EL RESENTIMIENTO
por Francisco-Manuel Nácher
Aunque no nos demos cuenta de ello, cada uno de nosotros estamos totalmente aislados de los demás. Somos un mundo, creado por nosotros mismos. No tenemos más comunicación con el mundo exterior que las vibraciones que de él nos llegan a través de los cinco sentidos. Esas vibraciones, una vez recibidas por nuestro cerebro, son interpretadas y constituyen nuestro acervo de conocimientos sobre el mundo exterior. Esto no sería grave si sólo se refiriera a las cosas, a los objetos. Pero se refiere también a las personas, a quienes se relacionan con nosotros, y a quienes, aunque no se relacionen, han llegado a nosotros a través de escritos, relatos o ideaciones. Y ahí reside el verdadero problema de la convivencia.
Porque, siéndonos imposible conocer, de verdad, cómo es cada semejante, no tenemos más remedio que hacernos una idea para poder convivir. Y esa idea la podemos extraer sólo de dos fuentes:
a.- De nuestro propio modo de ser, que es nuestra más fiable base de datos.
b.- De la experiencia anterior, derivada de relaciones con otros semejantes.
La idea, pues, que de los demás nos hacemos, aunque procediendo de dos fuentes distintas, no deja de ser una invención nuestra, una suposición, una hipótesis y, como tal, sin comprobación y, por tanto, muy expuesta a no resultar exacta. Partimos, pues, cuando nos relacionamos con alguien (cónyuge, pariente, amigo, enemigo, extraño), de la idea que nos hemos formado de ella, atribuyéndole, en base a los datos provenientes de las dos fuentes antes citadas de que disponemos, una serie de virtudes, de vicios, de defectos, de facultades, de dones, etc., pero que no dejan de ser ideaciones nuestras. En base a esas ideaciones y a esa atribución de virtudes, esperamos, de esa persona, determinados comportamientos derivados de ellas. Pero ¿qué ocurre si esa persona no responde a nuestras expectativas, que, como hemos visto, eran fruto de nuestra imaginación? Generalmente nos sentimos molestos y, hasta ofendidos. Y, con ello, generamos lo que no es sino resentimiento. Porque, honestamente, no nos molesta tanto lo que nos haga, como el que “nos haya fallado” o traicionado o desilusionado. Hay, pues, en esa reacción nuestra un muy importante componente subjetivo, egocéntrico e irracional, porque no es lógico atribuir, erróneamente, a otro una virtud que no tiene y, luego, ofenderse porque carece de ella y actúa a tenor de esa carencia. No es, pues, odio, lo que nace en nosotros. El odio es el culmen del resentimiento, pero éste es siempre la semilla. Suele ocurrir mucho en las parejas: en el momento del enamoramiento o de la atracción mutua, somos muy proclives a atribuir al otro todas las virtudes que nos gustaría ver en él. Y nos comportamos como si esas virtudes existieran. Pero, claro, el otro es como es y, llega un momento en que esa virtud que le atribuíamos resulta que no la posee y, entonces, nos sentimos defraudados, estafados, burlados, y nace nuestro resentimiento por el engaño de que creemos haber sido objeto. Por eso se nos recomienda aceptar a los demás “como son” y no como nos gustaría que fueran. Porque, si persistimos en sentirnos estafados por todas las personas que nos rodean, y a las que habíamos atribuido virtudes por doquier, seremos desgraciados en todas nuestras relaciones de convivencia, llevaremos el resquemor o resentimiento con nosotros permanentemente y ese resentimiento degenerará en estrés, infelicidad y mal carácter, que nos condicionarán, más aún, y nos harán - cuando echemos mano, en el futuro, de nuestra experiencia para juzgar a otros - atribuirles defectos o actitudes negativas que no posean, pero que, imaginadas por nosotros, nos predispondrán para una convivencia nada agradable.
Por eso, se nos recuerda también frecuentemente, que somos proclives a ver a los demás con el color de nuestro propio cristal, es decir con el color que nuestra experiencia y nuestras atribuciones gratuitas a los otros, nos hacen ver.
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