sábado, 1 de abril de 2017

Libro el Yoga de Jesus Capitulo V Como "Elevar al Hijo del Hombre" al Estado de Conciencia Divina.


CAPITULO V
Cómo elevar al Hijo del Hombre"Al Estado de Conciencia Divina.
“Respondió Nicodemo: “Cómo puede ser eso?”. Jesús le respondió: “Tu eres maestro en Israel y ¿no sabes estas cosas? En verdad, en verdad te digo: nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio. Si al deciros cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo?. “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del Cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo”. Y como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en él la vida eterna y no perezca”. (Juan 3:9-15)
Al dirigirse a Nicodemo, Jesús señaló que el solo hecho de desempeñar el cargo ceremonial de maestro de la casa de Israel, no le garantizaba la comprensión de los misterios de la vida.
A menudo, se otorgan dignidades religiosas a ciertas personas en virtud de su conocimiento intelectual de las escrituras, pero sólo se puede obtener una comprensión total de las profundidades esotéricas de la verdad por medio de la experiencia intuitiva. “Nosotros hablamos de lo que sabemos” implica un conocimiento más profundo que la información que puede obtenerse a través del intelecto y del raciocinio, que dependen de los sentidos.
Dado que estos últimos son limitados, también lo es el entendimiento intelectual. Los sentidos y la mente son los portales externos por los cuales el conocimiento se introduce en la conciencia.
El conocimiento humano penetra por medio de los sentidos, y la mente lo interpreta.
Si los sentidos se equivocan en lo que perciben, la conclusión que el entendimiento obtenga a partir de esa información será también incorrecta. Una tela de gasa blanca que ondea a la distancia puede parecer un fantasma, y una persona supersticiosa tal vez crea que lo es; pero una observación más detenida revelará que esa conclusión es errónea.
Los sentidos y el entendimiento son fácilmente víctimas del engaño porque no captan la verdadera naturaleza, ni el carácter, ni la sustancia esenciales de todo lo creado. Jesús, en virtud de su intuición, poseía un conocimiento pleno del noúmeno que sostiene el funcionamiento del cosmos y la diversidad de la vida. Por esa razón, pudo decir con autoridad: “Nosotros sabemos”. Jesús se hallaba en sintonía con el gran plan de manifestación que subyace en el espacio entero y que está más allá de la visión terrenal.

A las mentes beligerantes, no podía hablarles sin reservas acerca de las percepciones omnipresentes que experimentaba; ¡incluso fue crucificado a causa de las verdades que pronunció! El le dijo a Nicodemo: “Si te hablo acerca de temas concernientes a las almas humanas cuya presencia es visible en la tierra, y sobre el modo en que éstas pueden entrar en el reino de Dios, y no crees, ¿cómo podrás, entonces, creerme si te hablo acerca de acontecimientos de los reinos celestiales, los cuales se hallan totalmente ocultos a la mirada humana ordinaria?”. Aun cuando Jesús lamentaba, con afable tolerancia, que Nicodemo dudase de las revelaciones intuitivas del estado crístico, pasó a explicarle a su visitante la manera en que éste ( y cualquier otro buscador espiritual) podía experimentar esas verdades por sí mismo.
Hay muchas personas que dudan de la existencia del cielo simplemente porque no lo ven. Y, sin embargo, no ponen en duda la existencia de la brisa tan sólo porque no sea visible. A ésta se la reconoce por su sonido, por la sensación que produce sobre la piel y por el movimiento que imprime a las hojas y demás objetos. De manera semejante, el universo entero vive, se mueve y respira por causa de la invisible presencia de Dios en las fuerzas celestiales que se encuentran más allá de la materia.
En cierta ocasión, un hombre le obsequió aceitunas a otro que no las conocía y le dijo: “Contienen gran cantidad de aceite”. Esta otra persona partió el fruto pero no pudo ver el aceite, hasta que su amigo le mostró cómo extraer el aceite de las aceitunas.
Lo mismo ocurre en relación con Dios.
Todo el universo se encuentra saturado de su presencia:
las titilantes estrellas, la rosa, el canto de los pájaros, nuestras mentes. Su Ser lo inunda todo por doquier.
Pero es imprescindible –metafóricamente hablando- “extraer” a Dios de la materia donde se halla oculto.
La concentración interior es el camino para tomar conciencia del sutil y prolífico cielo que se encuentra más allá de este denso universo. La soledad es el precio de la grandeza y del contacto con Dios. Aquéllos que estén dispuestos a arrebatarle algo de tiempo al insaciable mundo material con el propósito de dedicárselo, en cambio, a la búsqueda divina aprenderán a contemplar la maravillosa fábrica de la creación de la cual han surgido todas las cosas.
Cada una de las almas encarnadas en un cuerpo físico ha descendido de las celestiales esferas causal y astral, y todas ellas pueden volver a ascender retirándose al “desierto” del silencio interior y practicando el método científico de elevar la fuerza vital y la conciencia desde la identificación corporal hasta la unión con Dios.

