sábado, 18 de marzo de 2017

El “pedid y recibiréis” y nuestro poder creador


Cristo enunció una ley natural cuando nos dijo aquello de: “Pedid y recibiréis”. Pero esta afirmación - esta enseñanza, este consejo, esta certeza, pues todo ello es - entraña la necesidad de entender todo el contenido oculto en esa frase. Porque, a primera vista, no parece que Cristo estuviera diciéndonos que pidiéramos lo que quisiéramos y se nos concedería sin más. Ni que conviniera hacerlo.
 
      Entonces, ¿qué quería decirnos? Para responder a esta pregunta
hemos de reflexionar un poco. Y para ello hay que preguntarse primero qué quería decir con la palabra “pedir”.
Y esto ya no es tan fácil de dilucidar. A poco que se piense, hemos de concluir que “pedir” significaba “desear obtener algo de alguien”.
 
    Y aquí se bifurca ya la idea. Porque, sin quererlo, vamos a parar a la lucha permanente entre el cuerpo mental (la mente), y el cuerpo de deseos(los deseos, las emociones, los sentimientos, las pasiones). 
Porque ambos pueden afectar, no sólo a nuestro interno, sino al exterior. Ambos pueden dirigirse a otro ser y producir en él un efecto determinado, según su contenido y su intensidad. Pero todo esto se comprende y se dilucida mejor con un ejemplo:
 
    Imaginemos que una persona desea obtener algo: aprobar una
oposición o lograr hacer un trabajo o terminar algo empezado o cualquier otra cosa.
Si desea algo es porque no lo tiene. Y, si no lo tiene y lo desea,
alberga siempre cierto temor de no lograrlo, puesto que no puede
conseguirlo personalmente y ha de solicitarlo de alguien. Por tanto,
mientras esté deseando eso, no será completamente feliz y mantendrá esa duda y ese temor que, a medida que pase el tiempo y tarde en realizarse su deseo, irán creciendo en intensidad.
 
   Y si, en esa situación, se le ocurre orar pidiendo la obtención de lo que desea, ¿qué ocurrirá? Pues, teniendo en cuenta que somos seres creadores, (aunque casi nadie se lo cree realmente), ocurrirá que las fuerzas de la naturaleza (entendiendo por tales los “obreros” de los planos superiores, que siempre obedecen las órdenes de los seres creadores) estarán recibiendo, a la vez, dos órdenes opuestas a cumplimentar: por un lado, la forma de pensamiento de la oración, pidiendo lo que se desea y, por otra parte, el sentimiento subconsciente (y su forma de pensamiento correspondiente) de duda y de temor creciente de no lograrlo.
 
    En esa situación, ¿qué triunfará? ¿A cuál de las dos órdenes harán caso los planos superiores? Lógicamente, a la más fuerte. Y, si lo más fuerte es el pensamiento que contenía la oración, el deseo contenido en ella se verá realizado y se obtendrá lo solicitado. Pero, si lo mas fuerte es el sentimiento (y su pensamiento subconsciente) de que no se va a lograr, podrá con el pensamiento petitorio y el objeto de la oración no sólo no se obtendrá, sino que cada vez el sentimiento de que no se logrará será más fuerte y cada vez que se ore para obtener lo deseado, se robustecerá más esa emoción de falta de confianza y, consecuentemente, de fe.
 
  O sea que, en ambos casos, la ley natural se cumplirá y recibiremos lo solicitado (bien entendido que para los planos internos lo solicitado será la “orden” más fuerte que hayan recibido, porque todas las órdenes de los seres creadores se obedecen y todas las leyes naturales se cumplen.
 
    Precisamente por eso, para evitar esa situación, opuesta a nuestro
deseo, pero por obra nuestra como él, y debida a nuestra ignorancia, Cristo nos confió la fórmula secreta para lograr lo que deseemos al decirnos:
 
   “Cuando pidáis algo, pedidlo como si ya lo hubieseis recibido. Y entonces lo recibiréis”.
 
