Ordinariamente, se piensa que esta súplica de Cristo a Su Padre, “Si es posible, aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”, se debe al terror, perfectamente comprensible desde el punto de vista humano que, la muerte en la cruz, con sus prolegómenos, debía producir en Jesús, hombre como todos los demás.
Pero, pensemos un poco sobre el tema: ¿Puede alguien creer que Cristo, que se había ofrecido voluntariamente para redimirnos, podía temer tanto la crucifixión como para elevar una tal súplica a su Padre? ¿No había habido siempre martirios espeluznantes y había habido quienes los supieron soportar con entereza? ¿Y no hubo después de Cristo muchos mártires que, incluso fueron al martirio - y martirios también mucho más terribles que la propia crucifixión - contentos de ofrecer su vida por su fe? ¿Estaba justificado ese miedo por parte de Cristo? ¿Era lógico? No
Habrá que pensar, pues, que lo que le asustaba, hasta el punto de pedir a su Padre que, si era posible, cambiase los planes, debía de ser algo capaz de asustar, por supuesto, a un hombre, pero, sobre todo, a un Dios.
¿Y qué pudo asustarle en tales momentos, si no fue la crucifixión? Lógicamente, lo que le asustó, debido seguramente al componente humano que había en Jesucristo, fue el inmenso sacrificio que, hasta que toda la Humanidad quedase redimida, había de hacer Cristo durante seis meses cada año, permaneciendo constreñido en la Tierra, - un simple cascarón microscópico para su inmensa grandeza - recibiendo las vibraciones de todos nuestros errores, odios, egoísmos, maldades, vicios, degeneraciones, luchas, desprecios, explotaciones, guerras, mentiras, traiciones, etc., equivalentes a una electrocución continuada, al tiempo que nos había de dar su vida, hasta el agotamiento, cada año, para que nosotros, apoyados en esa vida suya, siguiéramos en nuestra cerrazón. Y así durante miles de años, hasta que, poco a poco, muy poco a poco, fuéramos dándonos cuenta de nuestro inmenso error y comenzáramos a rectificar nuestras vidas. Eso es lo que causó miedo a Cristo. A lo que se añadió su inmensa pena por la enorme ingratitud de los hombres.
De ahí la prisa por parte de todos los iniciados por acelerar lo más posible el final de ese inmenso y para nosotros inconcebible sacrificio anual que Cristo aborda, sólo por amor a nosotros, cada equinoccio de otoño, para sufrir y agonizar hasta el equinoccio de primavera siguiente.
Meditemos, pues, sobre el tema y, nosotros que tenemos conocimientos que no posee la mayor parte de la Humanidad, hagamos todo lo posible por mitigar y acortar ese inmenso martirio de Cristo, viviendo nuestras vidas lo más ajustadas posible a las leyes naturales, devolviéndole así una parte infinitesimal de ese amor que derrocha permanentemente sin límite.
Francisco.Manuel Nácher
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