miércoles, 7 de febrero de 2018

ANAM CARA: CAPITULO 23


El cuerpo es tu única casa
Es algo misterioso que el cuerpo humano sea arcilla. El in­dividuo es el lugar de encuentro de los cuatro elementos. La persona es una forma de arcilla que vive en el medio aéreo. Pero el fuego de la sangre, el pensamiento y el alma discurre por el cuerpo. Toda su vida y energía discurren por el círculo sutil del elemento acuático. Hemos surgido ¿e las profundidades de la Tierra. Piensa en los millones de continentes de arcilla que jamás tendrán la oportunidad de abandonar este mundo subterráneo. La arcilla jamás en­contrará una forma para ascender y expresarse en el mun­do de la luz, sino que vivirá eternamente en la tierra ignota de las sombras. Por este motivo, la idea celta que sostiene que el mundo subterráneo no es oscuro, sino un mundo de espíritus, es muy hermosa. En Irlanda se cree que Tuatha Dé Dannan, la tribu celta desterrada de la superficie de Ir­landa, vive en el mundo subterráneo. Desde allí gobiernan la fertilidad de la tierra. Por consiguiente, cuando un rey era coronado, se desposaba simbólicamente con la diosa.

De esta manera su reinado ayudaría a su pueblo. Los celtas eran un pueblo agrícola y rural. Esto ha afectado en gran medida a nuestra visión inconsciente del paisaje irlandés. Éste no es sólo natural, sino que posee cierta luminosidad. Nos sentimos en comunión con él. Cada parcela tiene su nombre y ha sido escenario de algún suceso. Posee una memoria secreta y callada, una historia de presencias don­de nada se pierde ni se olvida. En la obra teatral The Gigli Concert, de Tom Murphy, un hombre anónimo pierde si­multáneamente el sentido del paisaje y la capacidad de co­municarse consigo mismo.
El misterio del paisaje irlandés está contado en histo­rias y leyendas de distintos lugares. Los cuentos de fantas­mas y espíritus son innumerables. Un gato mágico cuida un antiguo tesoro en un gran campo. Hay una fascinante red de cuentos sobre la independencia y la estructura del mundo espiritual. El cuerpo humano ha surgido de este mundo subterráneo. Por consiguiente, en tu cuerpo la ar­cilla adquiere una forma que nunca tuvo. Así como es un gran privilegio que tu arcilla haya salido a la luz, también es una gran responsabilidad.
En tu cuerpo de arcilla salen a la luz y se expresan cosas hasta ahora desconocidas, presencias que jamás tuvieron forma o luz en otro individuo. Parafraseando a Heidegger, que dijo que «el hombre es pastor del ser», podemos decir que el hombre es pastor de arcilla. Representas un mundo desconocido que te pide le prestes voz. A veces sientes una felicidad que no corresponde a tu biografía in­dividual, sino a la arcilla de la que fuiste hecho. En otras ocasiones, el pesar cae sobre ti como una bruma sobre el paisaje. Es tan sombría que puede paralizarte. No debes in­terferir con este desplazamiento de los sentimientos. Antes bien, deberías reconocer que esta emoción corresponde a tu arcilla más que a tu mente. Lo sabio es dejar que pase la tormenta, que va en camino hacia otra parte. Solemos olvi­dar que la arcilla posee una memoria anterior a nuestra mente, una vida propia que precedió a su forma actual. Po­demos parecer modernos, pero somos antiguos, hermanos y hermanas en la misma arcilla. En cada uno, una parte dis­tinta del misterio se vuelve luminosa. Para llegar a ser y de­venir tu yo, necesitas el resplandor antiguo de otros.
Nuestra esencia es un bello componente de la natura­leza. El cuerpo conoce esta comunión y la anhela. No nos destierra espiritual ni afectivamente. El cuerpo humano se siente a sus anchas en la Tierra. Se diría que una astilla clavada en la mente es la dolorosa raíz de tanto exilio. Esta tensión entre la arcilla y la mente es la fuente de toda creati­vidad. Es la tensión interior entre lo antiguo y lo nuevo, lo conocido y lo desconocido. Este ritmo sólo puede ser apre­hendido por la imaginación, la única capaz de navegar ese ínterin sublime donde se tocan las distintas fuerzas inte­riores. La imaginación está empeñada en la justicia de la integridad. En un conflicto interior, no escogerá un bando y reprimirá o desterrará al otro; tratará de iniciar una con­versación profunda entre ambos para que pueda nacer algo original. La imaginación ama los símbolos porque re­conoce que la divinidad interior sólo puede hallar expre­sión en forma simbólica. A través de la imaginación, el alma crea y construye su vivencia profunda. La imagina­ción es el espejo más reverente del mundo interior.
