Hola! Herman@s Quiero compartir con ustedes Enseñanzas de los Maestros Ascendidos y de otros Maestros que han traído tanta Luz a nuestros corazones y hoy, nos pueden enseñar como hacerlo, teniéndolos a ellos como ejemplo y como guías invaluables, que a través del Amor Divino, iluminan nuestro camino hacia la Luz.
domingo, 14 de mayo de 2017
FRANCISCO DE ASÍS.- CAP. 16: LOS CAPÍTULOS DE PENTECOSTÉS
La fraternidad fundada por Francisco fue desde sus comienzos una orden de penitentes, a la vez que de apóstoles; cuando las gentes les preguntaban quiénes eran, los primeros hermanos respondían que eran «varones penitentes oriundos de la ciudad de Asís». Y Francisco en persona había sido siempre el jefe de esta orden. Él fue quien escribió la Regla, quien juró obediencia al Papa, quien obtuvo el derecho de predicar juntamente con la facultad de comunicarla a los demás. Es verdad que los seis primeros hermanos participaban con Francisco el privilegio de admitir en la Orden a los nuevos candidatos; pero éstos eran siempre llevados a la Porciúncula a recibir el hábito de penitencia de manos de Francisco. Esta admisión entre los frailes equivalía a la conversión de los antiguos monjes, e implicaba la renuncia del mundo y todas sus obras, en prueba de lo cual el nuevo hermano distribuía todos sus bienes a los pobres.
La Leyenda de los Tres Compañeros dice de uno de los antiguos hermanos que, «abandonando este mundo malvado con todas sus vanidades, entró en la Religión, en la que se consagró humilde y devotamente al servicio de Dios». Esta afirmación expresa de los Tres Compañeros contradice formalmente las teorías de W. Muller, Sabatier y Mandonet, quienes pretenden que la primera fraternidad franciscana era una asociación de todo en todo diferente de las órdenes religiosas, y que la Tercera Orden es un vestigio de este carácter inicial de la obra de Francisco.
Al principio quería Francisco retener consigo a los hermanos todo lo más que le era posible. Por eso cuando enviaba a algunos a misionar, siempre, al despedirlos, les prefijaba el tiempo, statuto término, el máximum de lo que debía durar el viaje, terminado el cual debían todos los misioneros hallarse de nuevo en la Porciúncula. Más tarde se fijaron dos fechas del año para dicha vuelta: la fiesta de Pentecostés y la de San Miguel Arcángel (29 de septiembre). Jacobo de Vitry habla, es cierto, de un solo Capítulo anual; pero su error se explica fácilmente teniendo en cuenta que este canónigo conocía la Orden desde hacía poco tiempo y de un modo muy incompleto, y que el capitulo de Pentecostés excedía con mucho en importancia al de San Miguel.
De estas dos reuniones anuales o, como se las llamaba con palabra tomada de la antigua vida monástica, «capítulos», la de Pentecostés era la más importante. «En tal día se congregaban los hermanos y discutían la mejor manera de aplicar y practicar su Regla. Tomaban juntos y alegres su frugal alimento, y en seguida Francisco les predicaba». Es seguro que con motivo de estos Capítulos anuales pronunció el Santo sus admonitiones o avisos, de que luego hablaré. De ordinario, sus discursos versaban sobre un texto del Sermón de la Montaña, u otros pasajes evangélicos como éstos: «El que quiera salvar su vida, la perderá»; «No he venido a ser servido, sino a servir»; «El que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser discípulo mío». Pero el más socorrido y favorito tema de Francisco en sus prédicas de Capítulo era «el respeto debido al Smo. Sacramento del altar y, en consecuencia, la veneración debida a los sacerdotes». A veces llegaba hasta exigir a sus frailes que besasen el casco de la cabalgadura en que hubiese montado un sacerdote. Todo el afán de Francisco era que los hermanos estuvieran tan enriquecidos de buenas obras, que el Señor fuera alabado por ellas; y así les decía: «Que la paz que anunciáis de palabra, la tengáis, y en mayor medida, en vuestros corazones. Que ninguno se vea provocado por vosotros a ira o escándalo, sino que por vuestra mansedumbre todos sean inducidos a la paz, a la benignidad y a la concordia. Pues para esto hemos sido llamados: para curar a los heridos, para vendar a los quebrados y para corregir a los equivocados». Por eso, cuando alguno de sus discípulos perdía la paz por obra de las tentaciones, recurría a él en el Capítulo y le abría su corazón; y ninguno se retiraba de él sin irse plenamente consolado.
