domingo, 19 de marzo de 2017

FRANCISCO DE ASÍS.- CAP. 1 : EL JOVEN CONVALECIENTE

 
 
 
Hace de esto setecientos años, una mañana cierto joven de la ciudad de Asís, que empezaba a convalecer de larga y penosa enfermedad, despertó de su nocturno sueño. Los postigos de la ventana de su pieza estaban aún cerrados; sin embargo, afuera, a pesar de que era muy temprano, brillaba la luz de la madrugada, y la campana de la vecina iglesia de Ntra. Sra. del Obispado había dado ya la señal para la primera misa. Por la rendija del postigo penetraba hasta la cerrada alcoba un poderoso rayo de sol. El joven conocía bien este rayo matinal, pues hacía ya varias semanas que le veía llegar a su lecho de convaleciente.
 
Muy luego llegaría su madre a abrir los postigos, y la luz penetraría en la pieza con toda su deslumbradora intensidad. Después le traerían el desayuno y se le arreglaría la cama (ésta era bastante ancha y él tenía costumbre de mudarse al otro lado mientras se componía aquél en que había dormido). Ya podía tenderse sobre ella, fatigado aún, pero feliz, a contemplar el hermoso cielo de otoño, azul y despejado, y a escuchar el ruido que hacían, al caer sobre el pavimento de la calle, las aguas sucias arrojadas por los moradores de las casas vecinas. Más tarde entraría ya directamente el sol a iluminar primero el muro de la derecha, después el centro de la enlosada cámara, y cuando la plena luz diera en el lecho, sería llegada la hora del almuerzo; después del cual vendrían de nuevo a cerrar los postigos, y nuestro joven tomaría su siesta al abrigo de la dulce y silenciosa semi-oscuridad de su pieza. Terminado este reposo volvería de nuevo la luz, aunque el sol ya se habría retirado de la ventana; nuestro convaleciente vería allá a lo lejos, hacia el confín del inmenso valle, las montañas veladas por sombras azules, que bien pronto se cambiarían en ese manto rojizo, sanguíneo, con que se cubre el horizonte en las tardes de otoño. Al caer con toda rapidez la noche, oiría el ruidoso balar de los ganados, conducidos a los establos, entre canciones y risas, por los sencillos pastores. ¡Con qué íntimo placer había escuchado esas cantinelas populares de la Umbría, acompasadas, extrañamente expresivas, exquisitamente tiernas, que hoy día mismo ensayan y modulan a la continua aquellos modestos campesinos, llenando el alma de quien los oye de cierta misteriosa mezcla de tristeza y melancólica dulcedumbre! Por fin, se extinguirían los cantares y vendría la noche. Por encima de los lejanos montes surgiría, de repente, una sola y grande estrella, cuya aparición indicaría el momento de cerrar los postigos y de encender la lamparilla, que el enfermo se había acostumbrado a dejar arder hasta el rayar del alba durante las interminables noches de fiebre en que temerosas pesadillas le turbaban el dulce sueño.

La mañana aquella, sin embargo (bien se lo acordó el joven inmediatamente), las cosas no iban a ser de la manera que queda descrita; porque ése era precisamente el día en que él iba a dejar por primera vez el lecho del dolor. ¡Cuánto gozaba con la idea de que, al fin, iba a volver a andar por los demás sitios de la casa, viendo y tocando objetos cuya privación había sufrido por tan largo tiempo y de los cuales había estado a punto de despedirse para siempre! Resuelto estaba a bajar hasta el entresuelo y penetrar en la tienda de su padre a ver entrar y salir los clientes, y acaso también a dar una palmada a los empleados ocupados en desenvolver y medir las grandes piezas de terciopelo, de brocado, o de hermosos tejidos de lana etrusca.
Ocupada su mente con tan dulces ensueños, se abre de pronto la puerta: es su madre, que viene a hacerle la acostumbrada visita; entra y abre los postigos; el enfermo observa con júbilo que, además del desayuno, trae un lío de ropa.
«Te he mandado hacer un traje nuevo, mi querido Francisco», dijo ella, al mismo tiempo que depositaba el paquete al pie del lecho. Terminada la refección, el joven empezó a vestirse, mientras la madre, inclinada sobre el umbral de la ventana, miraba la campiña. De repente exclamó: «¡Qué hermosa mañana!, ¡qué cielo más espléndido! Allá diviso todas las casas de Bettona, cual si el valle que nos separa se hubiese abreviado; a medio camino, rodeada de viñedos, Isola Romanesca, semeja una isla verdadera acariciada por las ondas de un río. De todas las chimeneas se levantan al cielo, rectas y trasparentes, columnas de humo: así sube hacia el techo de la iglesia el humo fragante de los incensarios. ¡Oh Francisco mío!, en mañanas como ésta la tierra y el cielo se me figuran un templo engalanado para una fiesta solemne, en que toda la creación acude a alabar y dar gracias a su Hacedor».
Francisco seguía silencioso, pero una vez aderezado, murmuró: «¡Dios mío!, ¡cuán débil estoy!».
-- Consecuencias de la enfermedad -se apresuró ella a contestar-. Mientras uno permanece en cama se imagina poderlo hacer todo; pero apenas se ponen los pies fuera del lecho, se advierte la debilidad; lo sé bien por experiencia propia, hijo mío; por eso he cuidado de traerte bastón.