La individualidad no tiene por qué ser solitaria o estar aislada. Como dice la bella frase de Cicerón: Numquam minus solus quam cum solus. Uno puede armonizar con la propia individualidad si la ve como una expresión profun­da o sacramento de la arcilla antigua. Cuando se produce un despertar del amor y la amistad, se puede revelar esta arcilla interior. Si conocieras bien el cuerpo de la persona amada, sabrías dónde estuvo su arcilla antes de adquirir forma en ella. Podrías intuir las diversas tonalidades de su arcilla: acaso una parte venga de la orilla de un lago sereno, otra de lugares solitarios de la naturaleza, otras en fin de lu­gares ocultos y desconocidos. Nunca sabemos cuántos lu­gares de la naturaleza se encuentran en el cuerpo humano. No todo el paisaje es exterior, una parte se ha introducido en el alma. La presencia humana huele a paisaje.
El mundo celta había desarrollado un sentido profun­do de la complejidad del individuo. Con frecuencia surgen conflictos interiores allí donde coinciden distintas partes de la memoria de nuestra arcilla; puede reinar allí una energía bruta, irrefrenable. El reconocimiento de nuestra naturaleza de arcilla puede traernos una armonía más anti­gua. Puede devolvernos al ritmo antiguo que habitamos antes de que nos dividiera la conciencia. Uno de los aspec­tos más bellos del alma es que constituye el terreno de en­cuentro entre la separación del aire y la comunión de la tierra. El alma media entre el cuerpo y la mente; abriga y contiene a ambos. En este sentido primordial, el alma es imagina­tiva.
El cuerpo está en el alma
Debemos aprender a confiar en el aspecto indirecto de nuestro yo. Tu alma es el lado oblicuo de tu mente y cuer­po. El pensamiento occidental enseña que el alma está en el cuerpo. Sostiene que está encerrada en una región especial, pequeña y sutil de éste. Suele imaginarla de color blanco. Cuando muere la persona, parte el alma y el cuerpo se de­rrumba. Diría que es una versión falsa del alma. El criterio más antiguo enfoca el problema de la relación entre alma y cuerpo en sentido inverso. El cuerpo está en el alma. Tu alma es más extensa que tu cuerpo, abarca a éste y también la mente. Sus antenas son más perceptivas que las de la mente o el yo. Si confiamos en esta dimensión umbría, lle­gamos a nuevos lugares en la aventura humana. Pero para ser, debemos liberarnos; si no dejamos de forzarnos, jamás entraremos en comunión con nosotros mismos. Hay algo antiguo en nuestro interior que crea la novedad. En verdad, se necesita muy poco para desarrollar un auténtico sentido de la propia individualidad espiritual. Una de las cosas absolutamente esenciales para ello es el silencio, la otra es la soledad.
La soledad es una de las cosas más valiosas del espíritu humano. No es lo mismo que el abandono. Cuando te sientes abandonado, adquieres una conciencia punzante de tu separación. La soledad puede ser un regreso a tu co­munión más profunda. Uno de los aspectos más bellos que poseemos como individuos es la presencia de lo incon­mensurable en nosotros. En cada uno hay un punto de ab­soluta desconexión de todo y de todos. Es un tesoro, aun­que asusta reconocerlo. Significa que no podemos seguir buscando fuera las cosas que necesitamos dentro. Las ben­diciones que anhelamos no están en otros lugares o perso­nas. Sólo tu propio yo puede dártelas. Su patria es el fuego de tu alma.
Ser natural es ser santo
En Irlanda occidental hay muchas casas con fogón y chi­menea. En invierno, cuando visitas a alguien, atraviesas el paisaje frío y desolado hasta llegar al fogón, donde te aguardan el calor y la magia del fuego. El fuego de turba es una presencia antigua. La turba viene de la tierra, trae re­cuerdos de árboles, campos y tiempos antiguos. Es extraño quemar la tierra en la intimidad de la casa. Me fascina la imagen del fogón como lugar de regreso y calidez.
En la soledad interior de todos hay un fogón cálido y ful­gurante. La idea de inconsciente, aunque profunda y ma­ravillosa, hace que a veces se tenga miedo de volver a ese fogón particular. Mal interpretamos el inconsciente si pen­samos que es un sótano donde alojamos nuestras repre­siones y el daño que nos hacemos a nosotros mismos. El miedo a nosotros mismos nos hace imaginar que dentro tenemos monstruos. Dice Yeats: «El hombre necesita un valor temerario para descender al abismo de sí mismo». Pero lo cierto es que estos demonios no ocupan todo el in­consciente. La energía primordial del alma nos reserva un calor y una acogida maravillosos. Uno de los motivos por los que se nos puso en la Tierra fue para establecer esta re­lación con nosotros mismos, esta amistad interior. Los de­monios nos acosarán mientras tengamos miedo. Todas las aventuras mitológicas clásicas exteriorizan los demonios. Al presentar batalla, el héroe se engrandece, alcanza nuevos niveles de creatividad y equilibrio. Cada demonio interior es portador de una preciosa bendición que curará y libe­rará. Para recibir ese don, debes dejar a un lado tu miedo y afrontar el riesgo de pérdidas y cambios que trae consigo cada encuentro interior.
