sábado, 1 de abril de 2017

Libro el Yoga de Jesus Capitulo VII ( El Yoga del Amor Divino que enseño Jesus

 

LAS BIENAVENTURANZAS
“Y, tomando la palabra, les enseñaba diciendo: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los Cielos”. (Mateo 5:2- 3).
Referencia paralela: “Y él, alzando los ojos hacia sus discípulos, decía: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios”. (Lucas 6:20)
Cuando Jesús enseñaba, les transmitía a sus discípulos – tanto a través de la voz como de los ojos- su divina fuerza vital y su sagrada vibración, a fin de que serenamente se sintonizaran con él y se llenasen de magnetismo divino, de manera que, mediante el entendimiento intuitivo, fueran capaces de recibir plenamente su sabiduría.
Los poéticos versículos de Jesús que comienzan con la palabra “Bienaventurados…” son conocidos como las Bienaventuranzas o Beatitudes. “Beatificar” es hacer supremamente feliz a alguien.
La beatitud o bienaventuranza significa la bendición – la dicha- del Cielo.
Jesús deja aquí asentada, con fuerza y simplicidad, una doctrina de principios morales y espirituales cuyo eco sigue resonando sin decrecer a lo largo de los siglos.
Por medio de estos principios, la vida del hombre queda bendecida, colmada de bienaventuranza celestial. La palabra “pobres”, tal como se halla expresada en la primera bienaventuranza, significa “desprovistos de todo engalanamiento superficial externo relacionado con la riqueza espiritual”. Aquellos que poseen verdadera espiritualidad jamás hacen alarde de ella; más bien expresan con naturalidad una humilde ausencia de ego y de sus vanagloriosos adornos.
Ser “pobre de espíritu” significa que uno ha despojado su propio ser interno, su espíritu, del deseo y apego por los objetos materiales, las posesiones terrenales, los amigos de mentalidad mundana y el amor humano egoísta.
Mediante la purificación inherente a esta renuncia interior, el alma se percata de que siempre ha poseído todas las riquezas del Reino Eterno de la Sabiduría y la Bienaventuranza, y desde ese momento reside en dicho Reino, comulgando sin cesar con Dios y sus santos.
La pobreza “de espíritu” no implica que hayamos de convertirnos necesariamente en indigentes, pues, al privarnos de aquello que es esencial para el cuerpo, la mente podría distraerse y apartarse de Dios.
Lo que en realidad significa es que no debemos conformarnos con las posesiones materiales en lugar de conseguir la abundancia espiritual. Las personas materialmente ricas pueden ser pobres en desarrollo espiritual interior si su opulencia provoca el hartazgo de los sentidos, en tanto que quienes han elegido ser materialmente “pobres” –quienes han simplificado las condiciones externas de su vida para dedicar tiempo a Dios- cosecharán beneficios espirituales y un grado tal de plenitud que ningún tesoro de este mundo podría jamás comprar.
Jesús elogió de esta manera a las almas que son pobres de espíritu, completamente libres del apego a la fortuna y a las metas mundanas personales por haber preferido la búsqueda de Dios y el servicio a los demás: “Sois benditos a causa de vuestra pobreza. Esta os abrirá las puertas hacia el reino de Dios, quien todo lo provee y os aliviará tanto de las necesidades materiales como de las espirituales por toda la eternidad.
¡Bienaventurados los que tenéis carencias y buscáis a Aquel que es el único que puede aliviar vuestras deficiencias para siempre¡.
Cuando el espíritu del hombre renuncia mentalmente al deseo por los objetos de este mundo, porque sabe que son ilusorios, perecederos, engañosos e impropios del alma, comienza a hallar el gozo verdadero en la adquisición de esas cualidades espirituales que le satisfacen de forma permanente. Al llevar con humildad una vida de simplicidad externa y de renunciación interior, saturada del gozo y la sabiduría celestiales del alma, el devoto finalmente hereda el reino perdido de la bienaventuranza inmortal.

