domingo, 19 de marzo de 2017

¿DISFRUTAMOS DE LA VIDA DEBIDAMENTE? TERCER CAPÍTULO


9.- ¿Cómo se puede ser feliz con esa espada de Damocles sobre la cabeza toda la vida?
Cristo no enseñó todo eso. Eso era lo que Jehová debía inculcar a sus fieles porque necesitaban desarrollar determinadas facultades, entre ellas la voluntad. Y precisaban un Dios severo, que castigase inmediatamente de cometido el pecado. Pero que les daba una ley externa. Era aquella una religión para el exterior, para el mundo, para los vecinos, para la sociedad.
Cristo, sin embargo, trajo una nueva religión. Y jamás habló de un Dios vengador ni severo, sino de un Padre todo amor, que sale al encuentro del Hijo Pródigo; que perdona a los pecadores, no una vez, ni siete veces, sino setenta veces siete. Y, dándonos ejemplo, perdonó a sus propios verdugos mientras lo atormentaban. Cristo no hacía penitencia, no se flagelaba; comía en los banquetes; iba con toda clase de gente, desde publicanos y prostitutas hasta sacerdotes y doctores de la ley, sin hacer distinción; enseñaba a perdonar a quien nos ofende; a amar a nuestros enemigos; a orar en secreto; a hacer el bien sin proclamarlo, de modo que la mano derecha no sepa lo que hace la izquierda; y a hacer el bien porque es el bien, enseñando, por tanto, una religión interna; a esperar la vida del más allá, puesto que somos espíritus inmortales, cosa que demostró resucitando, para acabar con todas las dudas. Cristo, pues, fue un hombre feliz y quiso que también nosotros fuéramos felices.

10.- Hay una experiencia única, tanto para los que tienen la conciencia enfocada en la materia como para los que miran y aspiran a lo alto, que podemos afirmar que nos hace felices. Y es el enamoramiento. Es ese tiempo durante el cual, por razones aún no claramente explicadas, nos es dado percibir el Yo Superior de otra persona y ello nos hace olvidarnos de todo lo demás y trastocar totalmente nuestra escala de valores. Y, maravillados por lo que percibimos, anonadados, hipnotizados, inermes, felices, suspiramos pensando en esa persona, adorándola, respetándola, fundiéndonos con su espíritu. Son esos momentos, que todos hemos vivido alguna vez, y que resultan los más apropiados para inspirar a los poetas, puesto que sería imposible describirlos en prosa. Recordemos los dos magistrales versos de Gustavo Adolfo Bécquer, relativos a ese momento especial:
Hoy la he visto. La he visto y me ha mirado.
¡Hoy creo en Dios!
Ese fogonazo que llamamos enamoramiento, no nos equivoquemos, poco tiene que ver con el sexo. Es algo superior, es un encuentro de espíritus, que contiene en sí mismo dosis suficientes de plenitud y de felicidad. El sexo es otra cosa y nace, en todo caso, como un subproducto. Pero no siempre, porque no es un elemento necesario para la amistad entre las almas. Recordemos el amor de los trovadores por sus damas, o el de nuestro Don Quijote por su adorada Dulcinea, bien lejos de toda sospecha de apetencia sexual. O recordemos a Romeo y Julieta o al Dante y su Beatriz, a Pablo y Virginia, a Dafnis y Cloe y a tantos y tantos ejemplos como la literatura universal nos ha brindado.
Hace dos años, el Colegio de Abogados de Madrid, del que soy miembro, convocó un concurso de poesía. Yo, en un desafío a mí mismo y al propio Colegio, decidí concursar con un poema de amor. Por supuesto, tuve que hacer memoria, tuve que reproducir los momentos maravillosos en que viví - hace ya muchos años - esa experiencia única del enamoramiento total en que el ser amado es absolutamente deificado, idealizado, como un ser irreal, acabado, intocable, puro y perfecto. Con gran sorpresa por mi parte, no me fue muy difícil, y creo que logré plasmarlo con bastante acierto. Titulé mi poema “¿Quién ha puesto la rosa?”. Y decía así:
¿Quién ha puesto la rosa en tus mejillas
y el carbón en tus ojos,
y ese coral, que a todos maravilla
en tus labios tan rojos?
Y, en tus cabellos,
¿quién colocó, con tino, ese azabache
y esos destellos?
¿Quién dibujó en tu faz esa sonrisa?