Los celtas poseían un maravilloso conocimiento intui­tivo de la complejidad de la psique. Creían en varias pre­sencias divinas. Lugh era el dios más venerado. Era un dios de luz y de los dones.
El Luminoso. La antigua festividad de Lunasa lleva su nombre. La diosa de la Tierra era Anu, madre de la fecundidad. También reconocía el origen divino de la negatividad y la oscuridad. Había tres diosas madres de la guerra: Morrigan, Macha y Bodbh. Las tres cumplen un papel crucial en la antigua epopeya, Taín. Los dioses y las diosas siempre estaban vinculados con algún lugar. Las presencias divinas se manifestaban sobre todo en árbo­les, manantiales y ríos. Alentada por esa rica trama de pre­sencias divinas, la psique antigua jamás estuvo tan aislada y alienada como la moderna. Para remediar esa alienación de nuestro tiempo es vital que recuperemos el alma.
En términos teológicos o espirituales, podemos con­cebir esta desconexión absoluta con la totalidad como un vacío sagrado en el alma que nada exterior puede colmar. A veces tratamos desesperadamente de colmarlo con pose­siones, trabajo o creencias, pero éstas nunca se afirman. Siempre caen y nos dejan más inermes e indefensos que nunca. Llega el momento en que te das cuenta de que ya no puedes seguir disimulando ese vacío. Mientras no oigas su llamada, serás un fugitivo interior, huyendo de refugio en refugio, nada que se parezca a una casa. La naturalidad es santidad, pero es muy difícil ser natural, es decir, sentirse cómodo con la propia naturaleza. Si estás fuera de tu yo, si siempre buscas más allá de él, desconoces la llamada de tu propio misterio. Cuando reconoces la soledad de tu inte­gridad y te acoges a su misterio, tus relaciones con otros ad­quieren nuevo calor, aventura, asombro.
La espiritualidad es sospechosa cuando se emplea como anestésico para engañar la sed espiritual. Esa espiri­tualidad es producto del miedo a la soledad. Quien afronta la soledad con coraje aprende que no tiene motivos para temer. La expresión «no temas» aparece trescientas sesenta y seis veces en la Biblia. En el corazón de tu soledad hay un ali­vio. Cuando lo comprendes, pierdes la mayor parte del miedo que rige tu vida. Apenas se transfigura tu miedo, en­tras en consonancia con el ritmo de tu yo.
La mente bailarina
Hay muchas clases de soledad. La del sufrimiento cuando atraviesas la oscuridad es una sensación intensa y terrible de abandono. Las palabras son incapaces de expresar tu dolor; lo que transmiten a otros está muy alejado, es muy distinto de tu verdadero sufrimiento. Todos hemos conoci­do ese momento sombrío. La conciencia popular sabe que en esas ocasiones debes tratarte a ti mismo con extraordi­naria ternura. Amo la vista de un campo de maíz en el oto­ño. Cuando pasa el viento, el maíz no permanece erguido ni trata de resistir su fuerza, porque lo arrancaría de raíz. No. El maíz se mece con el viento, se inclina hasta el suelo y después se yergue para recuperar su posición y su equi­librio. Asimismo sucede con cierta araña depredadora, que jamás teje su tela entre dos objetos duros como piedras porque el viento la arrancaría. Instintivamente la teje entre dos hojas de hierba. Cuando pasa el viento, la tela se inclina con la hierba y después vuelve a su punto de equilibrio. És­tas son bellas imágenes de una mente en consonancia con su propio ritmo. Cuando endurecemos nuestra men­te, cuando nos aferramos a nuestras ideas o creencias, ejer­cemos una presión terrible sobre ella, perdemos la suavi­dad y la flexibilidad que hacen a la comunión, el refugio protector. A veces la mejor cura para tu alma es flexibilizar ciertas ideas que endurecen y cristalizan tu mente; porque éstas te alejan de tu propia profundidad y belleza. Se diría que la creatividad requiere una tensión flexible y moderada. Aquí es útil la imagen del violín. Las cuerdas excesivamente tensas o flojas se rompen. Cuando están debidamente afi­nadas, el violín puede soportar una fuerza tremenda y producir sonidos poderosos y tiernos.

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