lunes, 12 de junio de 2017

FRANCISCO DE ASÍS.- CAP. 22 (Primer Escrito): LA LUCHA POR EL ESPÍRITU DE POBREZA


LA LUCHA POR EL ESPÍRITU DE POBREZA
Dos años pasaron todavía antes que la Orden tuviera su regla definitiva. En septiembre de 1221 partió Cesáreo para Alemania con sus compañeros de misión, y la bula Solet annuere, en que Honorio III confirmó la regla, es del 29 de noviembre de 1223. En este intervalo de dos años pasó toda una serie de negociaciones de que, desgraciadamente, no se nos ha conservado ningún testimonio, aunque, por otra parte, sabemos de cierto que se desarrolló la más viva oposición entre Francisco de un lado, y Elías Bombarone y sus parciales, por el otro. En esta oposición, que llegó a asumir las proporciones de un verdadero conflicto, el Cardenal Hugolino tuvo que desempeñar el difícil papel de mediador y tratar de satisfacer a ambas partes, en cuanto era posible.
Para dar con el punto capital de dicha diferencia es preciso no perder de vista el desenvolvimiento de la nueva Orden en los años anteriores.

Como hemos visto, Francisco, al dimitir de su cargo, conservó cierta situación preponderante; así, por ejemplo, él fue quien en el Capítulo de 1221 eligió y envió a los misioneros de Alemania; sin mencionar otros hechos que prueban que el Santo nunca dejó de tener en la Orden y de ejercer a tenor de las circunstancias una considerable autoridad. «Vos tenéis la autoridad», potestatem habetis vos, le dijo su vicario Pedro Cattani, estando en Tierra Santa (Jordán de Giano, Crónica, n. 12). Y el mismo Fray Jordán tiene más adelante, en su misma Crónica, otras expresiones que indican la autoridad efectiva que siempre tuvo Francisco.
Desde un principio manifestó Francisco que no le gustaban en absoluto las medidas violentas. Jordán de Giano atestigua que de siempre Francisco «prefería superar todos los conflictos con la humildad más que con la potestad judicial» (Crónica, 13), y que, cuando no lograba hacer valer su voluntad, se abstenía de mandar a guisa de los poderes del mundo. Si no obtenía que sus hermanos cumpliesen sus deberes, se desquitaba redoblando la solicitud por cumplir él los suyos propios. Un carácter semejante era natural que diera ocasión para que otras voluntades más enérgicas se soliviantaran y camparan por sus respetos. Sobresalía entre éstos un hombre de voluntad por todo extremo dominante, Fray Elías Bombarone, más conocido después y famoso con el nombre de Elías de Cortona. Le seguían otros, prestándole apoyo en su oposición contra Francisco. De uno solo de estos secuaces sabemos el nombre: Fray Pedro de Staccia, de Bolonia. A los demás los designan los biógrafos con el nombre colectivo de «ministros», apelativo que se aplicaba especialmente a los frailes que presidían las provincias italianas de la Orden, para indicar con este nombre, ministri, que eran «siervos» o «servidores» de los frailes a quienes gobernaban, pues en latín minister significa en primer lugar, criado, siervo, fámulo.
Aunque sea de pasada, hay que recordar que en 1223 se dividió en provincias el inmenso campo de actividad de la Orden, y el superior de cada provincia se llamó «siervo o servidor de la provincia», minister provincialis (cf. Mt 20,26), a causa de la repugnancia con que Francisco miraba el nombre de «prior». Cada provincia se subdividía en cierto número de distritos (custodias), gobernado cada cual por un «custodio» o «guardián». Este mismo nombre de guardián se daba también al superior de cada «lugar» o convento. La Orden toda estaba a cargo del «ministro general», título que después se abrevió, quedando reducido al de «general» solamente, lo mismo que el «ministro provincial» al de «ministro». Por último, hay que tener en cuenta que tanto el nombre de «hermanos menores», fratres minores, como el de «ministros» lo tomó Francisco del Evangelio (cf. LM 6,5; LP 101).
Bolonia venía a ser en realidad como el centro del movimiento opositor iniciado por Fray Elías dentro de la Orden. Relaciones estrechas ligaban, desde hacía tiempo, a los franciscanos con la célebre ciudad universitaria: en 1211 predicó en ella Bernardo de Quintaval; en 1213 se establecieron allí los frailes menores, en una casa denominada «le Pugliole», sita a corta distancia de la puerta Galliera. En Bolonia habían estudiado muchos de los miembros más respetables de la nueva Orden, como los dos vicarios de Francisco, Pedro Cattani y Elías, y también la mayor parte de los futuros generales: Juan Parente, Haymón de Faversham, Crescencio de Jesi, Juan de Parma. Referido queda que uno de los juristas más famosos de Bolonia, Nicolás Pepoli, se constituyó desde un principio en defensor de la Orden, y después acabó por ingresar en ella. Más o menos por el mismo tiempo, el más célebre de todos los juristas de Bolonia, Acurcio, apellidado «el Grande», entregó a los hermanos menores su casa de la Ricardina, en las afueras de la ciudad, porque el susodicho primer convento se había hecho luego demasiado pequeño. Finalmente, Pedro de Staccia inauguró en esta ciudad una casa de estudios para los franciscanos, por el estilo de la escuela de teología fundada allí mismo en 1219 por los dominicos.