¿Quién trasladó a tu ser tanta belleza?
Y, esos hoyuelos,
¿quién los bajó, atrevido, hasta tu rostro,
desde los cielos?
¿Quién pone las palabras en tu boca?
¿Quién controla la luz de tu mirada?
¿Quién modula, tan bien, tu risa loca
y te da ese perfume de alborada?
¿Quién soporta tu impacto, en lo profundo,
y resiste tenerte frente a frente,
si tú lo miras?
¿Quién no ve derrumbarse todo el mundo
y nublarse su vista, de repente,
si tú suspiras?
¿Quién es capaz de continuar viviendo
sin tu presencia?
¿Ni quién resiste en vida, presintiendo,
tu sola ausencia?
Que estoy enamorándome de ti,
que soy dichoso;
y el mundo, de repente, para mí,
se ha vuelto hermoso;
y el cielo es más etéreo y más azul
y más brillante;
y puedo las estrellas alcanzar
en un instante;
y todos me sonríen y me
ven enamorado;
y ya no hay más tristeza ni dolor
justo a mi lado…
¿Qué me has hecho, mi amor,
que con tus artes,
dulces, sutiles y sin curación,
me has aturdido
y me has dejado así, sin corazón,
sin fuerzas, sin defensas, sin razón,
y a ti rendido?
¡Bendita maldición,
filtro bendito!
Que no quiero alterar mi situación:
¡la necesito!
Por supuesto, el Colegio de Abogados no premió mi poema, corroborando lo que todo el mundo sabe: que el amor y los abogados no están nunca muy próximos.
Pero yo no renuncio - creo que nadie debemos renunciar nunca - a mi relativa facilidad para expresar en verso mis vivencias más íntimas. Así que, aunque hace muchos años que me he volcado en el amor a Dios, no dejo de hacer mis excursiones por el amor platónico, la amistad entre las almas, que me permite, de vez en cuando, extraer de mi interior sentimientos y modos de expresión que, aunque no estrictamente religiosos, enriquecen mis posibilidades de expresión y de sensibilización. Así que, mientras preparaba esta charla, he tenido la tentación - y he caído en ella - de componer un soneto, aparentemente profano, pero que expresa esos momentos especiales de contacto entre espíritus, de que he hablado antes. Lo titulo “Los ojos más bellos”, y dice así:
LOS OJOS MÁS BELLOS
Ayer vi los ojos más bellos del mundo,
llenos de promesas, de luz e ilusión,
y me acariciaron, sinceros, profundos,
y se me clavaron en el corazón.
Y pude asomarme por ellos a un alma
pura, limpia, hermosa, llena de candor,
de entrega, de ensueños, de lucha y de calma,
vibrando de vida y reclamando amor.
Y yo, sin defensas y desprevenido,
me vi subyugado y pillado a traición
y, en los infinitos verdes torbellinos
de aquellos dos mares, débil la razón,
sumergíme presto, perdido el sentido,
preso para siempre, ya sin remisión.
11.- Pero esos momentos, como he dicho, son excepcionales. Y sólo se viven una o muy pocas veces en cada vida.
Si examináramos con detenimiento qué sucede en nuestros vehículos mientras dura ese arrobamiento que nos hace felices, comprobaríamos que lo que ocurre es que todos nuestros cuatro cuerpos y nuestros tres espíritus, es decir, nuestra Personalidad y nuestro Espíritu, nuestro Yo inferior y nuestro Yo Superior, han vibrado al unísono, todos han sido inundados de la misma vibración del amor y todos se han polarizado en la misma dirección.
Pues bien, ahí tenemos la fórmula de la felicidad. En la armonización de nuestros vehículos. Por eso, la nota clave de la Creación es el amor.
Porque, mientras el cuerpo de deseos tienda hacia una cosa y la mente hacia otra o mientras el cuerpo físico quiera algo que la mente no acepta o mientras la mente pretenda algo y el cuerpo de deseos se oponga y predomine, cada vehículo estará emitiendo su vibración, disonante con las demás, y el conjunto producirá una desarmonía en relación con la armonía de la naturaleza, disonancia que se reflejará en nuestra salud, tanto mental como emocional o física. Y, consecuentemente, producirá nuestra infelicidad.