   ¿Y, por qué ese sistema un tanto extraño? Porque de ese modo, al
sentirnos felices y seguros por “haberlo recibido” nos desaparece el
sentimiento de miedo de no lograrlo y, por tanto, a los planos superiores sólo llega el pensamiento contenido en la oración y, consecuentemente, recibiremos lo solicitado.
 
    En realidad, esto ratifica la necesidad inexorable de la fe cuando
oremos, y nos demuestra que no hay nada más contraproducente que una oración sin fe. Y ello como consecuencia, por un lado, de nuestra capacidad creadora y, por otro, de nuestra ignorancia de las leyes naturales y de las energías que movemos con nuestros pensamientos y deseos.
 
    Así que en todo lo que pensemos, deseemos, hagamos o pidamos, que no son más que órdenes dirigidas a la naturaleza, ha de estar presente siempre la fe, esa seguridad, esa certeza de que lo lograremos o mejor, como quería Cristo, de que ya lo hemos logrado.
 
   Y eso equivale a ser conscientes de que somos seres creadores y de que la vida no es más que un entrenamiento permanente para que vayamos aprendiendo a crear cosas cada vez más importantes. Y para que comprendamos el cómo y el por qué de la responsabilidad que ello entraña y de la razón de ser del karma.
 
    Recordemos aquel pasaje evangélico en el que Cristo dijo a sus
discípulos: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a ese árbol que se arrancase de la tierra y se arrojase al mar y el árbol lo haría.” En él, el propio Cristo insiste en la necesidad de la fe, llamando fe a la confianza en nosotros mismos, en nuestra condición de creadores.
 
    Fijémonos sino en aquel otro pasaje en el que Cristo, tras visitar la zona de Cafarnaum sin haber podido hacer allí ninguna curación, lo atribuyó a la “poca fe” de sus habitantes. ¿Quién era (y es), pues, el que curaba?
 
   Y recordemos también aquel otro momento del Antiguo Testamento en el que Moisés, antes de llegar a la Tierra Prometida, obedeciendo una orden de Jehová, tuvo que alumbrar una fuente para mitigar la sed de su pueblo. Y dio a la naturaleza la orden de que, al golpear la roca con su cayado, brotase una fuente pero, como lo hizo sin fe en sí mismo, en su poder creador, su orden no fue obedecida y no dio resultado. Y Jehová le ordenó repetirla. Y entonces, como ya había aportado la autoconfianza correspondiente a todo milagro, se produjo éste y brotó el manantial. Pero, por esa falta de fe en su poder creador inherente, como castigo (karma), no
pudo pisar ya la Tierra de la Promesa.
 
    El apóstol Santiago, por su parte, en su única Epístola, nos dice
también muy claramente: “No obtenéis porque no pedís; o, si pedís, no recibís porque pedís mal.”
    Y fijémonos en que Cristo, antes de cada uno de sus milagros y de sus actuaciones importantes, primero daba gracias al Padre, es decir, hacía lo que nos aconsejó (agradecer como recibido lo que pedía, antes de pedirlo), y luego lo pedía. O, mejor, lo ordenaba. Y así consta en la Última Cena (Lucas, 22:19) donde primero “dio gracias al Padre y luego bendijo el pan.”
 
   Finalmente, recordemos la recomendación que insistentemente nos hace Max Heindel: "Cuando pidáis algo, terminad vuestra oración con las palabras de Cristo": “No obstante, Padre, que no se haga mi voluntad, sino la Tuya”. ¿Por qué? Porque con mucha frecuencia lo que creemos ser lo mejor no lo es y, como somos creadores, si no añadimos la apostilla indicada, puede ocurrir que hagamos más mal que bien y, en cambio, con ella, las leyes naturales (el Padre) se encargarán de no obedecer nuestra orden si su cumplimiento fuera perjudicial para el presunto beneficiario de nuestra oración.
 
   Y así lo hizo hasta el final, cuando se dirigió al Padre diciendo:
 
  “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz”, pero luego añadiendo precautoriamente esas mismas palabras: “pero que no se haga mi voluntad, sino la Tuya.” Y las leyes naturales, - el Padre - como era más conveniente la Redención, desoyeron la súplica.
 
FRANCISCO MANUEL NÁCHER

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