“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados” (Mateo 5:5).
Referencia paralela: “Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis” (Lucas 6;21).
El sufrimiento de las personas comunes se origina en la pena por las esperanzas mundanas incumplidas, o por la pérdida del amor humano o de las posesiones materiales.
Jesús no estaba alabando tal estado negativo de la mente, que eclipsa la felicidad psícológica y es en extremo nocivo para retener el gozo espiritual que se ha obtenido mediante arduos esfuerzos en la meditación.
El se refería a la divina melancolía que surge cuando uno toma conciencia de hallarse separado de Dios, lo cual crea en el alma un insaciable anhelo de reunirse con el Bienamado Eterno.
Aquellos que en verdad claman por Dios, que lloran en todo momento por El con fervor siempre creciente en la meditación, hallarán consuelo en la revelación de la Bienaventuranza y Sabiduría que Dios les envía. Los hijos de Dios que son espiritualmente negligentes soportan los dolorosos traumas de la vida con resignación derrotista y resentimiento, en vez de solicitar con eficacia la ayuda de Dios.
El bebé enternecedoramente obstinado, que clama sin cesar para obtener el conocimiento espiritual, es quien atrae por fin la respuesta de la Madre Divina.
La Madre Misericordiosa acude ante el llamado persistente de su hijo concediéndole el solaz de la sabiduría y del amor, que se revela a través de la intuición o de una vislumbre de su Presencia misma. Ningún otro consuelo puede mitigar al instante la aflicción de incontables encarnaciones.
Aquellos cuyos lamentos espirituales pueden ser aplacados por medio de satisfacciones de naturaleza material volverán a sufrir cuando les sean arrebatados – ya sea por las exigencias de la vida o por la muerte- esos frágiles motivos de seguridad.
En cambio, quienes claman por la Verdad y por Dios, rehusando ser acallados con una oferta menor, recibirán consuelo siempre en los brazos de la Gozosa Divinidad.
“Bienaventurados los que lloran por la realización de Dios ahora, porque gracias a ese anhelo vehemente la alcanzarán. Con el deleite del siempre nuevo gozo hallado en la comunión divina, reirán y se regocijarán por toda la eternidad”.
“Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra” (Mateo 5:4).
La humildad y la mansedumbre crean en el hombre una receptividad ilimitada para abrazar la Verdad.
El individuo orgulloso e irascible, como el canto rodado del proverbio, rueda cuesta abajo por la colina de la ignorancia y no recoge el musgo de la sabiduría, en tanto que las almas mansas que se encuentran en paz en el valle del entusiasmo y la buena disposición mental recolectan las aguas de la sabiduría, que fluyen de fuentes tanto humanas como divinas, para regar el floreciente vergel de las cualidades del alma.
El egoísta arrogante se irrita con facilidad y se pone a la defensiva al sentirse agraviado, se vuelve injurioso y rechaza a los emisarios de la sabiduría que tratan de entrar en el castillo de su vida.
Por el contrario, quienes son mansa y humildemente receptivos atraen la invisible ayuda de los ángeles benéficos constituidos por las fuerzas cósmicas que brindan bienestar material, mental y espiritual.
De este modo, los mansos de espíritu heredan no sólo toda la sabiduría, sino también la tierra, es decir, la felicidad terrenal.
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados” (Mateo 5:6). Referencia paralela: “Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados” (Lucas 6:21). Las palabras “hambre” y “sed” ofrecen una metáfora adecuada de la búsqueda espiritual.
Primero, es preciso tener sed de conocimientos teóricos sobre cómo alcanzar la salvación.
Una vez calmada la sed al aprender la técnica práctica que permite establecer contacto con Dios de manera efectiva, es posible satisfacer el hambre interior de la Verdad mediante el ágape diario con el divino maná de la percepción espiritual que proviene de la meditación.
Aquellos que buscan contentamiento en los objetos materiales advierten que no les es posible extinguir jamás su “sed” de deseos, ni pueden saciar su “hambre” mediante la adquisición de posesiones.
El impulso presente en todo ser humano de llenar el vacío interior es el deseo que siente el alma por Dios, el cual sólo puede mitigarse al tomar plena conciencia de la propia naturaleza inmortal y del imperecedero estado de divinidad que son inherentes a la unidad con Dios.
Cuando el ser humano insensatamente procura apagar la sed de su alma con los sustitutos que proceden de la felicidad sensorial, avanza a tientas de un placer evanescente a otro y termina rechazándolos todos por hallarlos inapropiados.
Los placeres sensoriales pertenecen al cuerpo y a la mente inferior; no le proporcionan al hombre alimento para la esencia más profunda de su ser.
El hambre espiritual que sufren quienes subsisten a base de aquello que los sentidos ofrecen se alivia solo mediante la rectitud, es decir, los atributos, actitudes y acciones apropiados para el alma; la virtud, el comportamiento espiritual, la bienaventuranza, la inmortalidad.
La rectitud consiste en actuar con acierto en los aspectos físico, mental y espiritual de la vida. Aquéllos que sienten una intensa sed y hambre de cumplir con los deberes supremos de la vida se hacen acreedores de la siempre renovada bienaventuranza de Dios: “Bienaventurados los que tienen sed de sabiduría y aprecian la virtud y la rectitud como el verdadero alimento para calmar su hambre interior, porque obtendrán la felicidad perdurable que sólo se logra al adherirse a los ideales divinos: la satisfacción incomparable del corazón y del alma.

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