“Nadie ha subido al Cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo”. Y como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre”
(Juan 3: 13-14) Este pasaje es muy importante y poco comprendido.
Si se las considera en forma literal, las palabras “elevó la serpiente” son, en el mejor de los casos, una clásica ambigüedad de las escrituras. Cada símbolo encierra un significado oculto que debe interpretarse con acierto.
La palabra “serpiente” de este pasaje se refiere, metafóricamente, a la conciencia y la fuerza vital del ser humano presentes en el sutil conducto enrollado que se encuentra en la base de la espina dorsal, cuyo flujo hacia la materia debe revertirse para que el hombre ascienda de nuevo desde un estado de apego corporal hasta su libertad en la supraconciencia.
En nuestra calidad de almas, todos nos hallábamos, al principio, en el seno de Dios. Luego el Espíritu proyectó el deseo de crear una expresión individualizada de Sí mismo; el alma se manifestó entonces y proyectó la idea del cuerpo en la forma causal; la idea se convirtió en energía, o sea, en el cuerpo astral de vitatrones; y el cuerpo astral se condensó para formar el cuerpo físico.
A través del conducto espinal integrado por estos tres medios instrumentales, el alma desciende hasta identificarse con el cuerpo material y la materia densa. “El que bajó del cielo” significa el cuerpo físico.
(Jesús se refiere al cuerpo físico como el “hombre”. En los Evangelios, Jesús designa en todo momento su propio cuerpo fisico como “el Hijo del hombre” para diferenciarlo de la Conciencia Crística, “el Hijo de Dios”.
El hombre desciende de los planos celestiales de la creación de Dios y un cuerpo astral de luz, adopta la envoltura externa de tejido material. Así pues, no sólo Jesús sino todos los hijos de Dios han “bajado del cielo”.

Ningún cuerpo humano ha ascendido al cielo: la esencia etérica de esta región no puede albergar formas corpóreas; no obstante, todas las almas tendrán la posibilidad de entrar – y, de hecho, entrarán – en los reinos celestiales cuando, a causa de la muerte o por medio de la trascendencia espiritual, se despojen de la conciencia física y se reconozcan como seres angélicos ataviados de pensamientos y de luz.
Todos estamos hechos a imagen de Dios; somos seres dotados de conciencia imperecedera, envueltos en diáfana luz celestial – una herencia que se encuentra sepultada bajo el terrón de la carne -. Sólo podremos reconocer dicha herencia por medio de la meditación. No existe otro camino; ese logro no se alcanza a través de la lectura de libros o del estudio filosófico, sino por la devoción y la oración continua y la meditación científica que eleva la conciencia hacia Dios.

Jesús se refería a una extraordinaria verdad cuando habló del “Hijo del hombre, que está en el cielo”. Las almas comunes ven sus cuerpos (el “hijo del hombre”) vagar sólo por la tierra; en cambio, las almas libres como Jesús moran simultáneamente en el plano físico y en los reinos celestiales astral y causal.
Así pues, las palabras de Jesús son a la vez simples y maravillosas; aún cuando residía en un cuerpo en el mundo físico, se contemplaba a sí mismo como un rayo de Dios que descendía del cielo. Demostró esto en forma concluyente después de su muerte, al volver a crear su cuerpo físico con rayos de luz creativa cósmica y desmaterializarlo más tarde en presencia de sus discípulos cuando ascendió nuevamente al cielo. Mientras Jesús, encarnado por mandato divino, se encontraba en el mundo llevando a cabo con diligencia la obra de su Padre Celestial, pudo en verdad proclamar: “Estoy en el Cielo”. Este es el estado más elevado de éxtasis de la conciencia divina, definido por los yoghis como nirvikalpa samadhi, un estado extático “sin diferencia” entre la conciencia externa y la comunión interior con Dios.
En savikalpa samadhi “con diferencia” (un estado menos elevado), no somos conscientes del mundo externo; el cuerpo entra en un trance inerte a la vez que la conciencia se halla inmersa en la unidad interior consciente con Dios. Los maestros más avanzados logran ser plenamente conscientes de Dios sin mostrar signos de que el cuerpo esté paralizado; el devoto bebe la presencia de Dios y, al mismo tiempo, continúa consciente y completamente activo en su entorno externo, si así se lo propone. Esta declaración de Jesús brinda enorme aliento a todas las almas: aun cuando el ser humano se encuentre acosado por las complicaciones asociadas a la residencia en un cuerpo físico, Dios le ha proporcionado la capacidad de permanecer en la conciencia celestial a pesar de las circunstancias externas.
Un ebrio lleva su embriaguez consigo sin importar a dónde vaya. Aquel que se encuentre enfermo está en todo momento preocupado por su malestar. Quien es feliz está siempre burbujeante de alegría. Y el que se halla consciente de Dios disfruta de esa suprema Bienaventuranza, ya sea que esté activo en el mundo externo o absorto en la comunión interior.

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