie a sí mismo» (2 R 2). A él sólo le importaba la razón por la que él y sus hermanos habían sido llamados de este mundo. Y así Francisco acabó por conceder a San Antonio de Padua (cuya formación universitaria acababa de descubrirse, y parecía obligado utilizarla) el permiso para enseñar teología a los frailes de Bolonia, pero en los términos que constan en la carta que le dirigió: «A fray Antonio, mi obispo, el hermano Francisco, salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla» (CtaAnt).
La Regla a que alude aquí Francisco es la definitiva o bulada, la de 1223, en cuyo capítulo quinto se halla, en efecto, la condición que aquí se pone: «Los hermanos a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5). Esto prueba que dicho capítulo estaba ya elaborado a la sazón, pero no que la regla toda estuviese ya admitida y confirmada, y de hecho no lo estuvo hasta el 29 de noviembre de 1223. Ahora bien, Antonio se trasladó de Bolonia a Montpellier en 1224; por consiguiente, sus lecciones comenzaron antes de noviembre de 1223, a menos de suponer que no duraron sino muy pocos meses. En verdad, hay motivos para concluir que el permiso de Francisco fue concedido durante el verano de 1222, ya que sabemos que Francisco se encontraba entonces en Bolonia. Antonio, por su parte, se encontraba a la sazón en Forlí, es decir, en la Romaña, de la que también formaba parte de sabia ciudad universitaria.
Por lo demás, Francisco continuaba, a despecho de las divisiones intestinas de su Orden, gozando del mismo entusiasta aprecio popular que antes, aun en Bolonia, donde sus predicaciones sencillas y ajenas a todo aparato de ciencia y arte, eran escuchadas siempre con suma devoción y labraban hondamente en todo linaje de auditorios. Y es un testigo ocular quien nos lo asegura. En efecto, Tomás de Spalato, en su Historia Pontificum Salonitanorum, escrita antes de 1268, nos dice lo siguiente: «Este mismo año [el de 1222] residía yo en la casa de estudios de Bolonia, y el día de la Asunción de la Madre de Dios vi a San Francisco cuando predicaba en la plaza, delante del palacio público; habían acudido allí casi todos los habitantes de la ciudad. El exordio del sermón versó sobre "los ángeles, los hombres y los demonios". Y habló tan bien y con tanta discreción sobre estas tres clases de espíritus racionales, que muchas personas cultas que estaban presentes quedaron muy admiradas del sermón que predicaba un hombre iletrado, y que por cierto no se atenía a los recursos de la oratoria, sino que predicaba en forma de exhortación. Todo el contenido de sus palabras iba encaminado a extinguir las enemistades entre los ciudadanos y a restablecer entre ellos los convenios de paz. Desaliñado en el vestido, su presencia personal era irrelevante, y su rostro nada atrayente. Pero con todo, por la mucha eficacia que, sin duda, otorgó Dios a sus palabras, muchas familias de la nobleza, que desde antiguo se habían tenido entre sí un odio tan feroz que les había llevado muchas veces a mancillarse con el derramamiento de sangre, hicieron entonces las paces. Era tal la reverencia y la devoción hacia el Santo, que hombres y mujeres se le precipitaban en tropel, tratando de tocar, al menos, el borde de su hábito o de arrebatarle algún trocito de su pobre indumentaria» (BAC, Escritos, p. 970). Cuentan las Florecillas, en su capítulo 27, que durante esta estancia en Bolonia, Francisco convirtió a dos estudiantes de la Marca de Ancona llamados el uno Peregrino y el otro Ricerio, y que uno y otro se hicieron frailes menores. El primero era gran canonista y, sin embargo, prefirió el estado de lego, cosa muy en armonía con el espíritu franciscano.
No es posible leer sin profunda emoción el pasaje transcrito de Tomás de Spalato, como obra que es de quien oyó personalmente lo que relata. Probablemente Francisco quiso principiar por captarse la benevolencia de la parte ilustrada de su auditorio; por eso escogió un tema algo académico, a saber, la distinción de las tres categorías de seres inteligentes: los ángeles, los hombres y los demonios. Pero luego abandonó el tono de la especulación, y apareció el Francisco natural, espontáneo, sencillo y popular; y entonces fue el mover e inflamar y ganarse los corazones, reproduciendo las antiguas escenas de Asís, de Arezzo y de Gubbio; allí fue el olvidarse los antiguos atroces agravios, y también los recientes, el reconciliarse los enemigos más encarnizados, el echarse mutuamente los brazos al cuello, jurándose cristiana amistad y paz indestructible. Francisco está ya vecino al término de su carrera, pero es el mismo que era cuando la comenzó, cuando desde las gradas de una escalera de la plaza mayor de Asís predicaba e imponía la paz a sus amotinados compatriotas; siempre es el «heraldo del gran Rey», y continúa trasmitiendo a los súbditos de este Rey el mismo mensaje que desde hace quince años: Dominus det tibi pacem!, «El Señor te dé la paz».

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