¿Qué sucede con nuestro cuerpo si parte de las células discrepan del resto en cuanto a sus apetencias? Que aparece un cáncer o una dolencia que pone en peligro todo el sistema. ¿Cuándo estamos sanos, desde el punto de vista físico? Cuando todas las células de nuestro cuerpo aspiran a lo mismo, cuando aceptan sin protestas ser compenetradas y dirigidas por nuestra conciencia y, por tanto, vibran todas armónicamente.
Pues lo mismo debe suceder entre el cuerpo físico y el etérico. Y entre estos dos y el de deseos. Y entre los tres y el mental.
Todos estamos continuamente comprobando que deseamos y hacemos cosas que nuestra mente considera no correctas o no convenientes. Y, sin embargo, las hacemos. Pues eso supone disonancias en las vibraciones de ambos vehículos. Y producirán luego remordimientos o pesadillas o intranquilidad o afecciones mentales más o menos graves. Porque el hombre, aunque no se nos diga, está programado para decir la verdad y, si no lo hace, el cuerpo se rebela, protesta y enferma. Un ejemplo bien claro lo tenemos en el llamado “detector de mentiras”. Porque, ¿qué hace este aparato de nombre tan misterioso? Simplemente, registra las reacciones de molestia y desequilibrio del cuerpo cuando mentimos. Porque, al mentir, nuestra conciencia sufre y ese sufrimiento se manifiesta en sudoración, erección del vello, aceleración del pulso, etc., estímulos que, registrados por el aparato en cuestión, nos delatan como mentirosos.
Hemos, pues, de armonizar todos los vehículos que constituyen nuestra Personalidad: mente, cuerpo de deseos, cuerpo etérico y cuerpo físico. Sólo entonces estaremos sanos. Estaremos sanos, pero no seremos felices. Porque lo material no basta. Los espíritus que conforman nuestra propia trinidad interna - Divino, de Vida y Humano - atraen continuamente a la Personalidad para que se armonice con ellos.
El Cristo interno está, sin descanso, empujándonos hacia arriba para armonizarnos totalmente. La oración trata de armonizarnos con lo elevado. La meditación pretende armonizarnos con el Espíritu Humano, nuestra mente abstracta. La Retrospección nos armoniza la Personalidad con el mandato de Cristo: “ama a tu prójimo como a ti mismo.” Siempre la armonización. Y sólo la armonización.
Hemos dicho antes que, la intervención y la permanente influencia de los luciferes en la vida del hombre, nos ha hecho detener casi nuestra evolución por habernos hecho emplear la fuerza creadora sexual para distintos fines de los propios. Pero también hemos dicho que el sexo no es negativo, sino que es un procedimiento creador y, por tanto, sagrado.
Y ¿cuándo podemos decir que el sexo se está empleando debidamente? Cuando, tanto el hombre como la mujer, están armonizados individualmente y, además, recíprocamente. Si la unión es, no sólo de cuerpos físicos, sino de cuerpos emocionales y de mentes y de espíritus, la unión es perfecta y puede dar lugar al nacimiento de grandes seres, que no pueden ser atraídos al renacimiento cuando existen disonancias o vibraciones burdas y bajas en los cuerpos de los presuntos padres.
Si el hombre tiene el cuerpo físico positivo, el etérico negativo, el astral positivo y el mental negativo, y la mujer tiene las polaridades opuestas, está claro que, cuando se unan, si esas polaridades se dan en cada uno del modo correcto, es decir, armonizadas, la atracción se producirá en todos los planos, incluso el espiritual y, por tanto, la unión será total. Será una fusión. Y, en ese caso, no sólo se producirá la fertilización, sino que el fruto de la misma participará de la belleza de los planos elevados. La total armonización de todos los vehículos produce una inmaculada concepción, libre de pasión, de deseos posesivos, de bajas tendencias.
¿Os imagináis lo que debe ser que la Personalidad se enamore de Dios? ¿El no pensar más que en Él, el tenerlo como meta, el estar obsesionados con su amor, el desear fundirse con Él en una entrega total? Pues eso es, precisamente, lo que da lugar al nacimiento del Cristo Interno. Porque el amor siempre, siempre, es fructífero.
Pero no olvidemos el amor a Dios, el enamoramiento entre el Creador y la criatura, que da lugar al nacimiento del Dios Interno. Sobre este particular voy a leeros tres poemas míos, en distintos estadios progresivos de ese enamoramiento, que intentan expresar esa relación única, privilegiada y verdaderamente inexplicable:
FRANCISCO MANUEL NÁCHER
CONTINUA EN EL CAPÍTULO 4

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