En estos capítulos era también cuando Francisco elegía los predicadores que debía enviar a las diversas regiones o provincias, como entonces se decía. En esta elección se guiaba por las aptitudes de cada cual, y tan de grado enviaba legos como sacerdotes. Por fin, los bendecía con sentimientos de ternura paternal, y de dos en dos se dispersaban gozosos por el mundo «como peregrinos y advenedizos», sin más equipaje que los libros que habían menester para el rezo del oficio divino.
La elocuencia coloreada y original de Francisco se tornaba a menudo, en estos capítulos, en una maravillosa poesía. Así se dice en una de sus Admoniciones aludiendo al himno litúrgico del Jueves Santo: Ubi cháritas et amor, Deus ibi est, «donde hay caridad y amor, allí está Dios»:
«Donde hay caridad y sabiduría,
allí no hay temor ni ignorancia.
Donde hay paciencia y humildad,
allí no hay ira ni perturbación.
Donde hay pobreza con alegría,
allí no hay codicia ni avaricia.
Donde hay quietud y meditación,
allí no hay preocupación ni vagancia.
Donde está el temor de Dios para custodiar su atrio,
allí el enemigo no puede tener un lugar para entrar.
Donde hay misericordia y discreción,
allí no hay superfluidad ni endurecimiento del corazón».
Francisco gustaba de proponer como modelo para todos los cristianos a la Sma. Virgen y Madre María. Como buen trovador, consagró una de sus más bellas laudes a celebrar las virtudes que adornaron el alma de María, y que deben resplandecer también en todas las almas cristianas. Es su Saludo a las Virtudes (SalVir):
«¡Salve, reina Sabiduría!,
el Señor te salve con tu hermana la santa pura Sencillez.
¡Señora santa Pobreza!,
el Señor te salve con tu hermana la santa Humildad.
¡Señora santa Caridad!,
el Señor te salve con tu hermana la santa Obediencia.
¡Santísimas virtudes!,
a todas os salve el Señor, de quien venís y procedéis. (...)
La santa Sabiduría confunde a Satanás y todas sus malicias.
La pura santa Sencillez confunde a toda la sabiduría de este mundo y a la sabiduría del cuerpo.
La santa Pobreza confunde a la codicia y avaricia y cuidados de este siglo.
La santa Humildad confunde a la soberbia y a todos los hombres que hay en el mundo, e igualmente a todas las cosas que hay en el mundo.
La santa Caridad confunde a todas las tentaciones diabólicas y carnales y a todos los temores carnales.
La santa Obediencia confunde a todas las voluntades corporales y carnales, y tiene mortificado su cuerpo para obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano, y está sujeto y sometido a todos los hombres que hay en el mundo, y no únicamente a solos los hombres, sino también a todas las bestias y fieras, para que puedan hacer de él todo lo que quieran, en la medida en que les fuere dado desde arriba por el Señor».
Después de este ditirambo en loor de las virtudes, que trae en seguida a la memoria los frescos de las Alegorías de la Santa Obediencia, la Santa Castidad y la Santa Pobreza, que Giotto pintó en la Basílica Inferior de San Francisco, construida sobre la tumba del Santo, el poeta se remonta hasta el trono de la más pura de las vírgenes, a quien habla de esta manera en su Saludo a la Bienaventurada Virgen María (SalVM):
«Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres Virgen hecha iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien.