La noticia de esta inauguración indignó profundamente a Francisco, que durante toda su vida había gustado de llamarse y de ser un idiota, es decir, un hombre sencillo e iletrado. Hablando en general, Francisco no era enemigo de los estudios, diga lo que quiera Sabatier, que le atribuye cierta mal disimulada ojeriza contra toda ciencia. Al contrario, véase lo que una vez escribió en forma de admonición: «A todos los teólogos y a los que nos administran las palabras divinas debemos honrar y tener en veneración, como a quienes nos administran espíritu y vida», palabras estas que repitió literalmente en su Testamento (Test 13). Pero entendía que los estudios debían tener un objeto práctico y servir al fin de la proclamación de la palabra de Dios. Por eso creía que no había para qué tener muchos libros; que era en la oración donde mejor se aprendía a tocar y mover los corazones. Él mismo, según lo manifiestan sus escritos, leía mucho las Santas Escrituras; sin embargo, a medida que avanzaba en edad, se iba persuadiendo de que las había leído hasta demasiado y de que lo mejor era dedicarse a meditar y poner en práctica las cosas que había leído. A un hermano que le recomendaba que le leyeran un pasaje de la Escritura para su consuelo, le dijo Francisco, que estaba muy enfermo: «Es bueno recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellas al Señor Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado» (2 Cel 105). Un pensamiento le perseguía siempre: la mejor predicación consiste en el buen ejemplo personal.
En su Regla Francisco distingue tres clases de miembros de la Orden: predicatores, oratores, laboratores, «predicadores, orantes, trabajadores», y llegaba incluso a poner a los predicadores por encima de los que oran y los que trabajan. «Sin embargo -añadía-, todos los hermanos prediquen con las obras» (1 R 17). Luego, los ponía en guardia contra la sabiduría de este mundo, contra aquellos para quienes las palabras son todo y las obras nada o poca cosa, contra los que sólo aspiraban a brillar por la ciencia y no a ser perfectos. En cuanto a él mismo decía, como acabamos de ver: «No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado».
El Espejo de Perfección (EP 4) nos ha conservado un relato que se refiere precisamente a esta misma época de la vida del Santo y que explica perfectamente el sentir de Francisco acerca de una ciencia libresca, «no sólo inútil, sino perjudicial»:
En cierta otra ocasión, un novicio que malamente sabía leer el salterio, obtuvo licencia de Fray Elías para tener uno. Mas, como oía decir a los hermanos que el bienaventurado Francisco no quería a sus hijos ansiosos ni de ciencia ni de libros, no estaba tranquilo, y quería obtener su consentimiento. Como pasara Francisco por el lugar donde estaba el novicio, éste le dijo:
-- Padre, me serviría de gran consuelo tener mi salterio. Tengo ya el permiso del ministro general, pero quisiera también tu consentimiento.
El bienaventurado Francisco le respondió:
-- El emperador Carlos, Rolando y Oliverio y todos los capitanes y esforzados caballeros que lucharon de firme contra los infieles, sin perdonarse fatigas y grandes trabajos, hasta exponerse a la muerte, consiguieron resonantes victorias, dignas de perpetuarse para siempre. Igualmente, los santos mártires dieron su vida luchando por la fe de Cristo. En cambio, ahora hay muchos que pretenden honra y gloria con sólo contar las hazañas que aquellos hicieron. Así, también entre nosotros hay muchos que sólo por contar y pregonar las maravillas que hicieron los santos quieren recibir honra y gloria (cf. Adm 6).
Que es como si dijera: No hay por qué desvivirse por adquirir libros y ciencia, sino por hacer obras virtuosas, porque la ciencia hincha y la caridad edifica (1 Cor 8,1).
Pocos días después, estando el bienaventurado Francisco sentado al amor de la lumbre, volvió el novicio a hablarle del salterio. Francisco le dio por respuesta:
-- Después que tengas el salterio, ansiarás tener y querrás el breviario; y, cuando tengas el breviario, te sentarás en el sillón como gran prelado, y mandarás a tu hermano, diciendo: ¡Tráeme el breviario!
Mientras esto decía con gran fervor de espíritu, el bienaventurado Francisco, en vista de lo que tales novedades presagiaban para la Orden, tomó ceniza, y, esparciéndola sobre su propia cabeza, movía la mano en circulo como quien se lava la cabeza, y decía:
-- ¡Yo el breviario! ¡Yo el breviario!
Y lo repitió muchas veces girando la mano sobre su cabeza. El novicio quedó estupefacto y avergonzado. Luego, el bienaventurado Francisco, vuelto a la calma, le dijo:
-- Hermano, también yo he tenido tentaciones de tener libros; mas para conocer la voluntad de Dios acerca de esto tomé el libro de los evangelios del Señor y le rogué que, al abrirlo por primera vez, me manifestara su voluntad. Hecha mi súplica y abierto el libro, me salió este pasaje del santo Evangelio: A vosotros os ha sido dado conocer los misterios del reino de Dios; a los demás sólo en parábolas (Lc 8,9-10).
Dicho esto, calló Francisco un breve rato; después añadió:
-- Hay muchos que se afanan de buen grado por adquirir ciencia, pero feliz el que se hace estéril por amor del Señor Dios (EP 69; 2 Cel 195).
Meses después, Francisco, de rodillas ante el novicio, le dijo:
-- Hermano, has de saber que cualquiera que desea ser hermano menor, no debe tener más que la túnica, el cordón y los calzones, según en la Regla se concede; y, en caso de verdadera necesidad, calzado.
En adelante, a cuantos hermanos le venían a consultar sobre esto, les daba la misma respuesta. Y repetía muchas veces: «Tanto sabe el hombre cuanto obra, y en tanto el religioso ora bien en cuanto practica, pues sólo por el fruto se conoce al árbol» (cf. Mt 12,13).
Continua...

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...