 
Toma, en efecto, de sobre la mesa un hermoso bastón barnizado, con empuñadura de marfil, y lo da al joven, quien, apoyado en él y en el brazo de su madre, abandona el triste aposento.
En media hora la madre y el hijo anduvieron todas las habitaciones de la casa. Al entrar en la tienda, los saludaron llenos de cordial regocijo los dependientes: «¡Buenos días, señora Pica! ¡Bienvenido el señor don Francisco!» Pero luego sintió éste la necesidad de ir más lejos, a saludar los campos y las viñas, el cielo abierto y el panorama todo del extenso y fértil valle.
Detúvose fuera de la puerta de Asís, junto al camino que, por el pie del monte Subasio, conduce a Foligno. Afirmado en su bastón tendió por el valle la cansada vista. Todo era un inmenso campo de viñas; los vástagos trepaban de un árbol a otro; los granados y azules racimos doblaban con su peso los sarmientos bajo el exuberante follaje. Cercanos estaban los días de la ruidosa vendimia y de la recogida del vino en las bodegas. Más abajo, pero aún sobre la pendiente ladera, empiezan los olivares que se despliegan por todo el valle, cubriéndolo como de un tapiz de seda de color de plata. De trecho en trecho, sombreadas por pardas nubes, brillan blancas casitas, y las más lejanas parecen apenas pequeñas piedras.
 
 
Francisco tenía la vista fija en este grandioso panorama, y sin embargo, ¡fenómeno singular!, no lo veía. Aquel desbordado gozo que antes experimentaba ante el espectáculo de los risueños colores del paisaje, de las aristas de los montes, que parecen penetrar en el cielo azul, ya no existe para él. Diríase que su corazón, poco antes tan joven y vigoroso, había envejecido por arte de encantamiento; llegó a asaltarle la idea de que nunca más iba a gozar con la vista de ninguna cosa de este mundo. Parecióle demasiado ardiente el sol, y fue a refugiarse a la sombra de un muro; pero un momento después esta sombra se le antojó demasiado fresca, y tornó a buscar el calor del sol. La bajada le había fatigado mucho; sintió hambre, y aun deseo de saciarla con una buena cena y un buen vaso de vino... Se aterrorizó con la idea de que su juventud terminaba; de que ya no le alegrarían más tantas cosas que habían sido y él se imaginaba que serían siempre todo su encanto y su tesoro: el esplendor del día, el azul del cielo, la verdura de las campiñas, todos los primores de la naturaleza, por que tanto él había suspirado durante los días y las noches de su convalecencia, como suspira un rey proscrito por tornar a sus antiguos dominios; todo esto se le devolvía ahora y, al recibirlo en toda su real belleza, se desvanecía en sus manos, se reducía a fragmentos, a polvo y ceniza; como de las palmas triunfales que se distribuyen el domingo de Ramos se saca la ceniza que el sacerdote pone en la frente de los fieles el primer día de cuaresma, añadiendo estas palabras tan tristemente verdaderas:

 
 «Acuérdate, hombre, de que eres polvo». ¡Polvo!, ¡polvo!, todo no es más que mísero polvo y ceniza, corrupción y muerte, vanidad de vanidades.

Largo rato estuvo allí de pie Francisco ocupado con tales pensamientos, fija la mirada en la inmensidad, viendo cómo todo lo existente se marchitaba ante su vista. Por fin, se volvió a la ciudad a pasos lentos y apoyado en su bastón.

Sin duda alguna ha lucido para él el día en que dice el Señor que «sembrará de espinas el camino»; la hora aquella en que mano misteriosa escribió en el muro de una sala de festín palabras de muerte.

Sin embargo, como todo el que se halla en los comienzos de su conversión, nuestro joven no piensa sólo en sus propias faltas, sino también en las ajenas. Acto seguido de percatarse del cambio que se ha obrado en su ser, se le va el pensamiento a los amigos en cuya compañía ha estado ahí mismo tantas veces, gozando de la hermosura del grandioso panorama. «¡Qué insensatez la de ellos, poner el corazón en cosas tan deleznables!», se dijo con cierto aire de superioridad, mientras tomaba resueltamente el camino de la casa paterna.


 
 J. Joergensen
 

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