»Salve, palacio suyo; salve, tabernáculo suyo; salve, casa suya. Salve, vestidura suya; salve, esclava suya; salve, Madre suya y todas vosotras, santas virtudes, que sois infundidas por la gracia e iluminación del Espíritu Santo en los corazones de los fieles, para que de infieles hagáis fieles a Dios».
Después de entonar este cántico de alabanza a María, considerándola como el ideal de la vida cristiana, fue, sin duda, cuando San Francisco prorrumpió en las expresiones que pone en boca suya el Espejo de Perfección. En efecto, el Santo quería que, después de cantar los frailes por él enviados las alabanzas de Dios, el hermano predicador dijera al pueblo: «Nosotros somos juglares del Señor, y esperamos vuestra remuneración, es decir, que permanezcáis en verdadera penitencia». Y añadía el bienaventurado Francisco: «¿Pues qué son los siervos de Dios sino unos juglares que deben levantar y mover los corazones de los hombres hacia la alegría espiritual?» (EP 100). Elevar las almas al cielo con el canto y las imágenes, ir de puerta en puerta cantando la hermosura y el gozo que se encierra en el servicio del Señor, he ahí lo que Francisco mismo había hecho ya de joven en Asís, y he ahí también la tarea poética que encomendó a sus frailes. «¿No sabes tú, mi querido hermano -solía decir Fray Gil-, que son la santa Penitencia, la santa Humildad, la santa Caridad, la santa Piedad y la santa Alegría, las que hacen al alma perfectamente buena y feliz?» Innumerables eran en tiempo de Francisco los que ignoraban esto, y he ahí por qué los juglares de Dios, joculatores Dei, se derramaron por el mundo a cantar estas verdades esforzándose por inculcarlas en todos los corazones.
Desde un principio la reunión de los Capítulos tuvo también por objeto la edificación recíproca los hermanos. La Orden no tenía aún ninguna organización regular y, por lo demás, ¿qué habría tenido que organizar? «Estos pobres de Cristo -escribía Jacobo de Vitry en su Historia Oriental- no llevan ni bolsa para el camino, ni alforjas, ni pan, ni dinero en sus cintos; no poseen oro o plata ni llevan calzado en sus pies. A ningún hermano de esta Orden le está permitido poseer nada. No tienen monasterios ni iglesias; ni campos, ni viñas, ni ganado; ni casas, ni otras posesiones; ni dónde reclinar su cabeza. No usan pieles ni lienzos de lino, sino únicamente túnicas de lana con capucha; no tienen capas, ni palios, ni cogullas, ni ninguna otra clase de vestiduras. Si se les invita a la mesa, comen y beben de lo que se les pone. Si se les da por misericordia una limosna, no la andan reservando para más adelante... Después del Capítulo, su superior les vuelve a enviar, en grupos de dos o más, a las distintas regiones, provincias y ciudades. Por su predicación, y también por el ejemplo de su santa vida y de su irreprochable conducta, animan al desprecio del mundo a un gran número de hombres; no sólo a los de clases humildes, sino también a los hidalgos y nobles, los cuales abandonan sus palacios, sus villas, sus extensísimas posesiones; truecan así sus riquezas temporales, como en un afortunado comercio, por las riquezas espirituales y toman el hábito de los hermanos menores: una túnica de ínfima calidad para cubrirse y una cuerda para ceñirse».
Los hombres que vivían así, ¿qué necesidad tenían de leyes ni reglamentos? ¿Qué más necesitan las alondras que un sorbo de agua de la fuente, y un frugal alimento que ellas mismas recogen en los campos, para entonar gozosas las divinas alabanzas, con que encantan y maravillan a los hombres? A todas las avecillas amaba Francisco, pero de un modo particular a la alondra moñuda, de la cual solía decir: «La hermana alondra tiene capucho como los religiosos y es humilde, pues va contenta por los caminos buscando granos que comer. Y, aunque los encuentre en el estiércol, los saca y los come. Cuando vuela, alaba a Dios con dulce canto, como los buenos religiosos, que desprecian todo lo de la tierra y tienen su corazón puesto en el cielo, y su mira constante en la alabanza del Señor. El vestido, es decir, su plumaje, es de color de tierra, y da ejemplo a los religiosos para que no se vistan de telas elegantes y de colores, sino viles por el valor y el color, así como la tierra es más vil que otros elementos».
Por desgracia, esta vida feliz y libre de alondras que vivían los hermanos no podía prolongarse indefinidamente. El número de ellos se aumentaba prodigiosamente de día en día. Y no venían a Francisco sólo hombres y jóvenes, sino mujeres casadas y solteras, y hombres casados también. A las doncellas era siempre fácil colocarlas, se las orientaba a conventos que estaban bajo la dirección y vigilancia de los hermanos. Pero llegaban también hombres provectos y aun ancianos diciendo al Santo que tenían mujer y no podían separarse de ella. El Anónimo de Perusa narra así estas situaciones: «Muchas mujeres, doncellas y viudas, conmovido el corazón por la predicación de los hermanos, acudían a preguntarles a los hermanos: "¿Y nosotras, qué hemos de hacer, ya que no podemos seguiros? Decidnos cómo podemos alcanzar la salvación de nuestras almas". Para darles satisfacción, en cada ciudad donde les fue factible, los hermanos fundaron monasterios cerrados para en ellos hacer penitencia. Y se nombró a uno de los hermanos para que los visitase y corrigiese. También hombres casados les decían: "Tenemos esposas que no nos permiten dejarlas. Enseñadnos, pues, un camino que podamos tomar para llegar a la salvación"». También de estos tenía que ocuparse Francisco, también a ellos tenía que darles una respuesta, pero ¿cómo?
El movimiento iniciado por Francisco estaba a punto de desbordarse. Y no todo era del agrado del Santo. No le gustaba, en particular, que sus frailes se encargaran de visitar y asistir a las monjas, por lo que decía: «Mucho me temo que, habiendo nosotros renunciado a las mujeres por amor de Dios, el diablo nos haya dado hermanas». Por otra parte, a menudo se repetía el caso de Cannara en que el Santo mismo se vio obligado a moderar el fervor de sus oyentes, los cuales todos, hombres y mujeres, casados y solteros, la población en masa quería seguirle; entonces él tuvo que decirles: «No tengáis prisa, no os vayáis de aquí; ya os indicaré lo que debéis hacer para la salvación de vuestras almas» (Flor 16).
Los progresos del movimiento franciscano provocaban cada día serias dificultades. Ciertamente Francisco podía, por una parte, estar contento con la abundancia de la cosecha; pero, por otra, los graneros venían estrechos para contenerla. Las redes se le rompían, como en otro tiempo sucediera a los Apóstoles con la pesca milagrosa.
La regla que había escrito Francisco, «en pocas y sencillas palabras» como dice él mismo, podía bastar para evangelistas y juglares errantes, pero en manera alguna era conveniente para las monjas, y mucho menos para los casados. Gobernar y guiar una bandada de alondras era para Francisco empresa hacedera: los pájaros de la selva le obedecían siempre con toda prontitud. Pero ahora se le presentaban hombres que ocupaban puestos importantes, personas casadas, muchachas jóvenes, y ¿cómo iba a poder él, simple e iletrado, dar una regla de vida y un sistema de leyes a estas avecillas amansadas, de una especie que él no había previsto en absoluto?
Como por instinto buscaba Francisco a su alrededor una mano amiga que pudiera ayudarle. Y esta mano la tenía más cerca de lo que él se imaginaba. Era una mano blanca, delicada, elegante, ornada de amatista, pero robusta y enérgica: la mano del cardenal Hugolino, ministro y consejero de Inocencio III, obispo de Ostia y de Velletri.
J. Joergensen
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